1759: Carlos III - El rey albañil
De Carlos III se murmuró que no era hijo de Felipe V, sino del cardenal Alberoni. En tal caso, debió heredar el buen juicio del prelado
porque, prosiguiendo la política de su antecesor, fue un rey prudente y buen administrador de su casa, y supo escoger sabiamente a sus colaboradores.
En lo físico, Carlos III se mantuvo tan invariable que su
sastre no tuvo que alterar las medidas de sus casacas en más de treinta años.
Sus retratos ofrecen siempre la misma imagen: francamente feo, ojos ahuevados,
enorme nariz borbónica, estatura media, delgado, algo cargado de espaldas y muy
moreno.
En realidad, tenía la piel blanca, pero el continuo
ejercicio de la caza lo mantenía pavonado en rostro y manos, el típico moreno
de albañil. (Y él lo era, o así lo llamaban cariñosamente, «el rey albañil»,
por los numerosos edificios con que hermoseó Madrid. También podrían haberlo
llamado el rey carpintero, o ebanista, que queda más fino, porque otra de sus
aficiones era tornear palos de sillas.) Aborrecía el lujo y la alharaca; era
puntual y constante; comía siempre lo mismo en la misma vajilla, con los mismos
cubiertos, como un burgués honrado, satisfecho de haber alcanzado un mediano
pasar.
No era Carlos III muy inteligente, pero tenía sentido común,
y si no elevó el país al rango de primera potencia, al menos consiguió destacar
en algo: su corte era la más aburrida de Europa. Por lo demás, era un buen
profesional.
Sin dejar de estar en su puesto, trataba con afable cordialidad a sus colaboradores, y toda su ambición residía en formar un buen equipo de gobierno (Floridablanca, Olavide, el conde de Aranda, Campomanes...) que impulsara al país y lo enmendara del retraso respecto a Europa, mientras él, con su infatigable escopeta, causaba estragos en la cabaña nacional.
Sin dejar de estar en su puesto, trataba con afable cordialidad a sus colaboradores, y toda su ambición residía en formar un buen equipo de gobierno (Floridablanca, Olavide, el conde de Aranda, Campomanes...) que impulsara al país y lo enmendara del retraso respecto a Europa, mientras él, con su infatigable escopeta, causaba estragos en la cabaña nacional.
Siempre estuvo Carlos muy sometido a sus padres. Su
correspondencia con ellos, cuando era rey de Nápoles, es interesantísima. En
una carta le preguntan si tomaba rapé (sucio hábito que hacía furor en las
cortes europeas), y él les responde que no lo gasta, pero que, si ellos lo
ordenan, lo tomará. Se dejó casar, siendo ya rey de Nápoles, con la princesa
María Amalia de Sajonia, que era espigada, blanca y rubia, pero nada bonita,
nariz excesiva, ojos chicos y saltones, voz chillona y agradable. Al principio,
la chica era un compendio de virtudes: amable, culta, lista, gran fumadora de
labores nacionales y buena administradora, pero con los años se fue volviendo
histérica y desequilibrada, en parte por inclinación de carácter y en parte por
la insoportable tensión en que vivía.
Es que todo el mundo andaba pendiente de que suministrara un
heredero a la corona, y ella, aunque estaba continuamente embarazada, sólo
paría hijas, muchas de las cuales se le morían a poco. Cuando finalmente parió
un hijo varón, el infante Felipe, resultó que salió epiléptico e imbécil, y el
rey tuvo que incapacitarlo.
El segundo hijo varón, que sería el rey Carlos IV, les salió
algo mejor, aunque con una cabecita tan Minúscula que desde pequeño lo hicieron
llevar peluca para disimularla. Y el cerebro, a lo que parece, era a la medida
de la cabecita.
Carlos y María Amalia fueron tan felices como cualquier
matrimonio burgués de moredados hábitos.
Cuando ella murió, después de veinte años de matrimonio en
los que casi nunca se separaron, el rey declaró: «Éste es el primer disgusto
que me da.»
Carlos III, gran escopetero, gastó toda su munición amorosa
en su juventud. Cuando enviudó, a los cuarenta y cinco años, las mujeres
dejaron de interesarle. Para compensar, intensificó su actividad cinegética con
tal denuedo que despobló de fauna mayor los montes cercanos a Madrid.
Hombre prudentísimo, sólo cometió un error en su vida, pero,
eso sí, garrafal: dictó la famosa Pragmática Sanción, que provocaría unas
cuantas guerras en el siglo XIX y que todavía colea de vez en cuando. La Pragmática es
simplemente una disposición de derecho civil (no ley sucesoria de la corona
como se cree) que privaba de la legítima a los hijos que se casaran sin
consentimiento de los padres.
Los secretos motivos de Carlos eran bastante ruines: excluir
a su hermano Luís de la línea de sucesión para castigarlo porque, ya
cincuentón, se había casado con una plebeya de dieciocho abriles, hermosa y
risueña, mirando sólo las carnes firmes, los pechos valentones y las buenas
hechuras de la moza, y no la alcurnia de la familia real.
Se trataba de una venganza típica del reprimido sexual que
era porque Carlos III, aunque ya hemos visto que se impuso voluntariamente el
celibato a los cuarenta y cinco años, continuaba recibiendo la llamada de la
carne, por más que él la reprimiera cazando hasta quedar extenuado y dando
paseos, descalzo, sobre las heladas losas del dormitorio.
El caso es que la Pragmática Sanción
fue revocada por el rey siguiente, Carlos IV, que rehabilitó a su tío, el infante
Luis y a los hijos de éste, otorgándoles el apellido Borbón y reconociéndolos
como miembros de la familia real. No lo hizo por su tío, sino por halagar a
Manuel Godoy, el amante de la reina, su esposa.
Es que Godoy se había casado con una hija del infante don
Luis. De este modo, todo quedaba en familia. Hizo más Carlos IV: además,
restableció la antigua ley sucesoria española, la llamada Ley de Partida, que
permitía reinar a las mujeres, una ley que Felipe V, el primer Borbón, había
sustituido en 1713 por la
Ley Sálica, que daba preferencia en el trono a las líneas
masculinas ante las femeninas.
Así, el Borbón se aseguraba de que la corona de España
recayera siempre en su casa. No obstante, el restablecimiento de la Ley de Partida por Carlos IV,
aunque reconocido por las Cortes, no fue promulgado. En la ley impresa en 1805
(Novísima recopilación) siguió figurando el auto de Felipe V.
Esta omisión costaría a España tres sangrientas guerras
carlistas a lo largo del siglo XIX.
Cuando Carlos III heredó la corona española, trajo de
Nápoles experiencia y ministros. Y por cierto, también la bandera española
actual (oficial desde 1843), la roja y amarilla, con la franja central el doble
de ancha. Hasta Carlos III, la bandera española había sido la de la Casa de Borbón, completamente
blanca, color nada sufrido, pero práctico, porque cualquier sábana servía. En
1785, Carlos adoptó la roja y amarilla para los navíos de guerra, que, hasta
entonces, se confundían fácilmente con las de los otros estados borbónicos,
España incluida, y ello le acarreaba disgustos.
Algunos extranjeros encuentran nuestra bandera un tanto
folclórica, quizá porque casi no se ve fuera de estancos y plazas de toros,
actualmente algo más con el fútbol. Se echa de ver que su primer uso fue
destacar para evitar que los enemigos naturales de los Borbones, que dominaban
el mar, estragaran la parca flota. Luego, se le añadió el escudo de armas real
con las lises borbónicas. La Primera República (1873) la mantuvo, aunque
cambiando en corona mural la real del escudo, pero la Segunda República
(1931) sustituyó la franja roja inferior por una morada y emparejó la anchura
de las tres franjas.
Como en su momento se dijo, escogieron el morado en memoria
de los comuneros que combatieron por las libertades del pueblo contra Carlos V
bajo el pendón morado, o eso creían ellos.
En realidad, los pendones comuneros eran la enseña medieval
castellana, es decir, rojo grana o carmesí. El morado que los republicanos
adoptaron por error era, en realidad, el color del pendón del conde-duque de
Olivares. No es que tenga mayor importancia.
Aparte del diseño de la bandera, Carlos III tuvo el acierto
de rodearse de ministros competentes que le hicieran el trabajo mientras él
cazaba ciervos y perdices.
Los ilustrados soñaban con un país autosuficiente y, sobre
todo, capaz de fabricar los productos manufacturados que las colonias
americanas demandaban. Se habían propuesto recuperar un mercado invadido por
los extranjeros y financiar con esas ganancias el desarrollo español. Contaban
a su favor con una notable recuperación demográfica, que se operó a lo largo
del siglo, así como un desarrollo paralelo de la agricultura.
La tendencia era al crecimiento económico. ¿Podríamos
equipararnos a las naciones más poderosas de Europa? ¿Podríamos recuperar
nuestro prestigio y nuestra potencia?
Para alcanzar aquella utopía, el gobierno se fijó dos
objetivos: orden y economía, nada de dispendios inútiles, y paciente
eliminación de los estorbos y antiguallas que atoraban las acequias del
progreso, especialmente los privilegios medievales de la devastadora Mesta, que
mantenía postrada la agricultura en extensas regiones. Había, también, que
aventar los encallecidos prejuicios hidalgos contra el trabajo manual.
Un real decreto declaró solemnemente que el trabajo manual
no deshonraba a nadie (1783).
Pero los medios no estuvieron a la altura de las
intenciones. Ya se sabe lo difícil que es redimir para el trabajo a un vago de
alcurnia. El mismo fracaso cosechó el gobierno cuando intentó hacer trabajar al
otro estamento gandul de la sociedad, a los mendigos.
Los ilustrados apoyaban la libre empresa, que la gente
pudiera enriquecerse sin trabas de clase o comerciales, porque de este modo el
Estado se enriquecería con ellos, y el beneficio de los particulares redundaría
en el procomún, una ideología liberal plenamente moderna. Querían, además,
producir una sociedad culta y libre de prejuicios, en la que cada cual viviera
en perfecta libertad de conciencia.
Pero las reformas sociales y económicas que proponían se
estrellaron contra la inercia de la sociedad española, con el sopar secular de
sus clases.
El famoso motín de Esquilache constituye el ejemplo más
notorio del fracaso de la
Ilustración, el primer intento de europeizar España. Este
Esquilache era un marqués siciliano que Carlos III trajo de Nápoles y había
nombrado ministro de Hacienda y Guerra. Esquilache concibió la idea de
europeizar y modernizar los usos del pueblo madrileño, el claro espejo
cortesano en el que se miraban las provincias.
Lo primero era terminar con ciertas entrañables costumbres
carpetovetónicas, como las crueles cencerradas que sufrían los viudos que se
aventuraban a unas segundas nupcias. A lo mejor esto parece motivo baladí, pero
lo cierto es que el temor a las cencerradas disuadía a muchos viudos de
reincidir en el casorio, sin contar la merma y el daño que se producía al malograrse
tanto posible matrimonio con su carga potencial de hijos, tan necesarios para
el incremento demográfico.
Por lo de las cencerradas pasó el pueblo mal que bien
(aunque no parece que pasara, puesto que se siguieron celebrando hasta nuestros
días en muchos lugarejos de la geografía hispana). Por donde no pasó fue por lo
del traje a la europea.
Los españoles gastaban grandes chambergos y amplias capas,
con las cuales se embozaban al salir a la calle. En el fondo, era una costumbre
higiénica, pues, debido a la reprobable y cochina costumbre de arrojar a la
calle basuras y desperdicios, la pestilencia de la vía pública era insufrible,
especialmente en los meses de calor.
Las mujeres, a falta de capa, tenían mantillas y tocas, con
las que también se tapaban el rostro, como vemos en Goya. Claro, con tanto
tapado y tapada parecía que siempre era carnaval y prácticamente no se le veía
la cara a nadie.
Esquilache, con su mejor voluntad, se propuso incorporar a
los españoles a la moda europea, que era la francesa de calzón corto y peluca
empolvada.
Para dar peso a sus argumentos señaló que bajo las amplias
capas de los embozados se disimulaban frecuentemente pistolas, dagas y otras
armas prohibidas. Es que en aquellos tiempos todavía bravos existía cierto
problema de orden público y menudeaban los desafíos, duelos y reyertas.
El caso es que, como nadie obedecía la nueva normativa,
Esquilache se puso farruco y decidió proceder manu militar¡, que por algo era
también ministro de la
Guerra. Cuadrillas de alguaciles reforzadas con sastres
patrullaron las calles de Madrid, deteniendo embozados y reformando su atuendo
en el acto: un corte al ruedo de la capa, para dejarla corta, tome usted el
sobrante que da para falda de mesa camilla, y tres tijeretazos y tres puntadas
al chambergo de ala ancha, que, en un santiamén, se transformaba en el tres
picos.
El pueblo andaba algo resabiado con Esquilache por sus
anteriores reformas y ya lo habían publicado de cabrón inventándole amores a la
marquesa, su señora, pero lo de los alguaciles capeadores fue demasiado. Los
majos más exaltados se echaron a la calle y fueron juntándose en cuadrillas
suficientes para resistir a la autoridad. Después de los primeros incidentes,
los ánimos se caldearon hasta que el asunto degeneró en franco motín, que
obligó al propio Carlos III a salir al balcón de palacio para prometer la
suspensión de las reformas.
La consecuencia política fue la destitución de Esquilache de
todos sus cargos y su destierro. Por una vez ganaba el pueblo, pero el precio
del pan, que era lo que verdaderamente afectaba a la gente menuda, no bajó.
No se ha demostrado que los instigadores del motín contra
Esquilache fueran los jesuitas.
Los ilustrados fundaron sociedades de amigos del país
destinado a catequizar a sus compatriotas sobre los beneficios de la libre
empresa y a divulgar las modernas técnicas agrícolas y artesanales. Estas
propuestas hallaron escaso eco. España ya era, irremediablemente, diferente. En
otros países, los ilustrados habían impulsado sus reformas apoyándose en una
activa e inquieta clase media.
En España, esa clase que debía suministrar los misioneros
del progreso no existía. El nuestro seguía siendo un país campesino, y bastante
atrasado, con un pueblo impermeable a toda idea renovadora. Además, había que
contar con el inmenso poder de la
Iglesia, gran enemiga de los cambios, y con la resistencia de
la nobleza, anclada en sus privilegios de clase.
El rústico cacique se cerró al progreso, adoctrinado por el
cura en pausadas tertulias de bizcocho y chocolate, en el cuarto de respeto,
con señoras de misa y comunión diaria enlutada y digna. La Iglesia tenía una fuerza
tremenda y no estaba por la labor de acatar ideas disolventes llegadas de
Francia, donde eran enarboladas por ateos y librepensadores de la calaña de
Voltaire y Rousseau. La revolución francesa, con su secuela de subversión
social y aniquilamiento de la aristocracia, vino a darles la razón desde su
punto de vista.
Ningún ministro ilustrado se atrevió a lidiar el inmenso
toro negro de la
Iglesia. Juntando mucho valor, a todo lo que llegaron fue a
expulsar a los jesuitas (una medida que ya habían tomado Francia y Portugal),
lo que, a la postre, no trajo consecuencia alguna porque la pluriforme y
adaptable Iglesia siguió obstaculizando el progreso.
La renovación económica no tuvo más suerte que la social.
Naturalmente, los ilustrados propusieron una reforma agraria que pusiera a
producir las grandes fincas mal cultivadas o dedicadas a dehesa ganadera en
Andalucía, Castilla y Extremadura. La idea era buena, pero no hubo gobierno que
se atreviera a ponerle el cascabel al gato.
La gran aristocracia y la Iglesia, propietarias de la tierra, eran todavía
dos escollos formidables contra los que ningún ministro quería hacer naufragar
su carrera política. La
Iglesia había acumulado un gigantesco patrimonio agrícola
procedente de donaciones pías inalienables (manos muertas), que estaba, como
casi todo lo demás, pésimamente administrado.
Quedaba la industria, el último cartucho. Pero la industria
no consiguió despegar de la mera producción artesana para mercados regionales o
poco más y preferentemente en la periferia (textiles en Cataluña, hierro en
Vasconia, pesca en Galicia y Andalucía) mientras que el centro de Castilla
permanecía comparativamente atrasado. Algo remedió la supresión del monopolio
del comercio americano, que había pasado de Sevilla a Cádiz, y la
liberalización de la economía colonial combinada con su reestructuración
administrativa.
Inmediatamente, los impuestos americanos se multiplicaron,
lo que alarmó a las oligarquías locales, que ganaban más cuando estaban peor
administradas. En ese clima de descontento, se fue preparando el terreno para
los movimientos independentistas que estaban a la vuelta de la esquina. Tampoco
encantó a los ingleses, que estaban acostumbrados a hacer grandes negocios en
América aprovechando la incompetencia comercial española.
Todo el buen juicio que asistió a Carlos III en la política
interior (otra cosa es que los logros correspondieran a los objetivos) se le
turbó en la exterior. Para empezar, se implicó en una alianza con Francia (el
tercer Pacto de Familia) dejándose arrastrar por su odio a Inglaterra.
Los Borbones no aprenden, pero tampoco olvidan, y a Carlos
III le seguía escociendo un humillante chantaje al que lo sometieron los
ingleses en 1742, cuando todavía era rey de Nápoles. Una escuadra inglesa
fondeada en la bahía lo obligó a jurar neutralidad en el conflicto austriaco
bajo amenaza de bombardear su capital. Por el Pacto de Familia, España se
implicó en la guerra de los Siete Años al lado de Francia y contra Inglaterra.
Como es natural perdimos la guerra y con ella volaron unas cuantas colonias
americanas (entre ellas Florida y el Misisipí), aunque, como compensación,
Francia nos traspasó la
Luisiana.
También ganamos experiencia porque, después de esta guerra,
Carlos III consiguió la sabiduría necesaria para acuñar aquella famosa máxima
de gobierno: «Con todos guerra y paz con Inglaterra.»
Otros se la atribuyen a su ministro Carvajal y Láncaster, y
otros, a Fernando VI. Tanto da.
Después, con singular miopía y nuevamente a remolque de
Francia, España apoyó la independencia de las colonias inglesas en América (los
Estados Unidos actuales) sin advertir el funesto ejemplo que daba a las suyas.
Éstas no tardarían en seguir el ejemplo de las inglesas. Un aspecto positivo
fue que recuperó de los ingleses Florida y la isla de Menoría, pero no
Gibraltar.
Carlos III hubiera sido relativamente feliz de no haberle
preocupado tanto las crecientes muestras de imbecilidad que le daba su hijo y
heredero. Por ejemplo, en una tertulia cortesana en la que se conversaba sobre
esposas adúlteras, el príncipe, futuro Carlos IV, dejó caer:
-Nosotros los reyes, en este caso, tenemos más suerte que el
común de los mortales.
-¿Por qué? -quiso saber su augusto y algo amoscado padre.
-Porque nuestras mujeres no pueden encontrar a ningún hombre
de categoría superior con quien engañarnos.
Carlos III se quedó pensativo y luego sacudió la cabeza y
murmuró con tristeza:
-¡Qué tonto eres, hijo mío, qué tonto!: ¡Las reinas también
pueden ser putas!
Éste era Carlos IV, un infeliz grandón y brutote, sonrosado
y regordete, quizá un pelín feminoide, de mínima cabeza, ojos vacunos y enorme
nariz borbónica. Hasta que sus obligaciones lo ataron al trono solía campar por
las cocheras y cocinas de palacio, donde se sentía más cómodo que en los
salones, y prefería departir en corrillos de criados y palafreneros antes que
en tertulias y consejos de ilustrados.
Carlos III falleció en Madrid el 14 de diciembre de 1788.
Sus restos reposan en la
Cripta Real del Monasterio de El Escorial.
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