El arte de comer fuera de casa (1120) Según la tradición europea, los primeros restaurantes surgieron en París a consecuencia de la Revolución francesa. Los cocineros de los nobles guillotinados los pusieron para tener trabajo. La tradición asiática objeta que fue en la ciudad china de Kaifeng en 1120. Con un millón de habitantes, era la capital del país. El burócrata Men Yuan-Lao escribe en su diario que en Kaifeng empezaron a surgir de pronto auténticos restaurantes: con menús, jefe de cocina, maître y camareros, y una exigente clientela, que se quejaba al menor fallo. "Y el maître despedía al cocinero culpable o, cuando menos, le dejaba ese día a medio sueldo", escribe Men Yuan-Lao.
Ambas teorías son compatibles: la europea se refiere a los primeros restaurantes de Europa; la asiática a los primeros del mundo. Y una cosa queda fuera de duda: Men Yuan-Lao es el primer crítico gastronómico del mundo. Antes no había restaurantes, sólo cocinas que daban lo que había ese día sin opción a queja o elogio.
El arte de echar la zancadilla (S. XIX) Es imposible averiguar quién echó la primera zancadilla, pero pienso que se puede decir con cierta certidumbre que la más escandalosa zancadilla comercial que se echó en la Europa moderna fue obra de ingleses, y sus víctimas fueron francesas. Se trata, concretamente, de la abolición de la esclavitud por iniciativa de Inglaterra a comienzos del siglo XIX.
Los ingleses tenían grandes plantaciones de té en Asia, trabajadas por indios que eran teóricamente libres y a quienes pagaban jornales de auténtica hambre; los franceses las tenían en el Caribe, trabajadas por esclavos negros. La diferencia entre la situación real de los jornaleros indios y los esclavos negros era prácticamente inexistente, pero los ingleses consiguieron hundir la industria francesa del té so pretexto de acabar con la esclavitud, y luego, so pretexto de proteger a los negros africanos de los comerciantes de esclavos, conquistaron y explotaron implacablemente casi toda la costa del África negra, desde el Gabón hasta el cabo de Buena Esperanza.
Esto se llama integridad y principios morales, dos cualidades que a los ingleses le han sido muy útiles desde que comenzaron a competir con nuestra hipocresía católica, o sea, a partir de la derrota de la Armada Invencible.
El descubrimiento del fondo del mar (S. XX) "La segunda América", llamó Jacques-Yves Cousteau al fondo del mar, "y todavía sin descubrir". Si Marco Polo descubrió el arte de viajar por tierra con los ojos abiertos, Cousteau nos ha enseñado a hacer lo mismo por el fondo del mar. Este marino francés puso de moda la exploración del vasto y profundo interior marino. Cousteau ha sacado a la superficie del mar restos de naufragios antiguos, pulpos gigantes y toda clase de fenómenos vivos e inanes que fueron maravilla de los marineros antiguos y son ahora deleite de la afición y la ciencia.
El legado de Cousteau ha sido revolucionario: el mar está para explorarlo inteligentemente, no para contaminarlo o destruirlo, como Cousteau mismo dijo en una de sus conferencias: "Porque no sabemos si llegará el momento en que tenga que servirnos de morada, de modo que el ser humano, cuyo primer antepasado fue un pez, quizá acabe volviendo a vivir bajo el mar".
"Qué lástima", dijo en otra ocasión, "que la naturaleza no involucione, porque quizás nos conviniera a los hombres retrasar el reloj de la evolución hasta volver a tener agallas, prescindiendo de los pulmones. Nos iría mucho mejor".
Las primeras librerías de viejo (S. I) En uno de sus epigramas, el poeta latino Marco Valerio Marcial se jacta de que sus libros se agotan tan rápidamente que a veces sólo se encuentran en las librerías de viejo. Roma antigua estaba llena de pequeñas librerías de viejo: tenderetes o carritos tirados a mano la mayor parte de ellas, y es fácil imaginarse cómo serían esos libros de segunda mano: rollos de papel fuerte sucio, porque las manos que los que los habían tocado se lavaban poco, y escritos por esclavos calígrafos con tinta que se había corrido a fuerza de manoseo.
En las bibliotecas particulares romanas no había libros de segunda mano más que en casos muy especiales: que su dueño anterior hubiera sido muy famoso, por ejemplo, o que estuviese firmado o dedicado a él por el autor. En general, la gente rica tenía esclavos calígrafos que iban a copiarlos a las bibliotecas públicas si no los había nuevos en las librerías.
Se trata, pues, de un tipo distinto de bibliofilia. Hay noticia de que un bibliófilo gaditano compró a Tito Livio por un precio muy alto todas las notas que éste había tomado para componer su historia de Roma, y de un bibliófilo romano que pagó una fortuna por una Eneida que había sido del emperador Nerón.
La cruz con el agua al cuello. En la prehistoria, la cruz de madera se usaba, al parecer, para hincarla en el fondo del río, de modo que, cuando el agua creciese hasta llegar a la altura de los brazos, había peligro de inundación y la tribu ribereña tenía que coger sus bártulos y alejarse a toda prisa de la orilla. A ciertos condenados a muerte se les ataba al palo central, sujetándoles los brazos a los de la cruz para que el agua, al crecer, les fuese ahogando lentamente.
Es curioso que sea tan poco conocido el origen posible de la cruz, que es una de las formas más familiares de nuestra cultura. Los romanos tomaron la cruz de sus vecinos los etruscos, y en Roma sólo se crucificaba a esclavos y rebeldes foráneos, nunca a ciudadanos romanos. Gustavo Flaubert, no sé con qué autoridad, presenta en su novela Salammbô leones crucificados vivos por los cartagineses; de los cartagineses se sabe que tenían la costumbre de castigar con la cruz a sus generales derrotados.
Los romanos clavaban al crucificado por las muñecas, nunca por la palma de las manos, de modo que todas las visiones místicas de Jesucristo con las palmas horadadas han de ser forzosamente falsas, o tergiversaciones .
En su intento de evangelización de China, los jesuitas trataron al principio de evitar toda mención de la cruz, pues allí era un suplicio infamante que habría repelido a posibles conversos; el Papa, sin embargo, les ordenó ir por toda China con la cruz por delante, y allá las consecuencias.
La invención de la lectura (S. IV). El primer occidental del que se sabe que leía mentalmente, esto es, sin pronunciar en voz alta lo que iba leyendo, fue San Ambrosio, obispo de Milán en el siglo cuarto. Tanto sorprendía esto a la gente, acostumbrada a mover los labios para leer, que muchos se le quedaban mirando, y no faltó quien le sospechara víctimas de alguna treta con el diablo.
Esto de leer en voz alta duró mucho tiempo, al menos en Europa: los españoles de Francisco Pizarro asombraban a los incas porque para leer se ponían firmes, se enfrentaban agresivamente con la hoja de papel y leían marcando bien las sílabas con los labios. Los incas, que no tenían palabras para "leer" o "lectura", o para "papel", expresaban ese acto diciendo que los españoles "hablaban con sábanas".
Entre la gente culta, sin embargo, la tendencia a leer mentalmente fue en imparable aumento, siglo tras siglo, y ya estaba firmemente arraigada en la edad media. Es el lector infrecuente el que, de manera instintiva, tiende a apoyar la lectura con el acto físico de mover los labios, y hasta de susurrar o murmurar lo que lee. Menos mal que ya nadie le acusa de ser víctima o cómplice del diablo cuando hace esto. El diablo, dicen los entendidos, está ahora demasiado ocupado intentando suprimir la lectura, porque no hay mejor caldo de cultivo para él que el analfabetismo.
La invención de la no violencia (S. XX) "La llama de la no violencia seguirá ardiendo incluso cuando esté rodeada por el ciclón conjunto de toda la violencia de que es capaz el mundo", dijo Gandhi cuando explicaba a un grupo de dirigentes ingleses su famosa política de satyagraha, o de no violencia, con la que les desconcertó de tal forma que acabaron marchando de la India en 1947. Claro es que hubo otros estímulos: por ejemplo, la segunda guerra mundial, que les dejó medio en ruinas y exhaustos frente a una masa de millones de indios cada vez más díscolos.
El satyagraha consistía en no cooperar con el ocupante: "Si un inglés os da una orden, no la obedezcáis; si quiere venderos algo, no se lo compréis; si os lo quiere comprar, no se lo vendáis. No le ayudéis más que si está enfermo o herido. Y nunca jamás riñáis con él ni faltéis a los buenos modales al negaros a complacerle".
En Haití se usó después contra un dictador indígena, que acabó marchandose, Y en el momento de mayor tensión entre el presidente De Gaulle y el ejército francés, rebelde por la cuestión de Argelia, el ex primer ministro francés Mendes-France proclamó la no violencia como respuesta contra un posible gobierno militar: "¿Qué van a hacer los militares si nadie les obedece?", proclamó por la radio. Y no falta quien afirme que la amenaza, recogida por un pueblo políticamente maduro como el francés, tuvo efecto disuasorio en los generales inquietos, dispuestos a traicionar a la república, pero no a quedar en ridículo.
¿Quién inventó los campos de concentración? Los orígenes son de lo más dudoso, porque, mientras no se demuestre lo contrario, todo lo inventaron los hombres del paleolítico, aunque sus medios tecnológicos no estuviesen a la altura de su inspiración.
Los campos de concentración, por ejemplo: los ingleses acusaban a los nazis de ser ellos los inventores: Auschwitz, Buchenwald, etc; y los nazis contracusan a los ingleses: "¡Mentira, fuisteis vosotros, que los instalásteis por primera vez en Suráfrica a principios de siglo, cuando la guerra anglo-bóer!".
Ni uno ni otro tenían razón: los primeros campos de concentración de los que tenemos datos documentales, como tantísimas otras cosas, son romanos.
Se instalaban al final de cada guerra, para albergar, apretujados, a los prisioneros bárbaros, a fin de que los comerciantes de esclavos al por mayor fueran a examinarlos e hicieran ofertas en firme y por centenares: a tanto el ciento de mocetones sanos y fuertes. Grandes extensiones de terreno acotado por empalizadas, conteniendo a duras penas miles de seres humanos sucios, malolientes, barbudos y desesperados, que estaban a la venta a tanto el ciento, como los huevos.
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