El maquillaje El primer hombre maquillado debió de ser un general romano. Los generales romanos victoriosos a quienes el senado otorgaba el triunfo, es decir, el derecho a desfilar triunfalmente por toda Roma, solían maquillarse de rojo las mejillas para parecerse a Júpiter Olímpico. En el triunfo, los veteranos del general tenían bula para llamarle de todo: se sabe, por ejemplo, que los veteranos de Julio César le llamaron mariconazo en pleno triunfo, sin que César pudiese impedirlo o siquiera vengarse de ellos; y lo peor era que tenían razón, pues César acababa de acostarse nada menos que con el hijo del rey de Bitinia.
Menos mal que la homosexualidad en sí no era ningún oprobio social o penal para los romanos, siempre y cuando el aludido fuese bujarrón, es decir, sodomita activo o macho; en cambio, al bardaje, o paciente, el que se ponía debajo en el acto homosexual, se le despreciaba: lo honroso, para los antiguos romanos, era estar encima, ya fuese en política, o en la guerra, o en el amor. Las únicas personas que podían ponerse debajo de un hombre sin desdoro en la Roma antigua eran las mujeres. Sobre el maquillaje femenino se tienen datos mucho más antiguos. El de las egipcias, por ejemplo, era muy sofisticado, y se conoce bastante bien. Las momias de las grandes señoras egipcias están muy bien maquilladas. Y antes que ellas se maquillaban las asirias, y las caldeas, aunque no tan sofisticadamente.
Menos mal que la homosexualidad en sí no era ningún oprobio social o penal para los romanos, siempre y cuando el aludido fuese bujarrón, es decir, sodomita activo o macho; en cambio, al bardaje, o paciente, el que se ponía debajo en el acto homosexual, se le despreciaba: lo honroso, para los antiguos romanos, era estar encima, ya fuese en política, o en la guerra, o en el amor. Las únicas personas que podían ponerse debajo de un hombre sin desdoro en la Roma antigua eran las mujeres. Sobre el maquillaje femenino se tienen datos mucho más antiguos. El de las egipcias, por ejemplo, era muy sofisticado, y se conoce bastante bien. Las momias de las grandes señoras egipcias están muy bien maquilladas. Y antes que ellas se maquillaban las asirias, y las caldeas, aunque no tan sofisticadamente.
La reinvención del amor libre (S. XI-XIII) Entre los siglos XI y XIII los albigenses provenzales reinventaron el amor libre: la explosión poética y social de Provenza, situando a la mujer en la cúspide de la escala sentimental y social, y liberando al ser humano de cortapisas eclesiásticas, desató las iras de la curia romana, que atizó los deseos de los reyes de Francia de controlar toda Provenza. Así se desató la feroz cruzada contra los albigenses, cuya arrogancia erótica ponía en peligro el derecho de Roma a controlar nacimientos, bodas y muertes y cobrar diezmos y primicias por casi todo. Provenza fue conquistada, los albigenses exterminados, y el dinero provenzal volvió a afluir al tesoro vaticano como si no hubiese pasado nada.
Tal fue la ferocidad con que el clero romano llevó a cabo esa cruzada que, cuando un jefe militar francés preguntó al obispo que le acompañaba cómo sabría a quién matar y a quién dejar vivo cuando conquistase una ciudad, el obispo le contestó: "Tú les matas a todos, que ya se encargará Dios de hacer la selección".
El amor libre es tan antiguo como nuestra especie, y lo mismo, más o menos, cabe decir de la mayor parte de las especies mamíferas conocidas. Hay culturas pudibundas, como la romana, y culturas descaradas, como la etrusca. A los romanos les escandalizaba mucho que el portero de la casa etrusca respondiera al puritano visitante romano: "Los señores no le pueden recibir, porque en este momento están follando".
Tal fue la ferocidad con que el clero romano llevó a cabo esa cruzada que, cuando un jefe militar francés preguntó al obispo que le acompañaba cómo sabría a quién matar y a quién dejar vivo cuando conquistase una ciudad, el obispo le contestó: "Tú les matas a todos, que ya se encargará Dios de hacer la selección".
El amor libre es tan antiguo como nuestra especie, y lo mismo, más o menos, cabe decir de la mayor parte de las especies mamíferas conocidas. Hay culturas pudibundas, como la romana, y culturas descaradas, como la etrusca. A los romanos les escandalizaba mucho que el portero de la casa etrusca respondiera al puritano visitante romano: "Los señores no le pueden recibir, porque en este momento están follando".
La involución La naturaleza no conoce la involución; la mente humana, sí; he aquí un ejemplo: los antiguos egipcios tenían un alfabeto consonántico perfectamente formado, como los fenicios y otros pueblos de su entorno, y renunciaron a él, volviendo, retrógradamente, al jeroglífico, que siguió siendo su medio de expresión escrita durante milenios. Es raro abandonar lo superior, más claro, completo y expresivo, por lo inferior, pues el jeroglífico es torpe cuando se trata de hilvanar frases complejas. Racionalmente sólo se entiende esto si el objetivo de la clase letrada egipcia (sacerdotes y administrativos) era mantener el prestigio esotérico y hierático de la escritura ante la masa popular. Éste es un claro caso de involución cultural.
En Sudamérica ocurrieron también cosas raras por lo que a escritura se refiere: los aztecas tenían ya un alfabeto silábico al llegar los españoles a México, y estaban al borde de dar el salto de la sílaba al sonido monoliteral. Sabemos que la comunicación entre aztecas e incas existía, porque cuando Pizarro llegó a Perú ya los incas habían oído hablar de la llegada de Cortés a México. La cuestión, por consiguiente, es: ¿cómo es posible que no tuviesen también noticia del brillante alfabeto azteca, y siguieran desconociendo por completo, en apariencia al menos, el arte de escribir? La conclusión ha de ser que tenían esa noticia, pero no les interesaba. Estas curiosidades de la mente humana ante el progreso debieran ser lo suficientemente intrigantes para despertar el interés de los investigadores.
En Sudamérica ocurrieron también cosas raras por lo que a escritura se refiere: los aztecas tenían ya un alfabeto silábico al llegar los españoles a México, y estaban al borde de dar el salto de la sílaba al sonido monoliteral. Sabemos que la comunicación entre aztecas e incas existía, porque cuando Pizarro llegó a Perú ya los incas habían oído hablar de la llegada de Cortés a México. La cuestión, por consiguiente, es: ¿cómo es posible que no tuviesen también noticia del brillante alfabeto azteca, y siguieran desconociendo por completo, en apariencia al menos, el arte de escribir? La conclusión ha de ser que tenían esa noticia, pero no les interesaba. Estas curiosidades de la mente humana ante el progreso debieran ser lo suficientemente intrigantes para despertar el interés de los investigadores.
El papel higiénico de Catalina II la Grande (S. XVIII) Esta emperatriz, Catalina de todas las Rusias, o, mejor dicho, de casi todas, porque sus sucesores conquistaron unas cuantas rusias más, tenía en su palacio de San Petersburgo un retrete muy especial: mucho mármol, mucha madera preciosa, hasta apliques de oro parece ser que había allí; solamente ella lo usaba, y, a veces, algún invitado de mucha confianza o importancia.
Debajo de la taza del retrete había un sotanillo más bien amplio, donde el excremento se recogía en un depósito que al final desaguaba por una tubería subterránea. Había también un cosaco grandote y bigotudo, armado con una escobilla, el cual se encargaba de frotar bien el trasero a todos aquellos que se sentaban en el citado retrete, dejándoselo como una patena. Las fuentes consultadas no añaden si el cosaco tenía varias escobillas: cuando menos, una por trasero, o sólo una para todos, aunque, conociendo a la emperatriz, es de suponer que sería lo primero.
Sea ello lo que fuere, éste es el primer caso documentado del uso de algo semejante al papel higiénico.
El escritor francés del siglo XVI, François Rabelais, famoso por su vasta cultura clásica y también por su gran conocimiento de las tradiciones populares, recomienda algo más suave que la escobilla: unas hojas de col frescas. Dice -y él sabría por qué- que son las más idóneas, por suaves y cosquilleantes.
Debajo de la taza del retrete había un sotanillo más bien amplio, donde el excremento se recogía en un depósito que al final desaguaba por una tubería subterránea. Había también un cosaco grandote y bigotudo, armado con una escobilla, el cual se encargaba de frotar bien el trasero a todos aquellos que se sentaban en el citado retrete, dejándoselo como una patena. Las fuentes consultadas no añaden si el cosaco tenía varias escobillas: cuando menos, una por trasero, o sólo una para todos, aunque, conociendo a la emperatriz, es de suponer que sería lo primero.
Sea ello lo que fuere, éste es el primer caso documentado del uso de algo semejante al papel higiénico.
El escritor francés del siglo XVI, François Rabelais, famoso por su vasta cultura clásica y también por su gran conocimiento de las tradiciones populares, recomienda algo más suave que la escobilla: unas hojas de col frescas. Dice -y él sabría por qué- que son las más idóneas, por suaves y cosquilleantes.
La primera novela (S. XVI) Si damos a esa palabra el sentido de narración larga y articulada, es, cronológicamente, El relato de Genji, de Murasaki Shikibu, que vivía en la corte japonesa en Kioto hacia 1080 y era el centro de una brillante tertulia de señoras intelectuales e intrigantes que competían entre sí como autoras de poemas y relatos. Esta novela -cuyo protagonista es un príncipe resplandeciente-, tiene centenares de personajes e incidentes profunda y sutilmente observados y narrados, y parece muy idealizadamente realista al lector actual. Pero, en cierto modo, inició el segundo milenio de nuestra era con un género literario que carecía hasta entonces de piezas de tal longitud, profundidad y elevación. Ahora bien, si por novela entendemos "narración viva y realista", debemos esperar cinco siglos a que un valenciano, Joanot Martorell, escriba Tirant lo Blanc, dando pie a Miguel de Cervantes a rematar esta proeza con su Don Quijote de la Mancha.
En Tirant lo Blanc, si quitamos las interpolaciones maravillosas, pocas y sin importancia, añadidas por Joan de Galba al manuscrito dejado sin acabar por Martorell, tenemos, en términos estrictos, la primera novela realista moderna; es posible que El relato de Genji tenga más valor poético, y más sutileza de observación, pero su ambiente y su trama no son estrictamente reales, y, en esa medida, no cabe decir que estén vivos, aunque en su tiempo, el libro fuese vivo y real en el sentido en que lo son la vida espiritual para el místico y los sueños del opio en la mente del fumador.
En Tirant lo Blanc, si quitamos las interpolaciones maravillosas, pocas y sin importancia, añadidas por Joan de Galba al manuscrito dejado sin acabar por Martorell, tenemos, en términos estrictos, la primera novela realista moderna; es posible que El relato de Genji tenga más valor poético, y más sutileza de observación, pero su ambiente y su trama no son estrictamente reales, y, en esa medida, no cabe decir que estén vivos, aunque en su tiempo, el libro fuese vivo y real en el sentido en que lo son la vida espiritual para el místico y los sueños del opio en la mente del fumador.
La "claque" de Richelieu (S. XVII) El prelado y estadista francés, Armand Jean du Plessis, más conocido como el cardenal Richelieu, era el amo de Francia. Como favorito del rey Luis XIII, nadie más que el rey podía darle órdenes en el país.
Así y todo, había una cosa que podía más que él: por mucho que se empeñaba, nadie iba al teatro a contemplar sus tragedias en verso. Los actores declamaban ante un teatro vacío, y el cardenal Richelieu, amo de Francia, per, no del público teatral francés, se reconcomía por su falta de éxito.
Hasta que, como por arte de birlibirloque, los teatros comenzaron a llenarse para ver las tragedias del todopoderoso cardenal, y nadie se lo explicaba. Sin embargo, alguien dio con la clave del repentino triunfo: el cardenal, dueño de Francia, mandaba todos los días al teatro un regimiento distinto del ejército francés, eso sí, todos vestidos de paisano, naturalmente.
Los soldados aplaudían a rabiar, porque ese día se les había prometido soldada doble. Y las tragedias del cardenal comenzaron a ser las más concurridas y populares del teatro francés de su tiempo. Estaban en cartel tantos días como regimientos tenía el ejército francés: infantería, caballería, Artilleria, de todo. Hale, a aplaudir se ha dicho, que la soldada doble la paga el contribuyente.
Y ésta, que yo sepa, es la primera vez que aparece la claque en la historia de Europa.
Así y todo, había una cosa que podía más que él: por mucho que se empeñaba, nadie iba al teatro a contemplar sus tragedias en verso. Los actores declamaban ante un teatro vacío, y el cardenal Richelieu, amo de Francia, per, no del público teatral francés, se reconcomía por su falta de éxito.
Hasta que, como por arte de birlibirloque, los teatros comenzaron a llenarse para ver las tragedias del todopoderoso cardenal, y nadie se lo explicaba. Sin embargo, alguien dio con la clave del repentino triunfo: el cardenal, dueño de Francia, mandaba todos los días al teatro un regimiento distinto del ejército francés, eso sí, todos vestidos de paisano, naturalmente.
Los soldados aplaudían a rabiar, porque ese día se les había prometido soldada doble. Y las tragedias del cardenal comenzaron a ser las más concurridas y populares del teatro francés de su tiempo. Estaban en cartel tantos días como regimientos tenía el ejército francés: infantería, caballería, Artilleria, de todo. Hale, a aplaudir se ha dicho, que la soldada doble la paga el contribuyente.
Y ésta, que yo sepa, es la primera vez que aparece la claque en la historia de Europa.
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