1793 -1879 : Baldomero Espartero

Si hay un personaje que encarne nuestro siglo XIX, con todos sus vaivenes y extravagancias, enredos y bullangas, ese es Baldomero Espartero. Lo fue todo y al final se quedó en nada. Conde de Luchana, duque de la Victoria y PrĆ­ncipe de Vergara. Mariscal de campo, regente y presidente del Gobierno. 

Llegaron incluso a ofrecerle la corona de España. Se creyó un elegido, alguien a medio camino entre Napoleón y Federico el Grande en lo militar y una reedición manchega de Metternich en lo político.

Como tantos hombres que han pintado mucho en la historia, Espartero vino al mundo en el lugar mÔs insospechado pero en el momento justo. Nació en 1793, en GranÔtula, un pueblecito del campo de Calatrava, en lo que hoy es la provincia de Ciudad Real. Su padre era un simple carretero, esto es, uno que se dedicaba a reparar las traqueteantes carretas de entonces. Este modesto oficio nunca le hizo rico, pero, como era ahorrador y ordenado, le dio para que el último de sus nueve hijos, Joaquín Baldomero, pudiese estudiar en Almagro.

Cuando apenas llevaba tres años en la universidad, los franceses invadieron España. Baldomero tenía sólo 16 años, y muchas ganas de dejarse la piel en el campo de batalla. Su primer episodio de armas, la batalla de Ocaña, fue un sonoro desastre, pero al menos salió con vida del brete. Viajó con los restos del maltrecho ejército español hasta CÔdiz, la única ciudad que había quedado libre del dominio francés, y allí se inscribió en la academia de oficiales.

Tan pronto como pudo se incorporó a la guerra, pero ésta acabó antes de que el joven pudiese hacer méritos suficientes y tuvo que conformarse con perseguir a lo que quedaba del ejército napoleónico, ya en una desesperada huida de vuelta a Francia.

No tardaría en presentarse una nueva oportunidad para satisfacer su desmedida ambición. La América española, aprovechando el revoltijo causado por la contienda peninsular, se había declarado en rebeldía. Con objeto de devolver las ovejas al redil, el rey envió un ejército expedicionario compuesto por veteranos de la Guerra de la Independencia. Espartero, con sólo 22 años y el despacho de teniente aún caliente en la cartera, se alistó entusiasmado.

Llegó a América en 1815. Pasaría allí diez años. Muy al contrario de lo que se cree, la independencia de las colonias americanas no se ventiló en cuatro batallas y un desfile. Llevó una década larga de ofensivas, contraofensivas, asedios y mil escaramuzas. No faltaron, como en toda refriega en la que anden involucrados españoles, traiciones, cambios de bando y hasta de gobierno. Parece mentira que se pudiese sostener el esfuerzo militar en América con la que estaba cayendo en España.

A Espartero, sin embargo, una guerra tan prolongada le vino de perlas. Escaló por la jerarquía militar hasta llegar a brigadier de infantería. En 1824 el virrey La Serna le envió de vuelta a España para que informase a Fernando VII del estado de la campaña americana. Hecho esto, tomó el barco de vuelta, con tan mala suerte que, mientras navegaba hacia Perú, las armas españolas sucumbieron en Ayacucho y la guerra tocó a su fin. Espartero, ajeno a la derrota, fue apresado nada mÔs poner el pie en el puerto peruano de Quilca, y casi termina en el paredón.

Liberado por Bolívar, regresó a España y fue destinado a Pamplona, se casó con una rica heredera de Logroño y, hasta la muerte de Fernando VII, pasó varios años de aquí para allÔ, de Barcelona a Palma de Mallorca, sumido en el aburrimiento mÔs absoluto. Aprovechó el ínterin para hacerse un cierto nombre entre sus compañeros de armas, procurando, eso sí, que sus convicciones liberales pasasen lo mÔs inadvertidas que fuera posible. Que el horno, en aquella última y ominosa década del reinado del Rey Bribón, no estaba para bollos.

La regencia de Maria Cristina de Borbón empezó con muy mal pie. 

No llevaba ni una semana el cadÔver de Fernando VII descansando en el panteón de El Escorial cuando el general Ladrón de Cegama salió a escondidas de su destino en Valladolid y proclamó rey, desde el pequeño pueblo riojano de Tricios, al hermano reaccionario del difunto, el infante Carlos María Isidro. El nuevo monarca lo sería por la gracia de Dios y de la derogada Ley SÔlica, que impedía el acceso de las mujeres al trono.

Espartero, siempre atento al sonido de los caƱones, pidió de inmediato el traslado al frente. El Gobierno accedió a su deseo poniĆ©ndole a las órdenes del general FernĆ”ndez de Córdova. La guerra carlista, la primera –luego vendrĆ­an otras dos–, comenzaba de un modo un tanto desconcertante. Los rebeldes, acaudillados por TomĆ”s de ZumalacĆ”rregui, un militar que se habĆ­a significado en la Guerra de la Independencia y cĆ©lebre por su denodado apoyo a la causa absolutista durante el reinado de Fernando VII, se hicieron fuertes en Navarra y las Vascongadas.

Poca resistencia podía ofrecer el ejército regular a la estrategia desplegada por ZumalacÔrregui, que, no tan casualmente, se parecía mucho a la que los guerrilleros españoles habían ofrecido a Napoleón. Conocedor del terreno abrupto y escarpado del País Vasco, se encaramó a las sierras vizcaínas y se granjeó fama de guerrero invencible.

No lo era, claro. Según bajó a las tierras bajas para tomar Bilbao, una bala perdida se lo llevó por delante, de la manera mÔs tonta posible, mientras se encontraba en un tejado estudiando a ojo la manera de entrar en la ciudad.

La muerte de ZumalacĆ”rregui, las continuas divisiones y las cuchilladas y banderĆ­as internas condenaron a los carlistas a mantenerse a la defensiva. En esto de andar a la gresca, el Gobierno legĆ­timo no les iba a la zaga. En 1836 medio paĆ­s de sublevó contra el Ejecutivo conservador de IstĆŗriz. Los sargentos, sĆ­, los sargentos de la Guardia Real dieron un golpe de estado en La Granja. QuerĆ­an que la regente se dejase de devaneos con el sector moderado del liberalismo y aceptase la Constitución de 1812. 

A María Cristina, que a esas alturas lo único que le interesaba era vivir a fondo el amorío que mantenía con uno de sus escoltas, no le quedó mucha elección y aceptó.

Como consecuencia, el ejĆ©rcito del norte o cristino –tal como se llamaba entonces– fue encomendado a Espartero. El manchego, Ć”gil en verlas venir, vislumbró en este cambio de tercio su gran oportunidad. No la desaprovechó. Reorganizó el ejĆ©rcito liberal y trató de inculcar en su tropa algo de disciplina. Los carlistas, entretanto, habĆ­an sitiado Bilbao de nuevo. Espartero no lo dudó un momento, sabĆ­a que ahĆ­ se lo jugaba todo. Se dirigió al norte con 14 batallones. En lugar de llegar a la ciudad desde Vitoria, como era de suponer, dio un rodeo y embarcó sus tropas en Castro Urdiales para llegar a Bilbao por la rĆ­a.

El estado de los soldados cristinos era lamentable. Privados de sostén popular en los caseríos y sin cobrar la paga porque en Madrid se había acabado el dinero, Espartero pagó a la tropa de su bolsillo y consiguió que los ingleses suministrasen calzado a sus soldados. Avanzó por ambas riberas, apoyado desde la ría por cañoneros de la Armada. En el puente de Luchana los carlistas frenaron la ofensiva y tuvo lugar la batalla mÔs célebre de las tres carlistadas.

Metido en la tienda aquejado de una inoportuna cistitis, Espartero hubo de guardar cama durante los prolegómenos. Pero Ć©l, que habĆ­a llegado hasta allĆ­ superando todas las dificultades, no se podĆ­a perder aquello. Conocedor de la importancia de aquel puente para romper el sitio, saltó de la cama y al frente de un batallón, espada en mano, se lanzó a su conquista. Los carlistas salieron en estampida y el ejĆ©rcito cristino, crecido por el arrojo de su general,tomó el puente en la Nochebuena de 1836. Al dĆ­a siguiente los bilbaĆ­nos le recibieron entre aclamaciones. 

Se habƭa convertido en el general mƔs importante de EspaƱa y, lo que a Ʃl realmente le interesaba, en el mƔs influyente.

La guerra siguió su curso durante tres años mÔs. Después de Luchana, los carlistas podían prolongar el conflicto pero no ganarlo. Al año siguiente, el pretendiente Don Carlos armó en Estella un ejército y se dirigió al asalto de Madrid. Logró llegar hasta VicÔlvaro, pero ahí se quedó la cosa. El ejército de Espartero, a quien había llamado la regente presa de la desesperación, acudió con presteza. En cuanto los carlistas supieron que el vencedor de Luchana iba a por ellos se replegaron, dejando a su jefe, Carlos María Isidro, sumido en la mÔs completa impotencia.

El bando carlista estaba desmoralizado, y sus generales peleados. A mediados de verano de 1839 Rafael Maroto, el mejor general con que contaron los carlistas tras ZumalacƔrregui, se avino a negociar con el Gobierno, es decir, con Espartero: a esas alturas, era casi lo mismo. Llegaron a un acuerdo en OƱate por el cual se respetaba la vida y rango de los carlistas que depusiesen las armas, y unos dƭas despuƩs ambos generales se fundieron en el abrazo mƔs famoso de la historia de EspaƱa, el de Vergara.

Rendido el ejército carlista del norte, sólo quedaba meter en vereda al de Levante, acaudillado por un catalÔn de armas tomar: Ramón Cabrera y Griñó, conocido como el Tigre del Maestrazgo, encastillado en la ciudad medieval de Morella. Espartero se dirigió a su encuentro y le hizo huir hacia Francia, donde cayó preso. Cabrera lo intentaría de nuevo años después, levantando un ejército rebelde en Cataluña.

Al final de su vida desistió de su empeño, reconoció a Alfonso XII como rey y murió en Inglaterra, donde llegó a hacerse muy rico.

Tras siete años de sangrienta guerra civil, España volvía a estar en paz. Los frutos de la misma fueron recogidos por el héroe a quien el pueblo atribuía la victoria. La regencia de María Cristina había sido un completo desastre. El país se encontraba devastado y en bancarrota, pero la reina era aún una niña de diez años incapaz de hacerse con la corona. María Cristina no quería seguir al frente de un Gobierno que aborrecía. Los españoles, ademÔs, no le tenían especial aprecio.

Las guerras carlistas costaron trescientos mil muertos, mÔs o menos lo que la guerra civil de 1936, y no resolvieron nada; mÔs bien aplazaron el problema del enfrentamiento entre liberales y conservadores hasta 1936. Lo que sí acarrearon fue otras consecuencias. Los militares se fueron engolosinando con el mando y con las sinecuras ministeriales y altos cargos. Dado que la tarta nacional no alcanzaba para todos, los descontentos se erigieron en oposición progresista.

Sucedió una época de inestable paz, en la que el país se recobró lentamente, aunque de vez en cuando se levantaba con el sobresalto de pronunciamientos de generales progresistas (pronunciamiento una palabra que hemos legado al vocabulario internacional, junto con siesta, guerrilla, desesperado y algunas otras, ninguna buena, salvo siesta). Entre los progresistas nació, en las principales ciudades, un partido democrÔtico, de ideología revolucionaria, que aspiraba a destronar a Isabel.

En medio del torbellino de la política y la guerra de aquellos años, la reina gobernadora, doña María Cristina, vivió una singular historia de amor.

La reina no había sido feliz con el garañón taimado de su marido, pero, a las dos semanas de enviudar, el corazón le alivió los lutos poniéndole delante a un apuesto capitÔn de su escolta, Fernando Muñoz. Pasaron dos meses, y aunque se veían a diario y el capitÔn daba señales manifiestas de estar a su vez interesado en la reina, no se atrevía a declararle su amor.

Decidió ella tomar la iniciativa y durante un paseo por la finca segoviana de «Quitapesares» (nombre como anillo al dedo) se encaró con Ć©l y le soltó:
-¿Me obligarĆ”s a decirte que estoy loca por ti, que sin tu amor no vivo...?

Los enamorados se casaron en secreto; un secreto a voces, pues tuvieron ocho hijos, y aunque los miriñaques que usaba la reina disimulaban algo sus preñeces, no bastaban para contener lo que ya era del dominio público. Cantaba el pueblo:

Clamaban los liberales que la reina no parƭa y ha parido mƔs MuƱoces que liberales habƭa.

Doña Cristina, romÔntica enamorada,renunció a la regencia en cuanto pudo y, en adelante, llevó una vida burguesa lejos del boato cortesano y fue feliz con su capitÔn, ya ascendido a duque.

A lo que no renunció fue a practicar el trÔfico de influencias aprovechando su alta posición en la corte. En su casa-palacio de Madrid, abrió una gestoría de enchufes, corruptelas y apaños, gracias a lo cual amasó una considerable fortuna, que invirtió juiciosamente en Cuba, donde llegó a ser la mayor hacendada de la isla y la mayor propietaria del cultivo de la rica caña caribeña.

Espartero se postuló como el recambio perfecto para concluir la regencia hasta que la reina Isabel llegase a la mayoría de edad. Algunos miembros de la facción progresista del partido liberal eran partidarios de que la regencia cayese en manos de un triunvirato, al estilo de la antigua Roma. Espartero no lo creía así, estaba persuadido íntimamente de que la Historia le había confiado un trascendente papel. O le daban todo el poder o nada. El respetado general doceañista había salido contestatario y mandón. La reina cedió, firmó el traspaso y en 1840 se largó al exilio con su Muñoz y su cortejo de niños.

Ya en el poder, convirtió su regencia de tres aƱos en una dictadura de facto. Gobernó de espaldas a las Cortes, rodeado por una intrigante y corrupta camarilla que se repartĆ­a enchufes y sinecuras. Su estilo de gobierno autoritario le ganó la enemistad del resto de la clase polĆ­tica. 

Al año siguiente O'Donnell se levantó en Pamplona y Diego de León intentó asaltar el Palacio Real. O'Donnell pudo huir; a Diego de León, el antiguo conmilitón de Espartero conocido como la Primera Lanza del Reino, le aguardó un pelotón de fusilamiento en la Puerta de Toledo.

En 1842 se sublevó Barcelona. Espartero, desplazado en persona hasta la Ciudad Condal, situó baterías en Montjuich y bombardeó sin piedad a la población civil. La innecesaria salvajada de Barcelona le terminaría costando el puesto.

El general NarvÔez aunó voluntades entre los descontentos y se pronunció contra el Gobierno de Espartero, a quien ya no le quedaba ningún aliado. Huyó a CÔdiz y, desde allí, embarcó para Inglaterra.

La reina, una niña de 13 años, mientras todo esto sucedía, juraba la Constitución de un reino que se disputaban a cañonazos dos espadones.

Fue Isabel una niña algo corta de entendederas y de educación tan descuidada que era prÔcticamente analfabeta. En lo que resultó precoz fue en el sexo; en parte, porque había heredado el carÔcter ardiente y lujurioso de la familia y, en parte, porque la corrompieron sus propios tutores.

A los trece aƱos, declararon su mayorĆ­a de edad y, a los diecisĆ©is, la casaron con su primo Francisco de AsĆ­s,ocho aƱos mayor que ella y descendiente tambiĆ©n de Felipe V, el primer Borbón espaƱol. Francisco de AsĆ­s era un bisexual notorio, escorado a maricón y voyeur. ¿QuĆ© puedo decir -se lamentaba Isabel- de un hombre que en nuestra noche de bodas llevaba mĆ”s encajes que yo? El pueblo, con mordaz ingenio, lo apodó Pasta Flora y DoƱa Paquita.

En la desafortunada elección de tal marido para la ardiente Isabel se puede ver la esperanza secreta de la reina madre de que Isabel no tuviera hijos. Seguramente, quería que la corona recayera en su otra hija, la infanta Luisa Fernanda, que era su ojito derecho.

Creció Isabel, mĆ”s a lo ancho que a lo alto, y se convirtió en una reinona gorda y fofa, castiza y chulapona, hipocondrĆ­aca y fecunda, que trasegaba fuentes de arroz con leche como el que come aceitunas. La reina era muy fogosa y tuvo decenas de amantes, uno de los cuales, Carlos Marfiori, llegó a ministro de Colonias, porque, segĆŗn las gacetas, «le es muy necesario al rey y sobre todo a la reina».

Tuvo Isabel once hijos, de los cuales le vivieron seis. Los historiadores han echado cuentas y al parecer los que nacían muertos o morían lactantes eran los que engendraba de su primo y esposo. Los otros los tuvo con distintos amantes; el primero, una niña, del apuesto comandante José Ruiz de Arana, y el siguiente, un niño, el rey Alfonso XII, del bizarro capitÔn de ingenieros Enrique Puig Moltó. MÔs adelante, tuvo otras tres niñas de su agraciado secretario particular, don Miguel Tenorio de Castilla.

Desde el punto de vista dinÔstico no es mayor problema que Alfonso XII fuera hijo adulterino, pues, como se sabe, la ley española, fiel al código napoleónico, sostiene que todo hijo nacido dentro del matrimonio tiene por padre al marido.

Por cierto que, para que se vea el carÔcter llano y borbónico de la reina, al ginecólogo que auscultÔndola predijo que estaba embarazada de un varón (Alfonso XII) le concedió el título de marqués del Real Acierto.

Dos influencias predominantes hubo en la corte de los milagros, como se llamó despectivamente a la de Isabel II: el confesor de la reina, el padre Claret, un minúsculo y enjuto clérigo, atormentado a causa de la permisividad sexual de los nuevos tiempos, y sor Patrocinio de las Llagas, una monja histérica y falsaria, que había sido procesada por fingidora de milagros y que, aprovechando que la reina, simplona y entregada, era incapaz de negarle un favor, se convirtió en una pía agencia de empleo, que colocaba a sus recomendados en los mejores puestos de la administración pública (haciendo con ello desleal competencia a la reina madre).

El liberalismo en EspaƱa no terminaba de cuajar. Difƭcilmente podƭa hacerlo en un paƭs descapitalizado, con los peores polƭticos de Europa, sin apenas empresarios y en el que 7 de cada 10 personas eran analfabetas.

NarvƔez dio orden de vigilar a Espartero en el exilio y de que, si se le ocurrƭa regresar a EspaƱa, fuese fusilado "sin mediar mƔs tiempo que el necesario para identificarlo". Como la polƭtica es antojadiza y oscilante como un pƩndulo, a los pocos aƱos fue rehabilitado por el mismo NarvƔez y pudo volver.

Con motivo de la asonada de 1854, la reina le llamó para que se hiciese cargo del Gobierno, junto a O’Donnell.

El binomio no funcionó: O’Donnell desplazó a Espartero y Ć©ste, que no podĆ­a ver a quien, aƱos antes, le habĆ­a dado un golpe de estado, renunció al cargo y se retiró a su casa de LogroƱo. Antes de dejar Madrid visitó a la reina, y le dijo con vehemencia: "Cuando la revolución vuelva a llamar a las puertas de este Palacio, no vuelva Vuestra Majestad a acordarse de mi persona".

La revolución, la definitiva, llegó doce aƱos despuĆ©s, y arrastró a la propia reina. Espartero, ya anciano, contempló descorazonado el triste final de una dinastĆ­a a la que habĆ­a dedicado sus mejores aƱos. 

El general Prim, que se hallaba buscando un nuevo monarca que sustituyese para siempre a los denostados Borbones, ofreció la Corona de España al general manchego, que la rechazó arguyendo motivos de edad.

Amadeo de Saboya, el flamante príncipe italiano que había encontrado Prim para suceder a Isabel II, se acercó hasta Logroño para homenajear al retirado caudillo hispano. Le concedió el título de Príncipe de Vergara, un honor digno de reyes y del que en el pasado sólo había disfrutado Manuel Godoy, pero por otros motivos.

Al efímero reinado de Amadeo le sucedió la aún mÔs efímera I República, cuyo primer presidente, Estanislao Figueras, lejos de ignorar a Espartero, le comunicó personalmente la llegada del nuevo régimen. El octogenario militar respondió solemne: "Cúmplase la voluntad popular". Pero la siempre tornadiza voluntad a la que Espartero hacía referencia hizo que, un año después, volvieran los Borbones, en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II.

El rey peregrinó hasta Logroño para rendir visita y obtener la bendición del que para entonces ya era un monumento nacional.

Tres aƱos mĆ”s tarde, semanas antes de cumplir los 87, Baldomero Espartero, el hijo de un humilde carretero que habĆ­a llegado a prĆ­ncipe, morĆ­a en LogroƱo admirado y respetado por todos. Fieles a la tradición nacional de deshacerse en desaforados elogios con los muertos, en Madrid le dedicaron una gran estatua ecuestre alineada con la Puerta de AlcalĆ” y la Cibeles; en el pedestal hicieron grabar una encomiĆ”stica leyenda: 

"A Espartero, el Pacificador. La Nación, agradecida".

No era para tanto. La nación, mĆ”s que agradecida, lo que estaba era baldada tras el largo y doloroso parto que le habĆ­a traĆ­do a la modernidad. 

Espartero habĆ­a asistido en lugar privilegiado al alumbramiento. Tuvo, eso sĆ­, la suerte de poder contarlo. 



Basado en un texto original de fernando diaz villanueva

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