Si hay un personaje que encarne nuestro siglo XIX, con todos sus vaivenes y extravagancias, enredos y bullangas, ese es Baldomero Espartero. Lo fue todo y al final se quedó en nada. Conde de Luchana, duque de la Victoria y PrĆncipe de Vergara. Mariscal de campo, regente y presidente del Gobierno.
Llegaron incluso a ofrecerle la corona de EspaƱa. Se creyó un elegido, alguien a medio camino entre Napoleón y Federico el Grande en lo militar y una reedición manchega de Metternich en lo polĆtico.
Como tantos hombres que han pintado mucho en la historia, Espartero vino al mundo en el lugar mĆ”s insospechado pero en el momento justo. Nació en 1793, en GranĆ”tula, un pueblecito del campo de Calatrava, en lo que hoy es la provincia de Ciudad Real. Su padre era un simple carretero, esto es, uno que se dedicaba a reparar las traqueteantes carretas de entonces. Este modesto oficio nunca le hizo rico, pero, como era ahorrador y ordenado, le dio para que el Ćŗltimo de sus nueve hijos, JoaquĆn Baldomero, pudiese estudiar en Almagro.
Cuando apenas llevaba tres aƱos en la universidad, los franceses invadieron EspaƱa. Baldomero tenĆa sólo 16 aƱos, y muchas ganas de dejarse la piel en el campo de batalla. Su primer episodio de armas, la batalla de OcaƱa, fue un sonoro desastre, pero al menos salió con vida del brete. Viajó con los restos del maltrecho ejĆ©rcito espaƱol hasta CĆ”diz, la Ćŗnica ciudad que habĆa quedado libre del dominio francĆ©s, y allĆ se inscribió en la academia de oficiales.
Tan pronto como pudo se incorporó a la guerra, pero ésta acabó antes de que el joven pudiese hacer méritos suficientes y tuvo que conformarse con perseguir a lo que quedaba del ejército napoleónico, ya en una desesperada huida de vuelta a Francia.
No tardarĆa en presentarse una nueva oportunidad para satisfacer su desmedida ambición. La AmĆ©rica espaƱola, aprovechando el revoltijo causado por la contienda peninsular, se habĆa declarado en rebeldĆa. Con objeto de devolver las ovejas al redil, el rey envió un ejĆ©rcito expedicionario compuesto por veteranos de la Guerra de la Independencia. Espartero, con sólo 22 aƱos y el despacho de teniente aĆŗn caliente en la cartera, se alistó entusiasmado.
Llegó a AmĆ©rica en 1815. PasarĆa allĆ diez aƱos. Muy al contrario de lo que se cree, la independencia de las colonias americanas no se ventiló en cuatro batallas y un desfile. Llevó una dĆ©cada larga de ofensivas, contraofensivas, asedios y mil escaramuzas. No faltaron, como en toda refriega en la que anden involucrados espaƱoles, traiciones, cambios de bando y hasta de gobierno. Parece mentira que se pudiese sostener el esfuerzo militar en AmĆ©rica con la que estaba cayendo en EspaƱa.
A Espartero, sin embargo, una guerra tan prolongada le vino de perlas. Escaló por la jerarquĆa militar hasta llegar a brigadier de infanterĆa. En 1824 el virrey La Serna le envió de vuelta a EspaƱa para que informase a Fernando VII del estado de la campaƱa americana. Hecho esto, tomó el barco de vuelta, con tan mala suerte que, mientras navegaba hacia PerĆŗ, las armas espaƱolas sucumbieron en Ayacucho y la guerra tocó a su fin. Espartero, ajeno a la derrota, fue apresado nada mĆ”s poner el pie en el puerto peruano de Quilca, y casi termina en el paredón.
Liberado por BolĆvar, regresó a EspaƱa y fue destinado a Pamplona, se casó con una rica heredera de LogroƱo y, hasta la muerte de Fernando VII, pasó varios aƱos de aquĆ para allĆ”, de Barcelona a Palma de Mallorca, sumido en el aburrimiento mĆ”s absoluto. Aprovechó el Ćnterin para hacerse un cierto nombre entre sus compaƱeros de armas, procurando, eso sĆ, que sus convicciones liberales pasasen lo mĆ”s inadvertidas que fuera posible. Que el horno, en aquella Ćŗltima y ominosa dĆ©cada del reinado del Rey Bribón, no estaba para bollos.
Como tantos hombres que han pintado mucho en la historia, Espartero vino al mundo en el lugar mĆ”s insospechado pero en el momento justo. Nació en 1793, en GranĆ”tula, un pueblecito del campo de Calatrava, en lo que hoy es la provincia de Ciudad Real. Su padre era un simple carretero, esto es, uno que se dedicaba a reparar las traqueteantes carretas de entonces. Este modesto oficio nunca le hizo rico, pero, como era ahorrador y ordenado, le dio para que el Ćŗltimo de sus nueve hijos, JoaquĆn Baldomero, pudiese estudiar en Almagro.
Cuando apenas llevaba tres aƱos en la universidad, los franceses invadieron EspaƱa. Baldomero tenĆa sólo 16 aƱos, y muchas ganas de dejarse la piel en el campo de batalla. Su primer episodio de armas, la batalla de OcaƱa, fue un sonoro desastre, pero al menos salió con vida del brete. Viajó con los restos del maltrecho ejĆ©rcito espaƱol hasta CĆ”diz, la Ćŗnica ciudad que habĆa quedado libre del dominio francĆ©s, y allĆ se inscribió en la academia de oficiales.
Tan pronto como pudo se incorporó a la guerra, pero ésta acabó antes de que el joven pudiese hacer méritos suficientes y tuvo que conformarse con perseguir a lo que quedaba del ejército napoleónico, ya en una desesperada huida de vuelta a Francia.
No tardarĆa en presentarse una nueva oportunidad para satisfacer su desmedida ambición. La AmĆ©rica espaƱola, aprovechando el revoltijo causado por la contienda peninsular, se habĆa declarado en rebeldĆa. Con objeto de devolver las ovejas al redil, el rey envió un ejĆ©rcito expedicionario compuesto por veteranos de la Guerra de la Independencia. Espartero, con sólo 22 aƱos y el despacho de teniente aĆŗn caliente en la cartera, se alistó entusiasmado.
Llegó a AmĆ©rica en 1815. PasarĆa allĆ diez aƱos. Muy al contrario de lo que se cree, la independencia de las colonias americanas no se ventiló en cuatro batallas y un desfile. Llevó una dĆ©cada larga de ofensivas, contraofensivas, asedios y mil escaramuzas. No faltaron, como en toda refriega en la que anden involucrados espaƱoles, traiciones, cambios de bando y hasta de gobierno. Parece mentira que se pudiese sostener el esfuerzo militar en AmĆ©rica con la que estaba cayendo en EspaƱa.
A Espartero, sin embargo, una guerra tan prolongada le vino de perlas. Escaló por la jerarquĆa militar hasta llegar a brigadier de infanterĆa. En 1824 el virrey La Serna le envió de vuelta a EspaƱa para que informase a Fernando VII del estado de la campaƱa americana. Hecho esto, tomó el barco de vuelta, con tan mala suerte que, mientras navegaba hacia PerĆŗ, las armas espaƱolas sucumbieron en Ayacucho y la guerra tocó a su fin. Espartero, ajeno a la derrota, fue apresado nada mĆ”s poner el pie en el puerto peruano de Quilca, y casi termina en el paredón.
Liberado por BolĆvar, regresó a EspaƱa y fue destinado a Pamplona, se casó con una rica heredera de LogroƱo y, hasta la muerte de Fernando VII, pasó varios aƱos de aquĆ para allĆ”, de Barcelona a Palma de Mallorca, sumido en el aburrimiento mĆ”s absoluto. Aprovechó el Ćnterin para hacerse un cierto nombre entre sus compaƱeros de armas, procurando, eso sĆ, que sus convicciones liberales pasasen lo mĆ”s inadvertidas que fuera posible. Que el horno, en aquella Ćŗltima y ominosa dĆ©cada del reinado del Rey Bribón, no estaba para bollos.
La regencia de Maria Cristina de Borbón empezó con muy mal pie.
No llevaba ni una semana el cadĆ”ver de Fernando VII descansando en el panteón de El Escorial cuando el general Ladrón de Cegama salió a escondidas de su destino en Valladolid y proclamó rey, desde el pequeƱo pueblo riojano de Tricios, al hermano reaccionario del difunto, el infante Carlos MarĆa Isidro. El nuevo monarca lo serĆa por la gracia de Dios y de la derogada Ley SĆ”lica, que impedĆa el acceso de las mujeres al trono.
Espartero, siempre atento al sonido de los caƱones, pidió de inmediato el traslado al frente. El Gobierno accedió a su deseo poniĆ©ndole a las órdenes del general FernĆ”ndez de Córdova. La guerra carlista, la primera –luego vendrĆan otras dos–, comenzaba de un modo un tanto desconcertante. Los rebeldes, acaudillados por TomĆ”s de ZumalacĆ”rregui, un militar que se habĆa significado en la Guerra de la Independencia y cĆ©lebre por su denodado apoyo a la causa absolutista durante el reinado de Fernando VII, se hicieron fuertes en Navarra y las Vascongadas.
Poca resistencia podĆa ofrecer el ejĆ©rcito regular a la estrategia desplegada por ZumalacĆ”rregui, que, no tan casualmente, se parecĆa mucho a la que los guerrilleros espaƱoles habĆan ofrecido a Napoleón. Conocedor del terreno abrupto y escarpado del PaĆs Vasco, se encaramó a las sierras vizcaĆnas y se granjeó fama de guerrero invencible.
No lo era, claro. Según bajó a las tierras bajas para tomar Bilbao, una bala perdida se lo llevó por delante, de la manera mÔs tonta posible, mientras se encontraba en un tejado estudiando a ojo la manera de entrar en la ciudad.
La muerte de ZumalacĆ”rregui, las continuas divisiones y las cuchilladas y banderĆas internas condenaron a los carlistas a mantenerse a la defensiva. En esto de andar a la gresca, el Gobierno legĆtimo no les iba a la zaga. En 1836 medio paĆs de sublevó contra el Ejecutivo conservador de IstĆŗriz. Los sargentos, sĆ, los sargentos de la Guardia Real dieron un golpe de estado en La Granja. QuerĆan que la regente se dejase de devaneos con el sector moderado del liberalismo y aceptase la Constitución de 1812.
La muerte de ZumalacĆ”rregui, las continuas divisiones y las cuchilladas y banderĆas internas condenaron a los carlistas a mantenerse a la defensiva. En esto de andar a la gresca, el Gobierno legĆtimo no les iba a la zaga. En 1836 medio paĆs de sublevó contra el Ejecutivo conservador de IstĆŗriz. Los sargentos, sĆ, los sargentos de la Guardia Real dieron un golpe de estado en La Granja. QuerĆan que la regente se dejase de devaneos con el sector moderado del liberalismo y aceptase la Constitución de 1812.
A MarĆa Cristina, que a esas alturas lo Ćŗnico que le interesaba era vivir a fondo el amorĆo que mantenĆa con uno de sus escoltas, no le quedó mucha elección y aceptó.
Como consecuencia, el ejĆ©rcito del norte o cristino –tal como se llamaba entonces– fue encomendado a Espartero. El manchego, Ć”gil en verlas venir, vislumbró en este cambio de tercio su gran oportunidad. No la desaprovechó. Reorganizó el ejĆ©rcito liberal y trató de inculcar en su tropa algo de disciplina. Los carlistas, entretanto, habĆan sitiado Bilbao de nuevo. Espartero no lo dudó un momento, sabĆa que ahĆ se lo jugaba todo. Se dirigió al norte con 14 batallones. En lugar de llegar a la ciudad desde Vitoria, como era de suponer, dio un rodeo y embarcó sus tropas en Castro Urdiales para llegar a Bilbao por la rĆa.
El estado de los soldados cristinos era lamentable. Privados de sostĆ©n popular en los caserĆos y sin cobrar la paga porque en Madrid se habĆa acabado el dinero, Espartero pagó a la tropa de su bolsillo y consiguió que los ingleses suministrasen calzado a sus soldados. Avanzó por ambas riberas, apoyado desde la rĆa por caƱoneros de la Armada. En el puente de Luchana los carlistas frenaron la ofensiva y tuvo lugar la batalla mĆ”s cĆ©lebre de las tres carlistadas.
Metido en la tienda aquejado de una inoportuna cistitis, Espartero hubo de guardar cama durante los prolegómenos. Pero Ć©l, que habĆa llegado hasta allĆ superando todas las dificultades, no se podĆa perder aquello. Conocedor de la importancia de aquel puente para romper el sitio, saltó de la cama y al frente de un batallón, espada en mano, se lanzó a su conquista. Los carlistas salieron en estampida y el ejĆ©rcito cristino, crecido por el arrojo de su general,tomó el puente en la Nochebuena de 1836. Al dĆa siguiente los bilbaĆnos le recibieron entre aclamaciones.
Como consecuencia, el ejĆ©rcito del norte o cristino –tal como se llamaba entonces– fue encomendado a Espartero. El manchego, Ć”gil en verlas venir, vislumbró en este cambio de tercio su gran oportunidad. No la desaprovechó. Reorganizó el ejĆ©rcito liberal y trató de inculcar en su tropa algo de disciplina. Los carlistas, entretanto, habĆan sitiado Bilbao de nuevo. Espartero no lo dudó un momento, sabĆa que ahĆ se lo jugaba todo. Se dirigió al norte con 14 batallones. En lugar de llegar a la ciudad desde Vitoria, como era de suponer, dio un rodeo y embarcó sus tropas en Castro Urdiales para llegar a Bilbao por la rĆa.
El estado de los soldados cristinos era lamentable. Privados de sostĆ©n popular en los caserĆos y sin cobrar la paga porque en Madrid se habĆa acabado el dinero, Espartero pagó a la tropa de su bolsillo y consiguió que los ingleses suministrasen calzado a sus soldados. Avanzó por ambas riberas, apoyado desde la rĆa por caƱoneros de la Armada. En el puente de Luchana los carlistas frenaron la ofensiva y tuvo lugar la batalla mĆ”s cĆ©lebre de las tres carlistadas.
Metido en la tienda aquejado de una inoportuna cistitis, Espartero hubo de guardar cama durante los prolegómenos. Pero Ć©l, que habĆa llegado hasta allĆ superando todas las dificultades, no se podĆa perder aquello. Conocedor de la importancia de aquel puente para romper el sitio, saltó de la cama y al frente de un batallón, espada en mano, se lanzó a su conquista. Los carlistas salieron en estampida y el ejĆ©rcito cristino, crecido por el arrojo de su general,tomó el puente en la Nochebuena de 1836. Al dĆa siguiente los bilbaĆnos le recibieron entre aclamaciones.
Se habĆa convertido en el general mĆ”s importante de EspaƱa y, lo que a Ć©l realmente le interesaba, en el mĆ”s influyente.
La guerra siguió su curso durante tres aƱos mĆ”s. DespuĆ©s de Luchana, los carlistas podĆan prolongar el conflicto pero no ganarlo. Al aƱo siguiente, el pretendiente Don Carlos armó en Estella un ejĆ©rcito y se dirigió al asalto de Madrid. Logró llegar hasta VicĆ”lvaro, pero ahĆ se quedó la cosa. El ejĆ©rcito de Espartero, a quien habĆa llamado la regente presa de la desesperación, acudió con presteza. En cuanto los carlistas supieron que el vencedor de Luchana iba a por ellos se replegaron, dejando a su jefe, Carlos MarĆa Isidro, sumido en la mĆ”s completa impotencia.
El bando carlista estaba desmoralizado, y sus generales peleados. A mediados de verano de 1839 Rafael Maroto, el mejor general con que contaron los carlistas tras ZumalacĆ”rregui, se avino a negociar con el Gobierno, es decir, con Espartero: a esas alturas, era casi lo mismo. Llegaron a un acuerdo en OƱate por el cual se respetaba la vida y rango de los carlistas que depusiesen las armas, y unos dĆas despuĆ©s ambos generales se fundieron en el abrazo mĆ”s famoso de la historia de EspaƱa, el de Vergara.
Rendido el ejĆ©rcito carlista del norte, sólo quedaba meter en vereda al de Levante, acaudillado por un catalĆ”n de armas tomar: Ramón Cabrera y Griñó, conocido como el Tigre del Maestrazgo, encastillado en la ciudad medieval de Morella. Espartero se dirigió a su encuentro y le hizo huir hacia Francia, donde cayó preso. Cabrera lo intentarĆa de nuevo aƱos despuĆ©s, levantando un ejĆ©rcito rebelde en CataluƱa.
Al final de su vida desistió de su empeño, reconoció a Alfonso XII como rey y murió en Inglaterra, donde llegó a hacerse muy rico.
Tras siete aƱos de sangrienta guerra civil, EspaƱa volvĆa a estar en paz. Los frutos de la misma fueron recogidos por el hĆ©roe a quien el pueblo atribuĆa la victoria. La regencia de MarĆa Cristina habĆa sido un completo desastre. El paĆs se encontraba devastado y en bancarrota, pero la reina era aĆŗn una niƱa de diez aƱos incapaz de hacerse con la corona. MarĆa Cristina no querĆa seguir al frente de un Gobierno que aborrecĆa. Los espaƱoles, ademĆ”s, no le tenĆan especial aprecio.
Las guerras carlistas costaron trescientos mil muertos, mÔs o menos lo que la guerra civil de 1936, y no resolvieron nada; mÔs bien aplazaron el problema del enfrentamiento entre liberales y conservadores hasta 1936. Lo que sà acarrearon fue otras consecuencias. Los militares se fueron engolosinando con el mando y con las sinecuras ministeriales y altos cargos. Dado que la tarta nacional no alcanzaba para todos, los descontentos se erigieron en oposición progresista.
Sucedió una Ć©poca de inestable paz, en la que el paĆs se recobró lentamente, aunque de vez en cuando se levantaba con el sobresalto de pronunciamientos de generales progresistas (pronunciamiento una palabra que hemos legado al vocabulario internacional, junto con siesta, guerrilla, desesperado y algunas otras, ninguna buena, salvo siesta). Entre los progresistas nació, en las principales ciudades, un partido democrĆ”tico, de ideologĆa revolucionaria, que aspiraba a destronar a Isabel.
En medio del torbellino de la polĆtica y la guerra de aquellos aƱos, la reina gobernadora, doƱa MarĆa Cristina, vivió una singular historia de amor.
La reina no habĆa sido feliz con el garañón taimado de su marido, pero, a las dos semanas de enviudar, el corazón le alivió los lutos poniĆ©ndole delante a un apuesto capitĆ”n de su escolta, Fernando MuƱoz. Pasaron dos meses, y aunque se veĆan a diario y el capitĆ”n daba seƱales manifiestas de estar a su vez interesado en la reina, no se atrevĆa a declararle su amor.
Decidió ella tomar la iniciativa y durante un paseo por la finca segoviana de «Quitapesares» (nombre como anillo al dedo) se encaró con Ć©l y le soltó:
-¿Me obligarĆ”s a decirte que estoy loca por ti, que sin tu amor no vivo...?
Los enamorados se casaron en secreto; un secreto a voces, pues tuvieron ocho hijos, y aunque los miriñaques que usaba la reina disimulaban algo sus preñeces, no bastaban para contener lo que ya era del dominio público. Cantaba el pueblo:
Clamaban los liberales que la reina no parĆa y ha parido mĆ”s MuƱoces que liberales habĆa.
Doña Cristina, romÔntica enamorada,renunció a la regencia en cuanto pudo y, en adelante, llevó una vida burguesa lejos del boato cortesano y fue feliz con su capitÔn, ya ascendido a duque.
A lo que no renunció fue a practicar el trĆ”fico de influencias aprovechando su alta posición en la corte. En su casa-palacio de Madrid, abrió una gestorĆa de enchufes, corruptelas y apaƱos, gracias a lo cual amasó una considerable fortuna, que invirtió juiciosamente en Cuba, donde llegó a ser la mayor hacendada de la isla y la mayor propietaria del cultivo de la rica caƱa caribeƱa.
Espartero se postuló como el recambio perfecto para concluir la regencia hasta que la reina Isabel llegase a la mayorĆa de edad. Algunos miembros de la facción progresista del partido liberal eran partidarios de que la regencia cayese en manos de un triunvirato, al estilo de la antigua Roma. Espartero no lo creĆa asĆ, estaba persuadido Ćntimamente de que la Historia le habĆa confiado un trascendente papel. O le daban todo el poder o nada. El respetado general doceaƱista habĆa salido contestatario y mandón. La reina cedió, firmó el traspaso y en 1840 se largó al exilio con su MuƱoz y su cortejo de niƱos.
Ya en el poder, convirtió su regencia de tres aƱos en una dictadura de facto. Gobernó de espaldas a las Cortes, rodeado por una intrigante y corrupta camarilla que se repartĆa enchufes y sinecuras. Su estilo de gobierno autoritario le ganó la enemistad del resto de la clase polĆtica.
Al año siguiente O'Donnell se levantó en Pamplona y Diego de León intentó asaltar el Palacio Real. O'Donnell pudo huir; a Diego de León, el antiguo conmilitón de Espartero conocido como la Primera Lanza del Reino, le aguardó un pelotón de fusilamiento en la Puerta de Toledo.
En 1842 se sublevó Barcelona. Espartero, desplazado en persona hasta la Ciudad Condal, situó baterĆas en Montjuich y bombardeó sin piedad a la población civil. La innecesaria salvajada de Barcelona le terminarĆa costando el puesto.
En 1842 se sublevó Barcelona. Espartero, desplazado en persona hasta la Ciudad Condal, situó baterĆas en Montjuich y bombardeó sin piedad a la población civil. La innecesaria salvajada de Barcelona le terminarĆa costando el puesto.
El general NarvĆ”ez aunó voluntades entre los descontentos y se pronunció contra el Gobierno de Espartero, a quien ya no le quedaba ningĆŗn aliado. Huyó a CĆ”diz y, desde allĆ, embarcó para Inglaterra.
La reina, una niƱa de 13 aƱos, mientras todo esto sucedĆa, juraba la Constitución de un reino que se disputaban a caƱonazos dos espadones.
La reina, una niƱa de 13 aƱos, mientras todo esto sucedĆa, juraba la Constitución de un reino que se disputaban a caƱonazos dos espadones.
Fue Isabel una niƱa algo corta de entendederas y de educación tan descuidada que era prĆ”cticamente analfabeta. En lo que resultó precoz fue en el sexo; en parte, porque habĆa heredado el carĆ”cter ardiente y lujurioso de la familia y, en parte, porque la corrompieron sus propios tutores.
A los trece aƱos, declararon su mayorĆa de edad y, a los diecisĆ©is, la casaron con su primo Francisco de AsĆs,ocho aƱos mayor que ella y descendiente tambiĆ©n de Felipe V, el primer Borbón espaƱol. Francisco de AsĆs era un bisexual notorio, escorado a maricón y voyeur. ¿QuĆ© puedo decir -se lamentaba Isabel- de un hombre que en nuestra noche de bodas llevaba mĆ”s encajes que yo? El pueblo, con mordaz ingenio, lo apodó Pasta Flora y DoƱa Paquita.
En la desafortunada elección de tal marido para la ardiente Isabel se puede ver la esperanza secreta de la reina madre de que Isabel no tuviera hijos. Seguramente, querĆa que la corona recayera en su otra hija, la infanta Luisa Fernanda, que era su ojito derecho.
Creció Isabel, mĆ”s a lo ancho que a lo alto, y se convirtió en una reinona gorda y fofa, castiza y chulapona, hipocondrĆaca y fecunda, que trasegaba fuentes de arroz con leche como el que come aceitunas. La reina era muy fogosa y tuvo decenas de amantes, uno de los cuales, Carlos Marfiori, llegó a ministro de Colonias, porque, segĆŗn las gacetas, «le es muy necesario al rey y sobre todo a la reina».
Tuvo Isabel once hijos, de los cuales le vivieron seis. Los historiadores han echado cuentas y al parecer los que nacĆan muertos o morĆan lactantes eran los que engendraba de su primo y esposo. Los otros los tuvo con distintos amantes; el primero, una niƱa, del apuesto comandante JosĆ© Ruiz de Arana, y el siguiente, un niƱo, el rey Alfonso XII, del bizarro capitĆ”n de ingenieros Enrique Puig Moltó. MĆ”s adelante, tuvo otras tres niƱas de su agraciado secretario particular, don Miguel Tenorio de Castilla.
Desde el punto de vista dinÔstico no es mayor problema que Alfonso XII fuera hijo adulterino, pues, como se sabe, la ley española, fiel al código napoleónico, sostiene que todo hijo nacido dentro del matrimonio tiene por padre al marido.
Por cierto que, para que se vea el carĆ”cter llano y borbónico de la reina, al ginecólogo que auscultĆ”ndola predijo que estaba embarazada de un varón (Alfonso XII) le concedió el tĆtulo de marquĆ©s del Real Acierto.
Dos influencias predominantes hubo en la corte de los milagros, como se llamó despectivamente a la de Isabel II: el confesor de la reina, el padre Claret, un minĆŗsculo y enjuto clĆ©rigo, atormentado a causa de la permisividad sexual de los nuevos tiempos, y sor Patrocinio de las Llagas, una monja histĆ©rica y falsaria, que habĆa sido procesada por fingidora de milagros y que, aprovechando que la reina, simplona y entregada, era incapaz de negarle un favor, se convirtió en una pĆa agencia de empleo, que colocaba a sus recomendados en los mejores puestos de la administración pĆŗblica (haciendo con ello desleal competencia a la reina madre).
El liberalismo en EspaƱa no terminaba de cuajar. DifĆcilmente podĆa hacerlo en un paĆs descapitalizado, con los peores polĆticos de Europa, sin apenas empresarios y en el que 7 de cada 10 personas eran analfabetas.
NarvĆ”ez dio orden de vigilar a Espartero en el exilio y de que, si se le ocurrĆa regresar a EspaƱa, fuese fusilado "sin mediar mĆ”s tiempo que el necesario para identificarlo". Como la polĆtica es antojadiza y oscilante como un pĆ©ndulo, a los pocos aƱos fue rehabilitado por el mismo NarvĆ”ez y pudo volver.
Con motivo de la asonada de 1854, la reina le llamó para que se hiciese cargo del Gobierno, junto a O’Donnell.
El binomio no funcionó: O’Donnell desplazó a Espartero y Ć©ste, que no podĆa ver a quien, aƱos antes, le habĆa dado un golpe de estado, renunció al cargo y se retiró a su casa de LogroƱo. Antes de dejar Madrid visitó a la reina, y le dijo con vehemencia: "Cuando la revolución vuelva a llamar a las puertas de este Palacio, no vuelva Vuestra Majestad a acordarse de mi persona".
La revolución, la definitiva, llegó doce aƱos despuĆ©s, y arrastró a la propia reina. Espartero, ya anciano, contempló descorazonado el triste final de una dinastĆa a la que habĆa dedicado sus mejores aƱos.
El general Prim, que se hallaba buscando un nuevo monarca que sustituyese para siempre a los denostados Borbones, ofreció la Corona de España al general manchego, que la rechazó arguyendo motivos de edad.
Amadeo de Saboya, el flamante prĆncipe italiano que habĆa encontrado Prim para suceder a Isabel II, se acercó hasta LogroƱo para homenajear al retirado caudillo hispano. Le concedió el tĆtulo de PrĆncipe de Vergara, un honor digno de reyes y del que en el pasado sólo habĆa disfrutado Manuel Godoy, pero por otros motivos.
Al efĆmero reinado de Amadeo le sucedió la aĆŗn mĆ”s efĆmera I RepĆŗblica, cuyo primer presidente, Estanislao Figueras, lejos de ignorar a Espartero, le comunicó personalmente la llegada del nuevo rĆ©gimen. El octogenario militar respondió solemne: "CĆŗmplase la voluntad popular". Pero la siempre tornadiza voluntad a la que Espartero hacĆa referencia hizo que, un aƱo despuĆ©s, volvieran los Borbones, en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II.
Amadeo de Saboya, el flamante prĆncipe italiano que habĆa encontrado Prim para suceder a Isabel II, se acercó hasta LogroƱo para homenajear al retirado caudillo hispano. Le concedió el tĆtulo de PrĆncipe de Vergara, un honor digno de reyes y del que en el pasado sólo habĆa disfrutado Manuel Godoy, pero por otros motivos.
Al efĆmero reinado de Amadeo le sucedió la aĆŗn mĆ”s efĆmera I RepĆŗblica, cuyo primer presidente, Estanislao Figueras, lejos de ignorar a Espartero, le comunicó personalmente la llegada del nuevo rĆ©gimen. El octogenario militar respondió solemne: "CĆŗmplase la voluntad popular". Pero la siempre tornadiza voluntad a la que Espartero hacĆa referencia hizo que, un aƱo despuĆ©s, volvieran los Borbones, en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II.
El rey peregrinó hasta Logroño para rendir visita y obtener la bendición del que para entonces ya era un monumento nacional.
Tres aƱos mĆ”s tarde, semanas antes de cumplir los 87, Baldomero Espartero, el hijo de un humilde carretero que habĆa llegado a prĆncipe, morĆa en LogroƱo admirado y respetado por todos. Fieles a la tradición nacional de deshacerse en desaforados elogios con los muertos, en Madrid le dedicaron una gran estatua ecuestre alineada con la Puerta de AlcalĆ” y la Cibeles; en el pedestal hicieron grabar una encomiĆ”stica leyenda:
"A Espartero, el Pacificador. La Nación, agradecida".
No era para tanto. La nación, mĆ”s que agradecida, lo que estaba era baldada tras el largo y doloroso parto que le habĆa traĆdo a la modernidad.
No era para tanto. La nación, mĆ”s que agradecida, lo que estaba era baldada tras el largo y doloroso parto que le habĆa traĆdo a la modernidad.
Espartero habĆa asistido en lugar privilegiado al alumbramiento. Tuvo, eso sĆ, la suerte de poder contarlo.
Basado en un texto original de fernando diaz villanueva
Basado en un texto original de fernando diaz villanueva



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