En un sistema político basado en la sucesión hereditaria de los gobernantes, cualquier quiebra en la continuidad puede resultar desastrosa. La familia en el poder mantiene su autoridad en gran medida basándose en acuerdos con regiones, tribus, con minorías religiosas concretas y con otras familias elitistas que controlan el poder. Si este sistema de acuerdos se quiebra por falta de un heredero ---que en la mayoría de las sociedades tiene que ser un heredero varón--- los grupos que anteriormente proporcionaban apoyo comienzan a mostrarse inquietos y a buscar soluciones alternativas. Siempre puede darse la posibilidad, en tales circunstancias, de que alguien reclame sus derechos o se proclame como el verdadero y auténtico heredero varón y consiga algún apoyo político.
El príncipe Sebastián era el hijo de la infanta Juana de España, una dama cuya severa belleza, atestiguada por muchos diplomáticos, solo era comparable a su estricta religiosidad. En 1552 su padre, el emperador Carlos, acordó su matrimonio, cuando la infanta tenía diecisiete años, con el príncipe Juan Manuel de Portugal, que tenía quince.
Si hay un personaje que encarne nuestro siglo XIX, con todos sus vaivenes y extravagancias, enredos y bullangas, ese es Baldomero Espartero. Lo fue todo y al final se quedó en nada. Conde de Luchana, duque de la Victoria y Príncipe de Vergara. Mariscal de campo, regente y presidente del Gobierno.
Llegaron incluso a ofrecerle la corona de España. Se creyó un elegido, alguien a medio camino entre Napoleón y Federico el Grande en lo militar y una reedición manchega de Metternich en lo político.
Como tantos hombres que han pintado mucho en la historia, Espartero vino al mundo en el lugar más insospechado pero en el momento justo. Nació en 1793, en Granátula, un pueblecito del campo de Calatrava, en lo que hoy es la provincia de Ciudad Real. Su padre era un simple carretero, esto es, uno que se dedicaba a reparar las traqueteantes carretas de entonces. Este modesto oficio nunca le hizo rico, pero, como era ahorrador y ordenado, le dio para que el último de sus nueve hijos, Joaquín Baldomero, pudiese estudiar en Almagro.
Cuando apenas llevaba tres años en la universidad, los franceses invadieron España. Baldomero tenía sólo 16 años, y muchas ganas de dejarse la piel en el campo de batalla. Su primer episodio de armas, la batalla de Ocaña, fue un sonoro desastre, pero al menos salió con vida del brete. Viajó con los restos del maltrecho ejército español hasta Cádiz, la única ciudad que había quedado libre del dominio francés, y allí se inscribió en la academia de oficiales.
Tan pronto como pudo se incorporó a la guerra, pero ésta acabó antes de que el joven pudiese hacer méritos suficientes y tuvo que conformarse con perseguir a lo que quedaba del ejército napoleónico, ya en una desesperada huida de vuelta a Francia.
No tardaría en presentarse una nueva oportunidad para satisfacer su desmedida ambición. La América española, aprovechando el revoltijo causado por la contienda peninsular, se había declarado en rebeldía. Con objeto de devolver las ovejas al redil, el rey envió un ejército expedicionario compuesto por veteranos de la Guerra de la Independencia. Espartero, con sólo 22 años y el despacho de teniente aún caliente en la cartera, se alistó entusiasmado.
Llegó a América en 1815. Pasaría allí diez años. Muy al contrario de lo que se cree, la independencia de las colonias americanas no se ventiló en cuatro batallas y un desfile. Llevó una década larga de ofensivas, contraofensivas, asedios y mil escaramuzas. No faltaron, como en toda refriega en la que anden involucrados españoles, traiciones, cambios de bando y hasta de gobierno. Parece mentira que se pudiese sostener el esfuerzo militar en América con la que estaba cayendo en España.
A Espartero, sin embargo, una guerra tan prolongada le vino de perlas. Escaló por la jerarquía militar hasta llegar a brigadier de infantería. En 1824 el virrey La Serna le envió de vuelta a España para que informase a Fernando VII del estado de la campaña americana. Hecho esto, tomó el barco de vuelta, con tan mala suerte que, mientras navegaba hacia Perú, las armas españolas sucumbieron en Ayacucho y la guerra tocó a su fin. Espartero, ajeno a la derrota, fue apresado nada más poner el pie en el puerto peruano de Quilca, y casi termina en el paredón.
Liberado por Bolívar, regresó a España y fue destinado a Pamplona, se casó con una rica heredera de Logroño y, hasta la muerte de Fernando VII, pasó varios años de aquí para allá, de Barcelona a Palma de Mallorca, sumido en el aburrimiento más absoluto. Aprovechó el ínterin para hacerse un cierto nombre entre sus compañeros de armas, procurando, eso sí, que sus convicciones liberales pasasen lo más inadvertidas que fuera posible. Que el horno, en aquella última y ominosa década del reinado del Rey Bribón, no estaba para bollos.
La regencia de Maria Cristina de Borbón empezó con muy mal pie.
No llevaba ni una semana el cadáver de Fernando VII descansando en el panteón de El Escorial cuando el general Ladrón de Cegama salió a escondidas de su destino en Valladolid y proclamó rey, desde el pequeño pueblo riojano de Tricios, al hermano reaccionario del difunto, el infante Carlos María Isidro. El nuevo monarca lo sería por la gracia de Dios y de la derogada Ley Sálica, que impedía el acceso de las mujeres al trono.
Espartero, siempre atento al sonido de los cañones, pidió de inmediato el traslado al frente. El Gobierno accedió a su deseo poniéndole a las órdenes del general Fernández de Córdova. La guerra carlista, la primera –luego vendrían otras dos–, comenzaba de un modo un tanto desconcertante. Los rebeldes, acaudillados por Tomás de Zumalacárregui, un militar que se había significado en la Guerra de la Independencia y célebre por su denodado apoyo a la causa absolutista durante el reinado de Fernando VII, se hicieron fuertes en Navarra y las Vascongadas.
Poca resistencia podía ofrecer el ejército regular a la estrategia desplegada por Zumalacárregui, que, no tan casualmente, se parecía mucho a la que los guerrilleros españoles habían ofrecido a Napoleón. Conocedor del terreno abrupto y escarpado del País Vasco, se encaramó a las sierras vizcaínas y se granjeó fama de guerrero invencible.
No lo era, claro. Según bajó a las tierras bajas para tomar Bilbao, una bala perdida se lo llevó por delante, de la manera más tonta posible, mientras se encontraba en un tejado estudiando a ojo la manera de entrar en la ciudad.
La muerte de Zumalacárregui, las continuas divisiones y las cuchilladas y banderías internas condenaron a los carlistas a mantenerse a la defensiva. En esto de andar a la gresca, el Gobierno legítimo no les iba a la zaga. En 1836 medio país de sublevó contra el Ejecutivo conservador de Istúriz. Los sargentos, sí, los sargentos de la Guardia Real dieron un golpe de estado en La Granja. Querían que la regente se dejase de devaneos con el sector moderado del liberalismo y aceptase la Constitución de 1812.
A María Cristina, que a esas alturas lo único que le interesaba era vivir a fondo el amorío que mantenía con uno de sus escoltas, no le quedó mucha elección y aceptó.
Como consecuencia, el ejército del norte o cristino –tal como se llamaba entonces– fue encomendado a Espartero. El manchego, ágil en verlas venir, vislumbró en este cambio de tercio su gran oportunidad. No la desaprovechó. Reorganizó el ejército liberal y trató de inculcar en su tropa algo de disciplina. Los carlistas, entretanto, habían sitiado Bilbao de nuevo. Espartero no lo dudó un momento, sabía que ahí se lo jugaba todo. Se dirigió al norte con 14 batallones. En lugar de llegar a la ciudad desde Vitoria, como era de suponer, dio un rodeo y embarcó sus tropas en Castro Urdiales para llegar a Bilbao por la ría.
El estado de los soldados cristinos era lamentable. Privados de sostén popular en los caseríos y sin cobrar la paga porque en Madrid se había acabado el dinero, Espartero pagó a la tropa de su bolsillo y consiguió que los ingleses suministrasen calzado a sus soldados. Avanzó por ambas riberas, apoyado desde la ría por cañoneros de la Armada. En el puente de Luchana los carlistas frenaron la ofensiva y tuvo lugar la batalla más célebre de las tres carlistadas.
Metido en la tienda aquejado de una inoportuna cistitis, Espartero hubo de guardar cama durante los prolegómenos. Pero él, que había llegado hasta allí superando todas las dificultades, no se podía perder aquello. Conocedor de la importancia de aquel puente para romper el sitio, saltó de la cama y al frente de un batallón, espada en mano, se lanzó a su conquista. Los carlistas salieron en estampida y el ejército cristino, crecido por el arrojo de su general,tomó el puente en la Nochebuena de 1836. Al día siguiente los bilbaínos le recibieron entre aclamaciones.
Se había convertido en el general más importante de España y, lo que a él realmente le interesaba, en el más influyente.
La guerra siguió su curso durante tres años más. Después de Luchana, los carlistas podían prolongar el conflicto pero no ganarlo. Al año siguiente, el pretendiente Don Carlos armó en Estella un ejército y se dirigió al asalto de Madrid. Logró llegar hasta Vicálvaro, pero ahí se quedó la cosa. El ejército de Espartero, a quien había llamado la regente presa de la desesperación, acudió con presteza. En cuanto los carlistas supieron que el vencedor de Luchana iba a por ellos se replegaron, dejando a su jefe, Carlos María Isidro, sumido en la más completa impotencia.
El bando carlista estaba desmoralizado, y sus generales peleados. A mediados de verano de 1839 Rafael Maroto, el mejor general con que contaron los carlistas tras Zumalacárregui, se avino a negociar con el Gobierno, es decir, con Espartero: a esas alturas, era casi lo mismo. Llegaron a un acuerdo en Oñate por el cual se respetaba la vida y rango de los carlistas que depusiesen las armas, y unos días después ambos generales se fundieron en el abrazo más famoso de la historia de España, el de Vergara.
Rendido el ejército carlista del norte, sólo quedaba meter en vereda al de Levante, acaudillado por un catalán de armas tomar: Ramón Cabrera y Griñó, conocido como el Tigre del Maestrazgo, encastillado en la ciudad medieval de Morella. Espartero se dirigió a su encuentro y le hizo huir hacia Francia, donde cayó preso. Cabrera lo intentaría de nuevo años después, levantando un ejército rebelde en Cataluña.
Al final de su vida desistió de su empeño, reconoció a Alfonso XII como rey y murió en Inglaterra, donde llegó a hacerse muy rico.
Tras siete años de sangrienta guerra civil, España volvía a estar en paz. Los frutos de la misma fueron recogidos por el héroe a quien el pueblo atribuía la victoria. La regencia de María Cristina había sido un completo desastre. El país se encontraba devastado y en bancarrota, pero la reina era aún una niña de diez años incapaz de hacerse con la corona. María Cristina no quería seguir al frente de un Gobierno que aborrecía. Los españoles, además, no le tenían especial aprecio.
Las guerras carlistas costaron trescientos mil muertos, más o menos lo que la guerra civil de 1936, y no resolvieron nada; más bien aplazaron el problema del enfrentamiento entre liberales y conservadores hasta 1936. Lo que sí acarrearon fue otras consecuencias. Los militares se fueron engolosinando con el mando y con las sinecuras ministeriales y altos cargos. Dado que la tarta nacional no alcanzaba para todos, los descontentos se erigieron en oposición progresista.
Sucedió una época de inestable paz, en la que el país se recobró lentamente, aunque de vez en cuando se levantaba con el sobresalto de pronunciamientos de generales progresistas (pronunciamiento una palabra que hemos legado al vocabulario internacional, junto con siesta, guerrilla, desesperado y algunas otras, ninguna buena, salvo siesta). Entre los progresistas nació, en las principales ciudades, un partido democrático, de ideología revolucionaria, que aspiraba a destronar a Isabel.
En medio del torbellino de la política y la guerra de aquellos años, la reina gobernadora, doña María Cristina, vivió una singular historia de amor.
La reina no había sido feliz con el garañón taimado de su marido, pero, a las dos semanas de enviudar, el corazón le alivió los lutos poniéndole delante a un apuesto capitán de su escolta, Fernando Muñoz. Pasaron dos meses, y aunque se veían a diario y el capitán daba señales manifiestas de estar a su vez interesado en la reina, no se atrevía a declararle su amor.
Decidió ella tomar la iniciativa y durante un paseo por la finca segoviana de «Quitapesares» (nombre como anillo al dedo) se encaró con él y le soltó: -¿Me obligarás a decirte que estoy loca por ti, que sin tu amor no vivo...?
Los enamorados se casaron en secreto; un secreto a voces, pues tuvieron ocho hijos, y aunque los miriñaques que usaba la reina disimulaban algo sus preñeces, no bastaban para contener lo que ya era del dominio público. Cantaba el pueblo:
Clamaban los liberales que la reina no paría y ha parido más Muñoces que liberales había.
Doña Cristina, romántica enamorada,renunció a la regencia en cuanto pudo y, en adelante, llevó una vida burguesa lejos del boato cortesano y fue feliz con su capitán, ya ascendido a duque.
A lo que no renunció fue a practicar el tráfico de influencias aprovechando su alta posición en la corte. En su casa-palacio de Madrid, abrió una gestoría de enchufes, corruptelas y apaños, gracias a lo cual amasó una considerable fortuna, que invirtió juiciosamente en Cuba, donde llegó a ser la mayor hacendada de la isla y la mayor propietaria del cultivo de la rica caña caribeña.
Espartero se postuló como el recambio perfecto para concluir la regencia hasta que la reina Isabel llegase a la mayoría de edad. Algunos miembros de la facción progresista del partido liberal eran partidarios de que la regencia cayese en manos de un triunvirato, al estilo de la antigua Roma. Espartero no lo creía así, estaba persuadido íntimamente de que la Historia le había confiado un trascendente papel. O le daban todo el poder o nada. El respetado general doceañista había salido contestatario y mandón. La reina cedió, firmó el traspaso y en 1840 se largó al exilio con su Muñoz y su cortejo de niños.
Ya en el poder, convirtió su regencia de tres años en una dictadura de facto. Gobernó de espaldas a las Cortes, rodeado por una intrigante y corrupta camarilla que se repartía enchufes y sinecuras. Su estilo de gobierno autoritario le ganó la enemistad del resto de la clase política.
Al año siguiente O'Donnell se levantó en Pamplona y Diego de León intentó asaltar el Palacio Real. O'Donnell pudo huir; a Diego de León, el antiguo conmilitón de Espartero conocido como la Primera Lanza del Reino, le aguardó un pelotón de fusilamiento en la Puerta de Toledo.
En 1842 se sublevó Barcelona. Espartero, desplazado en persona hasta la Ciudad Condal, situó baterías en Montjuich y bombardeó sin piedad a la población civil. La innecesaria salvajada de Barcelona le terminaría costando el puesto.
El general Narváez aunó voluntades entre los descontentos y se pronunció contra el Gobierno de Espartero, a quien ya no le quedaba ningún aliado. Huyó a Cádiz y, desde allí, embarcó para Inglaterra.
La reina, una niña de 13 años, mientras todo esto sucedía, juraba la Constitución de un reino que se disputaban a cañonazos dos espadones.
Fue Isabel una niña algo corta de entendederas y de educación tan descuidada que era prácticamente analfabeta. En lo que resultó precoz fue en el sexo; en parte, porque había heredado el carácter ardiente y lujurioso de la familia y, en parte, porque la corrompieron sus propios tutores.
A los trece años, declararon su mayoría de edad y, a los dieciséis, la casaron con su primo Francisco de Asís,ocho años mayor que ella y descendiente también de Felipe V, el primer Borbón español. Francisco de Asís era un bisexual notorio, escorado a maricón y voyeur. ¿Qué puedo decir -se lamentaba Isabel- de un hombre que en nuestra noche de bodas llevaba más encajes que yo? El pueblo, con mordaz ingenio, lo apodó Pasta Flora y Doña Paquita.
En la desafortunada elección de tal marido para la ardiente Isabel se puede ver la esperanza secreta de la reina madre de que Isabel no tuviera hijos. Seguramente, quería que la corona recayera en su otra hija, la infanta Luisa Fernanda, que era su ojito derecho.
Creció Isabel, más a lo ancho que a lo alto, y se convirtió en una reinona gorda y fofa, castiza y chulapona, hipocondríaca y fecunda, que trasegaba fuentes de arroz con leche como el que come aceitunas. La reina era muy fogosa y tuvo decenas de amantes, uno de los cuales, Carlos Marfiori, llegó a ministro de Colonias, porque, según las gacetas, «le es muy necesario al rey y sobre todo a la reina».
Tuvo Isabel once hijos, de los cuales le vivieron seis. Los historiadores han echado cuentas y al parecer los que nacían muertos o morían lactantes eran los que engendraba de su primo y esposo. Los otros los tuvo con distintos amantes; el primero, una niña, del apuesto comandante José Ruiz de Arana, y el siguiente, un niño, el rey Alfonso XII, del bizarro capitán de ingenieros Enrique Puig Moltó. Más adelante, tuvo otras tres niñas de su agraciado secretario particular, don Miguel Tenorio de Castilla.
Desde el punto de vista dinástico no es mayor problema que Alfonso XII fuera hijo adulterino, pues, como se sabe, la ley española, fiel al código napoleónico, sostiene que todo hijo nacido dentro del matrimonio tiene por padre al marido.
Por cierto que, para que se vea el carácter llano y borbónico de la reina, al ginecólogo que auscultándola predijo que estaba embarazada de un varón (Alfonso XII) le concedió el título de marqués del Real Acierto.
Dos influencias predominantes hubo en la corte de los milagros, como se llamó despectivamente a la de Isabel II: el confesor de la reina, el padre Claret, un minúsculo y enjuto clérigo, atormentado a causa de la permisividad sexual de los nuevos tiempos, y sor Patrocinio de las Llagas, una monja histérica y falsaria, que había sido procesada por fingidora de milagros y que, aprovechando que la reina, simplona y entregada, era incapaz de negarle un favor, se convirtió en una pía agencia de empleo, que colocaba a sus recomendados en los mejores puestos de la administración pública (haciendo con ello desleal competencia a la reina madre).
El liberalismo en España no terminaba de cuajar. Difícilmente podía hacerlo en un país descapitalizado, con los peores políticos de Europa, sin apenas empresarios y en el que 7 de cada 10 personas eran analfabetas.
Narváez dio orden de vigilar a Espartero en el exilio y de que, si se le ocurría regresar a España, fuese fusilado "sin mediar más tiempo que el necesario para identificarlo". Como la política es antojadiza y oscilante como un péndulo, a los pocos años fue rehabilitado por el mismo Narváez y pudo volver.
Con motivo de la asonada de 1854, la reina le llamó para que se hiciese cargo del Gobierno, junto a O’Donnell.
El binomio no funcionó: O’Donnell desplazó a Espartero y éste, que no podía ver a quien, años antes, le había dado un golpe de estado, renunció al cargo y se retiró a su casa de Logroño. Antes de dejar Madrid visitó a la reina, y le dijo con vehemencia: "Cuando la revolución vuelva a llamar a las puertas de este Palacio, no vuelva Vuestra Majestad a acordarse de mi persona".
La revolución, la definitiva, llegó doce años después, y arrastró a la propia reina. Espartero, ya anciano, contempló descorazonado el triste final de una dinastía a la que había dedicado sus mejores años.
El general Prim, que se hallaba buscando un nuevo monarca que sustituyese para siempre a los denostados Borbones, ofreció la Corona de España al general manchego, que la rechazó arguyendo motivos de edad.
Amadeo de Saboya, el flamante príncipe italiano que había encontrado Prim para suceder a Isabel II, se acercó hasta Logroño para homenajear al retirado caudillo hispano. Le concedió el título de Príncipe de Vergara, un honor digno de reyes y del que en el pasado sólo había disfrutado Manuel Godoy, pero por otros motivos.
Al efímero reinado de Amadeo le sucedió la aún más efímera I República, cuyo primer presidente, Estanislao Figueras, lejos de ignorar a Espartero, le comunicó personalmente la llegada del nuevo régimen. El octogenario militar respondió solemne: "Cúmplase la voluntad popular". Pero la siempre tornadiza voluntad a la que Espartero hacía referencia hizo que, un año después, volvieran los Borbones, en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II.
El rey peregrinó hasta Logroño para rendir visita y obtener la bendición del que para entonces ya era un monumento nacional.
Tres años más tarde, semanas antes de cumplir los 87, Baldomero Espartero, el hijo de un humilde carretero que había llegado a príncipe, moría en Logroño admirado y respetado por todos. Fieles a la tradición nacional de deshacerse en desaforados elogios con los muertos, en Madrid le dedicaron una gran estatua ecuestre alineada con la Puerta de Alcalá y la Cibeles; en el pedestal hicieron grabar una encomiástica leyenda:
"A Espartero, el Pacificador. La Nación, agradecida".
No era para tanto. La nación, más que agradecida, lo que estaba era baldada tras el largo y doloroso parto que le había traído a la modernidad.
Espartero había asistido en lugar privilegiado al alumbramiento. Tuvo, eso sí, la suerte de poder contarlo.
Basado en un texto original de fernando diaz villanueva
A menudo se ha reseñado la tensión entre Barcelona y el Regente don Baldomero Espartero como un enfrentamiento elemental que culmina en el dramático bombardeo de la ciudad que aquél ordenó en diciembre de 1842. El recordado ahora bombardeo de Barcelona, no fue para aplastar una sublevación independentista.
Era una época convulsa en España con cambios de gobierno, sublevaciones, motines y refriegas políticas continuas.
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