Los genoveses dominaban el comercio mediterráneo. Tanto Sixto IV como Inocencio VIII lo eran. San Fernando concedió a los genoveses para su uso exclusivo un sector de Sevilla, con su propia capilla, un muelle y unos baños públicos. La familia de los Centurione era la más importante de las que se dedicaban a los negocios en Málaga. Los Doria, los Pinelli, los Grimaldi y los Castiglione, todos ellos eran comerciantes o banqueros que financiaron diferentes actividades en la península y sus dominios; pero también se adentraron en la mar oceana, en 1291, llegaron a Cabo verde, ascendieron por el alto del Senegal y Gambia, comerciaron con el África Negra, las Madeira, las Azores y Chios. Comerciaban con esclavos de todo tipo, homres, mujeres y niños etíopes, eslavos, bosnios, bereberes, negros… Su importante papel en la empresa europea en el Atlántico no fue una decisión colectiva ni estatal; se debió al cálculo realista de las ventajas financieras de una cincuentena de familias o asociaciones muy dinámicas. Pero el flujo no era solo en una dirección. Había castellanos en Italia, en Bolonia y en otras ciudades italianas, y se abrieron consulados catalanes en ciudades del reino de Nápoles, Pisa, Génova, Bolonia y Roma.
Colón también era genovés. Él mismo lo recordó al tratar de conseguir un mayorazgo en España para su familia en 1497. Nunca hablaba de sus orígenes, Según el padre Las Casas, había estudiado, en Pavía, los rudimentos de las letras y, especialmente, de la gramática y el latín, de lo que no queda constancia formal. Parece ser que aprendió español mientras su estancia en Portugal entre 1474 y 1485. Allí conoció el trabajo de la caña de azúcar en esclavitud de los negros africanos y los esclavos canarios en Madeira. En este contexto casó con Felipa Palastrelli, portuguesa de buena ascendencia italiana (sus antecesores fueron gobernadores de Porto Santo y contaban con haciendas en el Algarbe). Por si la ascendencia genovesa no fuera suficiente, el conocimiento que los portugueses tenían del mar no era muy inferior. Habían colonizado Madeira y Azores, desde 1434 bordearon el cabo Bojador e hicieron expediciones a las islas de Cabo Verde, Costa de Oro, Costa de Marfil, costas de la Pimienta y el reino de Benín, en la desembocadura del Níger y Camerún, descubiertos todos ellos antes de que Colón llegase a Lisboa. Uno de los utópicos objetivos lusos era atacar a los musulmanes por la retaguardia. Estos viajes parecen menos importantes que los de Colón, pero lo cierto es que lo fueron, pero quedaron eclipsados por el “astro de la mar océana”.
Se contaban muchas historias curiosas en el extranjero por aquellos años acerca de navegar hacia el oeste para encontrar más islas atlánticas. Los portugueses enviaron aproximadamente una docena de expediciones marítimas hacia el oeste entre 1430 y 1490. Quizá algunos marineros habían escuchado hablar de las aventuras vikingas en Vindland. De hecho el último noruego en Groenlandia murió en el siglo XV.
Colón, una vez falleció su esposa, se embarcó en expediciones hacia el ecuador a lo largo de la costa africana. Se familiarizó con las carabelas, pequeñas embarcaciones con vela latina que permitían navegar con viento en contra eficazmente. Además, Colón leyó mucho, tanto como navegaba. Examinó la obra de Estrabón, Séneca y Marco Polo, así como a Pierre d’Ally y su Imago Mundi, quien, al igual que el Papa Pío II, creía que, con vientos favorables, se podría llegar desde Europa hasta Asia. De ahí que Colón apuntara en su diario: “no hay que creer que el océano cubra la mitad de la tierra. Pero sobre todo atendió a alguna de las ediciones de Ptolomeo que se reimprimieron entre 1475 y 1477, en las que se incluían veintiséis mapas de Asia, África y Europa. Tocanelli (bajo cuya tutela estuvo Leonardo da Vinci y Americo Vespucio), con quien se carteó durante tiempo, animó a Colón a intentarlo pues “el viaje que deseáis emprender no es tan difícil como se piensa”. Hasta aquí la determinación de Colón a lanzarse a un plan, siguiendo, sobre todo, a Pierre d’Ally y Toscanelli, tiene su fundamento. Otros, incluso, argumentan que un “piloto desconocido” confesó la existencia probada de las “Américas” a Colón en su lecho de muerte , cosa nunca comprobada.
Primero se presentó ante la corte del rey Juan de Portugal, quien convocó a una Comisión de expertos matemáticos para analizar la cuestión. Se decidió que Japón estaba mucho más lejos de lo que Colón y Toscanelli pensaban, y estaban en lo cierto. El aprovisionamiento de alimento y agua no sería posible y menos la disciplina de la tripulación en un viaje tan largo.
Después probó en España, que aún no había visitado. Era consciente del importante enclave de las “Islas afortunadas” o “Islas canarias”. Eran visitadas desde el siglo XIV, pero especialmente desde que Béthencourt estableciese una especie de principado en Lanzarote, allá por 1404. Don Enrique el Navegante las ambicionaba, pero el tratado de Alcáçovas de 1479 cerró la polémica: Canarias para Castilla y Azores, Madeira y el monopolio del comercio con el resto de África para Portugal. A la altura de 1491 sólo Tenerife seguía en manos indígenas, cuyo origen se desconoce, acaso bereber, por la cercanía de la costa africana. Ahora que, como no habían tenido contacto con el islam se los consideraba menos conflictivos que los musulmanes, quienes solían permanecer fieles a su religión.
Colón llegó a Huelva en la segunda mitad de 1485. Se alojó en la Rábida, escuela marítima y monasterio franciscano. Allí aprendió mucho de los estudiosos del mar. Pronto Pérez, antiguo confesor de la reina, le urgió a concertar una cita con la Corte Real. Así, partió hacia Sevilla y luego a Córdoba, donde estaba la corte. Allí tuvo un hijo, ilegítimo, llamado Fernando, con Beatriz Enríquez de Arana, hija del poderoso Rodrigo Hernández de Arana. Contó con el apoyo de Quintanilla, Cabrera, Talavera y Mendoza, quien finalmente le concertó una cita con la reina en Alcalá de Henares. Mendoza aconsejó a la reina que lo atendiese y lo ayudara con algunas naves, pues podían costar poco y aportar grandes beneficios si salía bien su empresa. Parece ser que Fernando no estaba muy convencido de sus opciones y, además, Colón, desde el principio fue exigente, queriendo ser “almirante del océano, virrey y gobernador”, lo que implicaba ascender por méritos ni siquiera conseguidos en una escala bastante hermética. A esto se le suman las palabras de Las Casas: “porque esto es regla general, que cuando los reyes tienen guerra [la de Granada] poco entienden ni quieren entender en otras cosas”.
Se nombró una comisión, como en Portugal, para estudiar el caso a propuesta de los monjes de la Rábida en Huelva, cuyo presidente sería el confesor Tavera. Los reveses de la guerra retrasaron la resolución, pero en ese tiempo hizo amistad con los muy influyentes Gutierre de Cárdenas, muy cercano al rey, y Diego de Deza, tutor del príncipe Juan en Salamanca. En 1487, la comisión resolvió diciendo que no podía ser verdad su propuesta de viajar a China por Occidente. Con esto, y esperando una futura reconsideración, Colón volvió a Portugal. Justo en ese instante el rey Juan estaba financiando una expedición en la que partió Bartolomeo Colón, su hermano, y Bartolomeu Díaz, con el fin de voltear el extremo sur de África, que, al regreso, sería llamado de “Buena Esperanza”. Desde ese momento Portugal dejó de tener interés en el camino por occidente. Colón envió a su hermano a la embajada inglesa, en un nuevo intento de negociaciones, pero fue capturado. Lo intentó también con el Duque de Medina-Sidonia, pero tampoco.
Los años siguientes son un misterio. Colón recibió alojamiento y alimento de los Reyes catolicos. porque elaboraba trabajos afines a sus intereses, pero desconocemos cuáles. Al final habló con la reina, a solas, en el castillo de Jaén, porque Fernando estaba en el campamento de Baza. Parece que salió feliz de aquel encuentro. Además, tuvo la suerte de conocer a don Luis de la Cerda, primer duque de Medinaceli, aspirante a heredar el trono de Aragón, nieto del “gran marqués de Santillana” y, por tanto, sobrino del cardenal Mendoza y primo del duque de Alba. Ante el sentido apoyo que estaba recabando Colón entre los grandes nobles, la reina pareció sentirse en la necesidad de atajar sus propuestas antes de que lo hiciera cualquier poderoso pues “tal empresa como aquella [conseguir territorios independientes para sí mismo en las Indias o en alguna otra parte] no era sino para reyes”. Otra vez los acontecimientos no le favorecieron, regresó a Córdoba, se despidió de Beatriz y su hijo y volvió a la Rábida antes de partir hacia Francia para recabar apoyos por segunda vez; pero Juan Pérez, en último término, advirtió a la reina de que si no atendían pronto a Colón ya sería demasiado tarde cuando quisieran. Entonces le pagó 20.000 maravedís para que se comprase ropa y compareciese ante la corte en Granada. Allí se enfrentó de nuevo a una comisión sumarísima, pero no obtuvo ninguna respuesta, teniendo en cuenta sobre todo que Granada estaba a punto de ser rendida y la atención de los monarcas estaba aún en el Viejo Mundo. Allí permaneció Colón todo el otoño de 1491. En solo unos meses Granada caería en manos cristianas.
En noviembre de 1491 se debatió en Granada la posibilidad de rendirse ante los cristianos. Los mejores guerreros musulmanes habían muerto, y los que seguían con vida estaban debilitados por las heridas. La población no podía salir de la ciudad en busca de alimento ni tampoco para cultivar la tierra. Una rendición honorable parecía más conveniente que una brutal derrota militar. El Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba, que hablaba árabe negoció las capitulaciones y Hernando de Zafra, en calidad de secretario, fue el testigo. El 18-12-1491, las condiciones de la rendición fueron ratificadas por ambas partes. Boabdil entregaría la Albaicín y la Alhambra, se respetaría la religión propia de los musulmanes y sus mezquitas, así como seguir practicando sus ritos. Si optaban por marchar a Berbería se les permitiría vender sus posesiones y llevar consigo el beneficio que pudiesen. Los que se quedasen no tendrían que vestir distinto y pagarían los mismos impuestos que los cristianos. Ningún musulmán sería obligado a convertirse al cristianismo contra su voluntad ni tendrían que devolver los bienes que obtuvieron durante la guerra.
Tras una pequeña sublevación, se decidió capitular la ciudad. El 1 de enero de 1492 Gutierre de Cárdenas, quien proclamó a Isabel reina en Segovia a los 18 años, fue escoltado a la Alhambra para aceptar la rendición de la última ciudad musulmana de Europa occidental. El 2 de enero, él y sus hombres tomaron los puntos fuertes de Granada y colocaron campanas en las mezquitas. Boabdil entregó las llaves de la ciudad a Fernando, este a Isabel, ella a su hijo Juan y el príncipe al conde de Tendilla, un Mendoza, nuevo gobernador cristiano de Granada, quien, junto a Hernando de Talavera, recién nombrado arzobispo de Granada, entró en la ciudad. El 6 de enero de 1492 lo hicieron solemnemente los monarcas, aunque siguieron viviendo en Santa Fe. Hernando de Talavera, descendiente de judíos y Hernando de Zafra se encargaron de la labor de incorporar Granada a Castilla. Por lo general fueron bastante tolerantes, enseñando con sencillez el catecismo a los nuevos cristianos. Entres doscientos y trescientos mil musulmanes, se unieron a los Reyes Catolicos
En las capitulaciones de Santa Fe Colón recibió una nueva negativa. Furioso se marchó a Córdoba con la decisión de pasarse pronto a Francia, pues había recibido noticias de que Inglaterra había iniciado movimientos en busca de la “isla del Brasil”. Los tesoreros de Castilla y Aragón, se dice, intervinieron para cambiar la opinión de los monarcas, argumentando que “el riesgo que corrían era pequeño en comparación con la gloria que podía aportarle aquella oportunidad; y, además, Colón era un hombre sabio y prudente y de excelente inteligencia”. Finalmente, cuando Colón ya marchaba de nuevo, de mano de un secretario que debía llevar argumentos contundentes, recibió la orden de regresar a Santa Fe. Allí, el tesorero aragonés, Santángel y luego los monarcas, recibieron a Colón y se redactaron unos documentos que encomendaban a Colón hacer los descubrimientos que siempre había deseado. El 17 de abril de 1492 se comprometieron a apoyar la expedición de colón, aceptando sus extraordinarias condiciones (es posible que estas ya vinieran apoyadas por una carta que redactó fray Juan Pérez desde la Rábida de Huelva). En él se contemplaban cinco puntos, que en síntesis decían lo siguiente: Colón sería almirante de las dichas mares oceanas y de todas aquellas islas e tierra firmes que ha descubierto, título equivalente al almirante de Castilla. También sería nombrado virrey y gobernador general de todas las islas y territorios que descubriese en el futuro. Todos ellos serían títulos hereditarios. Sería nombrado “don”, que designaba por entonces a los hidalgos (rango que le reportaría beneficios como el no pagar impuestos). También tendría derecho a 1/10 parte de todas las riquezas que encontrase.
En proporción a los gastos de la boda de los infantes con los príncipes ingleses o el ingreso anual del duque de Medinaceli (4 millones de maravedís) la empresa de Colón no fue excesivamente costosa, solamente 2 millones de maravedís. ¿Cómo se recaudaron? Santángel, tesorero de Aragón y de la Santa hermandad, así como judío converso, y Pinelo, homólogo castellano y genovés, mediante la venta de indulgencias en la provincia de Extremadura, consiguieron la mitad. El resto lo reunió el propio Colón, prestado en parte por un amigo suyo florentino, Juanotto Berardi representante menor de la casa de los Medici en Sevilla. Asimismo, el duque de Medinaceli aportó cierta cantidad.
Las intenciones de unos y otros no están claras del todo. Colón quería conquistar Japón, China y otras tierras adelantadas para la corona española. Los Reyes Catolicos. sabían que comenzarían a perder dinero en adelante, pues ya no recibirían tributo de los musulmanes y, en parte, esta pudo ser una gran motivación para que apoyasen la iniciativa del almirante. Es muy probable que los decretos de expulsión o conversión de los judíos (31-3-1492, publicados el 29-4-1492) y las rendiciones firmadas con Colón (17-4-1492) tengan más relación de lo que pensamos. Probablemente ambos acontecimientos fueran extremos de una misma cuerda, metáfora que alimentó, hasta cierto punto, un verdadero sentido de destino histórico.
En el contexto de las Cortes de Toledo y la creación de la Inquisición en 1480, Torquemada escribió ese decreto. Se quería terminar con el judaísmo, no con los judíos, no debemos pensar en una persecución racial, sino religiosa. Ambos monarcas confiaban en que se convirtiesen al cristianismo. Paralelamente al nombramiento del judío converso, Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, Francisco Jiménez de Cisneros fue nombrado confesor de la reina. Cisneros provenía de familia humilde. Nació en 1432, estudió en la Universidad de Salamanca y vivió en Roma, fue también arcipreste de Uceda y trabajó, después, bajo las órdenes del cardenal Mendoza, que lo tenía en alta consideración. Pronto ingresó en San Juan de los Reyes con los franciscanos y, después, los observantes. Una vez en el cargo de confesor, fundó la universidad “Complutense” de Alcalá de Henares y participó en el decreto de expulsión escrito por Torquemada. Isaac Abravanel, Abraham Señor y Meir Mehamed, todos ellos importantísimas personalidades en el mundo de la administración y la fiscalidad castellana, rogaron al rey que revocase el decreto, a cambio de 112 millones de maravedís o 300.000 ducados, 50 veces más que el presupuesto para la expedición de Colón, pero, aunque se vio tentado, aceptó la decisión tomada conjuntamente con la reina. Dos se convirtieron, pero Abravanel marchó a Nápoles y luego a Venecia, donde falleció.
Muchos judíos, rápidamente, decidieron vender sus posesiones y marchar a Portugal y Marruecos, lo que reportó pingües beneficios a los Reyes catolicos. Entre 150.000 y 200.000 Judios vivían en España y, por lo menos, 50.000 se habrían convertido. El resto se marchó. Fue una expulsión, un destierro deliberado, y no un holocausto.
Colón también era genovés. Él mismo lo recordó al tratar de conseguir un mayorazgo en España para su familia en 1497. Nunca hablaba de sus orígenes, Según el padre Las Casas, había estudiado, en Pavía, los rudimentos de las letras y, especialmente, de la gramática y el latín, de lo que no queda constancia formal. Parece ser que aprendió español mientras su estancia en Portugal entre 1474 y 1485. Allí conoció el trabajo de la caña de azúcar en esclavitud de los negros africanos y los esclavos canarios en Madeira. En este contexto casó con Felipa Palastrelli, portuguesa de buena ascendencia italiana (sus antecesores fueron gobernadores de Porto Santo y contaban con haciendas en el Algarbe). Por si la ascendencia genovesa no fuera suficiente, el conocimiento que los portugueses tenían del mar no era muy inferior. Habían colonizado Madeira y Azores, desde 1434 bordearon el cabo Bojador e hicieron expediciones a las islas de Cabo Verde, Costa de Oro, Costa de Marfil, costas de la Pimienta y el reino de Benín, en la desembocadura del Níger y Camerún, descubiertos todos ellos antes de que Colón llegase a Lisboa. Uno de los utópicos objetivos lusos era atacar a los musulmanes por la retaguardia. Estos viajes parecen menos importantes que los de Colón, pero lo cierto es que lo fueron, pero quedaron eclipsados por el “astro de la mar océana”.
Se contaban muchas historias curiosas en el extranjero por aquellos años acerca de navegar hacia el oeste para encontrar más islas atlánticas. Los portugueses enviaron aproximadamente una docena de expediciones marítimas hacia el oeste entre 1430 y 1490. Quizá algunos marineros habían escuchado hablar de las aventuras vikingas en Vindland. De hecho el último noruego en Groenlandia murió en el siglo XV.
Colón, una vez falleció su esposa, se embarcó en expediciones hacia el ecuador a lo largo de la costa africana. Se familiarizó con las carabelas, pequeñas embarcaciones con vela latina que permitían navegar con viento en contra eficazmente. Además, Colón leyó mucho, tanto como navegaba. Examinó la obra de Estrabón, Séneca y Marco Polo, así como a Pierre d’Ally y su Imago Mundi, quien, al igual que el Papa Pío II, creía que, con vientos favorables, se podría llegar desde Europa hasta Asia. De ahí que Colón apuntara en su diario: “no hay que creer que el océano cubra la mitad de la tierra. Pero sobre todo atendió a alguna de las ediciones de Ptolomeo que se reimprimieron entre 1475 y 1477, en las que se incluían veintiséis mapas de Asia, África y Europa. Tocanelli (bajo cuya tutela estuvo Leonardo da Vinci y Americo Vespucio), con quien se carteó durante tiempo, animó a Colón a intentarlo pues “el viaje que deseáis emprender no es tan difícil como se piensa”. Hasta aquí la determinación de Colón a lanzarse a un plan, siguiendo, sobre todo, a Pierre d’Ally y Toscanelli, tiene su fundamento. Otros, incluso, argumentan que un “piloto desconocido” confesó la existencia probada de las “Américas” a Colón en su lecho de muerte , cosa nunca comprobada.
Primero se presentó ante la corte del rey Juan de Portugal, quien convocó a una Comisión de expertos matemáticos para analizar la cuestión. Se decidió que Japón estaba mucho más lejos de lo que Colón y Toscanelli pensaban, y estaban en lo cierto. El aprovisionamiento de alimento y agua no sería posible y menos la disciplina de la tripulación en un viaje tan largo.
Después probó en España, que aún no había visitado. Era consciente del importante enclave de las “Islas afortunadas” o “Islas canarias”. Eran visitadas desde el siglo XIV, pero especialmente desde que Béthencourt estableciese una especie de principado en Lanzarote, allá por 1404. Don Enrique el Navegante las ambicionaba, pero el tratado de Alcáçovas de 1479 cerró la polémica: Canarias para Castilla y Azores, Madeira y el monopolio del comercio con el resto de África para Portugal. A la altura de 1491 sólo Tenerife seguía en manos indígenas, cuyo origen se desconoce, acaso bereber, por la cercanía de la costa africana. Ahora que, como no habían tenido contacto con el islam se los consideraba menos conflictivos que los musulmanes, quienes solían permanecer fieles a su religión.
Colón llegó a Huelva en la segunda mitad de 1485. Se alojó en la Rábida, escuela marítima y monasterio franciscano. Allí aprendió mucho de los estudiosos del mar. Pronto Pérez, antiguo confesor de la reina, le urgió a concertar una cita con la Corte Real. Así, partió hacia Sevilla y luego a Córdoba, donde estaba la corte. Allí tuvo un hijo, ilegítimo, llamado Fernando, con Beatriz Enríquez de Arana, hija del poderoso Rodrigo Hernández de Arana. Contó con el apoyo de Quintanilla, Cabrera, Talavera y Mendoza, quien finalmente le concertó una cita con la reina en Alcalá de Henares. Mendoza aconsejó a la reina que lo atendiese y lo ayudara con algunas naves, pues podían costar poco y aportar grandes beneficios si salía bien su empresa. Parece ser que Fernando no estaba muy convencido de sus opciones y, además, Colón, desde el principio fue exigente, queriendo ser “almirante del océano, virrey y gobernador”, lo que implicaba ascender por méritos ni siquiera conseguidos en una escala bastante hermética. A esto se le suman las palabras de Las Casas: “porque esto es regla general, que cuando los reyes tienen guerra [la de Granada] poco entienden ni quieren entender en otras cosas”.
Se nombró una comisión, como en Portugal, para estudiar el caso a propuesta de los monjes de la Rábida en Huelva, cuyo presidente sería el confesor Tavera. Los reveses de la guerra retrasaron la resolución, pero en ese tiempo hizo amistad con los muy influyentes Gutierre de Cárdenas, muy cercano al rey, y Diego de Deza, tutor del príncipe Juan en Salamanca. En 1487, la comisión resolvió diciendo que no podía ser verdad su propuesta de viajar a China por Occidente. Con esto, y esperando una futura reconsideración, Colón volvió a Portugal. Justo en ese instante el rey Juan estaba financiando una expedición en la que partió Bartolomeo Colón, su hermano, y Bartolomeu Díaz, con el fin de voltear el extremo sur de África, que, al regreso, sería llamado de “Buena Esperanza”. Desde ese momento Portugal dejó de tener interés en el camino por occidente. Colón envió a su hermano a la embajada inglesa, en un nuevo intento de negociaciones, pero fue capturado. Lo intentó también con el Duque de Medina-Sidonia, pero tampoco.
Los años siguientes son un misterio. Colón recibió alojamiento y alimento de los Reyes catolicos. porque elaboraba trabajos afines a sus intereses, pero desconocemos cuáles. Al final habló con la reina, a solas, en el castillo de Jaén, porque Fernando estaba en el campamento de Baza. Parece que salió feliz de aquel encuentro. Además, tuvo la suerte de conocer a don Luis de la Cerda, primer duque de Medinaceli, aspirante a heredar el trono de Aragón, nieto del “gran marqués de Santillana” y, por tanto, sobrino del cardenal Mendoza y primo del duque de Alba. Ante el sentido apoyo que estaba recabando Colón entre los grandes nobles, la reina pareció sentirse en la necesidad de atajar sus propuestas antes de que lo hiciera cualquier poderoso pues “tal empresa como aquella [conseguir territorios independientes para sí mismo en las Indias o en alguna otra parte] no era sino para reyes”. Otra vez los acontecimientos no le favorecieron, regresó a Córdoba, se despidió de Beatriz y su hijo y volvió a la Rábida antes de partir hacia Francia para recabar apoyos por segunda vez; pero Juan Pérez, en último término, advirtió a la reina de que si no atendían pronto a Colón ya sería demasiado tarde cuando quisieran. Entonces le pagó 20.000 maravedís para que se comprase ropa y compareciese ante la corte en Granada. Allí se enfrentó de nuevo a una comisión sumarísima, pero no obtuvo ninguna respuesta, teniendo en cuenta sobre todo que Granada estaba a punto de ser rendida y la atención de los monarcas estaba aún en el Viejo Mundo. Allí permaneció Colón todo el otoño de 1491. En solo unos meses Granada caería en manos cristianas.
En noviembre de 1491 se debatió en Granada la posibilidad de rendirse ante los cristianos. Los mejores guerreros musulmanes habían muerto, y los que seguían con vida estaban debilitados por las heridas. La población no podía salir de la ciudad en busca de alimento ni tampoco para cultivar la tierra. Una rendición honorable parecía más conveniente que una brutal derrota militar. El Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba, que hablaba árabe negoció las capitulaciones y Hernando de Zafra, en calidad de secretario, fue el testigo. El 18-12-1491, las condiciones de la rendición fueron ratificadas por ambas partes. Boabdil entregaría la Albaicín y la Alhambra, se respetaría la religión propia de los musulmanes y sus mezquitas, así como seguir practicando sus ritos. Si optaban por marchar a Berbería se les permitiría vender sus posesiones y llevar consigo el beneficio que pudiesen. Los que se quedasen no tendrían que vestir distinto y pagarían los mismos impuestos que los cristianos. Ningún musulmán sería obligado a convertirse al cristianismo contra su voluntad ni tendrían que devolver los bienes que obtuvieron durante la guerra.
Tras una pequeña sublevación, se decidió capitular la ciudad. El 1 de enero de 1492 Gutierre de Cárdenas, quien proclamó a Isabel reina en Segovia a los 18 años, fue escoltado a la Alhambra para aceptar la rendición de la última ciudad musulmana de Europa occidental. El 2 de enero, él y sus hombres tomaron los puntos fuertes de Granada y colocaron campanas en las mezquitas. Boabdil entregó las llaves de la ciudad a Fernando, este a Isabel, ella a su hijo Juan y el príncipe al conde de Tendilla, un Mendoza, nuevo gobernador cristiano de Granada, quien, junto a Hernando de Talavera, recién nombrado arzobispo de Granada, entró en la ciudad. El 6 de enero de 1492 lo hicieron solemnemente los monarcas, aunque siguieron viviendo en Santa Fe. Hernando de Talavera, descendiente de judíos y Hernando de Zafra se encargaron de la labor de incorporar Granada a Castilla. Por lo general fueron bastante tolerantes, enseñando con sencillez el catecismo a los nuevos cristianos. Entres doscientos y trescientos mil musulmanes, se unieron a los Reyes Catolicos
En las capitulaciones de Santa Fe Colón recibió una nueva negativa. Furioso se marchó a Córdoba con la decisión de pasarse pronto a Francia, pues había recibido noticias de que Inglaterra había iniciado movimientos en busca de la “isla del Brasil”. Los tesoreros de Castilla y Aragón, se dice, intervinieron para cambiar la opinión de los monarcas, argumentando que “el riesgo que corrían era pequeño en comparación con la gloria que podía aportarle aquella oportunidad; y, además, Colón era un hombre sabio y prudente y de excelente inteligencia”. Finalmente, cuando Colón ya marchaba de nuevo, de mano de un secretario que debía llevar argumentos contundentes, recibió la orden de regresar a Santa Fe. Allí, el tesorero aragonés, Santángel y luego los monarcas, recibieron a Colón y se redactaron unos documentos que encomendaban a Colón hacer los descubrimientos que siempre había deseado. El 17 de abril de 1492 se comprometieron a apoyar la expedición de colón, aceptando sus extraordinarias condiciones (es posible que estas ya vinieran apoyadas por una carta que redactó fray Juan Pérez desde la Rábida de Huelva). En él se contemplaban cinco puntos, que en síntesis decían lo siguiente: Colón sería almirante de las dichas mares oceanas y de todas aquellas islas e tierra firmes que ha descubierto, título equivalente al almirante de Castilla. También sería nombrado virrey y gobernador general de todas las islas y territorios que descubriese en el futuro. Todos ellos serían títulos hereditarios. Sería nombrado “don”, que designaba por entonces a los hidalgos (rango que le reportaría beneficios como el no pagar impuestos). También tendría derecho a 1/10 parte de todas las riquezas que encontrase.
En proporción a los gastos de la boda de los infantes con los príncipes ingleses o el ingreso anual del duque de Medinaceli (4 millones de maravedís) la empresa de Colón no fue excesivamente costosa, solamente 2 millones de maravedís. ¿Cómo se recaudaron? Santángel, tesorero de Aragón y de la Santa hermandad, así como judío converso, y Pinelo, homólogo castellano y genovés, mediante la venta de indulgencias en la provincia de Extremadura, consiguieron la mitad. El resto lo reunió el propio Colón, prestado en parte por un amigo suyo florentino, Juanotto Berardi representante menor de la casa de los Medici en Sevilla. Asimismo, el duque de Medinaceli aportó cierta cantidad.
Las intenciones de unos y otros no están claras del todo. Colón quería conquistar Japón, China y otras tierras adelantadas para la corona española. Los Reyes Catolicos. sabían que comenzarían a perder dinero en adelante, pues ya no recibirían tributo de los musulmanes y, en parte, esta pudo ser una gran motivación para que apoyasen la iniciativa del almirante. Es muy probable que los decretos de expulsión o conversión de los judíos (31-3-1492, publicados el 29-4-1492) y las rendiciones firmadas con Colón (17-4-1492) tengan más relación de lo que pensamos. Probablemente ambos acontecimientos fueran extremos de una misma cuerda, metáfora que alimentó, hasta cierto punto, un verdadero sentido de destino histórico.
En el contexto de las Cortes de Toledo y la creación de la Inquisición en 1480, Torquemada escribió ese decreto. Se quería terminar con el judaísmo, no con los judíos, no debemos pensar en una persecución racial, sino religiosa. Ambos monarcas confiaban en que se convirtiesen al cristianismo. Paralelamente al nombramiento del judío converso, Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, Francisco Jiménez de Cisneros fue nombrado confesor de la reina. Cisneros provenía de familia humilde. Nació en 1432, estudió en la Universidad de Salamanca y vivió en Roma, fue también arcipreste de Uceda y trabajó, después, bajo las órdenes del cardenal Mendoza, que lo tenía en alta consideración. Pronto ingresó en San Juan de los Reyes con los franciscanos y, después, los observantes. Una vez en el cargo de confesor, fundó la universidad “Complutense” de Alcalá de Henares y participó en el decreto de expulsión escrito por Torquemada. Isaac Abravanel, Abraham Señor y Meir Mehamed, todos ellos importantísimas personalidades en el mundo de la administración y la fiscalidad castellana, rogaron al rey que revocase el decreto, a cambio de 112 millones de maravedís o 300.000 ducados, 50 veces más que el presupuesto para la expedición de Colón, pero, aunque se vio tentado, aceptó la decisión tomada conjuntamente con la reina. Dos se convirtieron, pero Abravanel marchó a Nápoles y luego a Venecia, donde falleció.
Muchos judíos, rápidamente, decidieron vender sus posesiones y marchar a Portugal y Marruecos, lo que reportó pingües beneficios a los Reyes catolicos. Entre 150.000 y 200.000 Judios vivían en España y, por lo menos, 50.000 se habrían convertido. El resto se marchó. Fue una expulsión, un destierro deliberado, y no un holocausto.
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