-800 a.C -200 a.C Una luz llamada Grecia

Hubo un tiempo en el que los mercaderes fenicios aspiraron al monopolio del comercio ultramarino, pero no tardaron en salirles unos competidores tan astutos y emprendedores como ellos: los griegos.

Los griegos tambiĆ©n procedĆ­an de una tierra pobre, montuosa y superpoblada que los obligaba a echarse al mar para subsistir. Herederos culturales de los cretenses y de los micĆ©nicos, exploraron el MediterrĆ”neo en busca tanto de mercados como de tierras fĆ©rtiles a las que trasladar sus excedentes de poblaciĆ³n. AĆŗn hoy, la tercera parte de los griegos vive fuera de Grecia.

Los griegos fundaron prĆ³speras colonias en el mar Negro, Asia Menor (actual TurquĆ­a), el sur de Italia (que llamaron Magna Grecia), Sicilia y la costa mediterrĆ”nea (Marsella y Ampurias, el nombre de Ampurias procede del griego emporio, «mercado».).

Griegos y fenicios. Dos historias paralelas, en apariencia. Sin embargo, los griegos tuvieron mucha mƔs trascendencia que los fenicios. Los fenicios eran imitadores; los griegos, creadores.

La masa de la cultura griega, fermentada por la levadura semita, con el aƱadido de unas gotas de sangre germĆ”nica, ha producido este pan crujiente que nos alimenta, la cultura europea, o sea, la civilizaciĆ³n cristiana occidental. Hoy la cuna de Occidente, Europa, estĆ” muy decaĆ­da, pero nos gustarĆ­a pensar que no engendrĆ³ en balde a AristĆ³teles, PlatĆ³n, san AgustĆ­n, CicerĆ³n, Virgilio, Ovidio, Dante, Montaigne, Cervantes, Shakespeare, MoliĆØre, Spinoza, Voltaire, Descartes, Mozart, Kant, Hegel, Nietzsche y algunos otros. TambiĆ©n engendrĆ³ monstruos, claro, pero ¿y quiĆ©n no?

Los griegos hicieron al hombre centro del universo y medida de la creaciĆ³n. En esto, como en casi todo, se mostraron muy superiores a las otras culturas de su tiempo, que inventaban dioses crueles y exigentes.

En Grecia, bendita sea, nacieron la filosofĆ­a, el amor al conocimiento, la reflexiĆ³n sobre el hombre y la naturaleza, la investigaciĆ³n cientĆ­fica basada en la razĆ³n, la observaciĆ³n y la experimentaciĆ³n, el sentido de la libertad, de la dignidad del hombre y de la justicia.

Los griegos cultivaron la belleza y el conocimiento en todas sus formas: bellas artes, oratoria, danza, deporte, medicina, ingenierĆ­a. Brillaron mĆ”s en ciencias que en tecnologĆ­a (lo contrario que sus herederos, los romanos). Nos dieron el teatro, la novela, la poesĆ­a, la mĆŗsica…
Los griegos apreciaban la mesura, la proporciĆ³n, el dominio y el conocimiento de sĆ­ mismo, un conjunto de virtudes que hemos heredado a travĆ©s de Roma (aunque no las practiquemos mucho).La hibris o hybris es un concepto griego que puede traducirse como «desmesura», «pasiĆ³n irracional», «desequilibrio»… todos los males que ahora aquejan a la civilizaciĆ³n occidental por haberse apartado de la antigua norma griega

Parece mentira que tanta luz saliera de Grecia, una tierra tan pobre. Los griegos raramente se daban por satisfechos. Lo cuestionaban todo, y por tanto estuvieron dispuestos a experimentarlo todo. Descontentos con la monarquĆ­a (inevitablemente despĆ³tica en aquel tiempo) probaron nuevas formas polĆ­ticas: la oligarquĆ­a, la plutocracia, la democracia. Una democracia quizĆ” imperfecta, como todas lo son, pero aun asĆ­, la forma de gobierno mĆ”s racional. En Atenas, por ejemplo, no votaban los pobres ni las mujeres. AristĆ³teles justificaba la limitaciĆ³n del voto a los propietarios de alguna fortuna, o sea, a los que pagaban impuestos, porque si se les concedĆ­a el voto a los pobres exigirĆ­an tantas ayudas que arruinarĆ­an el paĆ­s: «Los pobres sĆ³lo reciben, no dan, y siempre piden mĆ”s.»

El vocablo griego (arkĆ©, «gobierno») combina con (monos, «Ćŗnico») para dar la palabra «monarquĆ­a», el gobierno de una sola persona, aunque sea imbĆ©cil; combinado con (oligĆ³s, «pocos») da «oligarquĆ­a», el gobierno de unos pocos; combinado (an, «sin») da «anarquĆ­a», falta de gobierno. De (demos, «pueblo») y (kratos, «poder») procede la palabra «democracia», el gobierno del pueblo. De (aristos, «el mejor») y (kratos, «poder») sale «aristocracia», el gobierno de los mejores (en su origen, se entiende; con el tiempo queda en el gobierno de los descendientes de los mejores, lo que no garantiza que sea bueno).

Del centenar largo de ciudades-estado griegas, las dos mƔs conocidas hoy, quizƔ porque representaron formas de vida totalmente distintas y hasta opuestas, fueron Atenas y Esparta, el dƭa y la noche, como quien dice.

Atenas era una democracia de comerciantes y marinos; Esparta, una oligarquĆ­a de rudos guerreros montaƱeses consagrados a tiempo completo al entrenamiento militar. Entonces, ¿quiĆ©n cultivaba los campos de Esparta y quiĆ©n les pastoreaba el ganado? ; Los ilotas, los descendientes de los antiguos pobladores de la regiĆ³n, a los que los espartanos explotaban como fuerza de trabajo (alguien tiene que trabajar para mantener al guerrero, ¿no?). En Esparta las tierras eran propiedad del Estado y los ilotas que las cultivaban, tambiĆ©n.

 
 Santuarios y olimpiadas

Las ciudades-estado griegas mantenĆ­an ciertas raĆ­ces comunes: la lengua (con sus variedades dialectales), la historia comĆŗn (el pasado micĆ©nico), la religiĆ³n (los dioses del Olimpo), la literatura (aquellos poemas, la IlĆ­ada y la Odisea, cantados por los rapsodas en las fiestas) y un venerado santuario comĆŗn, el orĆ”culo de Delfos. AllĆ­, en una caverna del monte Pyto, solĆ­a vivir una enorme y sabia serpiente, la PitĆ³n, que Apolo matĆ³ para apoderarse de sus conocimientos. El sarcĆ³fago con las cenizas de la serpiente reposaba en el templo de Apolo, bajo una piedra sagrada, el Ć³nfalos («ombligo») que marca el centro del mundo. Hoy el Ć³nfalos estĆ” en el museo de Atenas, pero el resto del santuario estĆ” donde estaba, aunque en ruinas, como todo.

Delfos: de una hendidura en la roca de la montaƱa brotaban vapores volcĆ”nicos que respiraba la Pitonisa, una mĆ©dium sentada en un trĆ­pode alto. Apolo hablaba por su boca, que, en presencia del consultante, decĆ­a palabras incoherentes (como que estaba drogada) que los sacerdotes interpretaban. Era algo serio. A la consulta acudĆ­an tanto particulares como corporaciones, ciudades, asociaciones, etc. El santuario decayĆ³ mucho con el fin del paganismo, pero aun asĆ­ mantuvo su vigencia hasta que el emperador Teodosio el Grande (c. 346-395) lo clausurĆ³ el aƱo 390.


El otro gran elemento de cohesiĆ³n interhelena eran los juegos de Olimpia, en los que competĆ­an noblemente los atletas de las distintas ciudades. A menudo las ciudades griegas se enzarzaban en guerras y rivalidades intestinas, pero en alguna ocasiĆ³n supieron unirse contra un enemigo comĆŗn. Los juegos olĆ­mpicos fueron la primera liga mundial (el mundo eran ellos, los griegos; el resto eran bĆ”rbaros que no contaban).

Esos juegos de Olimpia inspiraron nuestras actuales olimpiadas. Las obras faraĆ³nicas en las que se embarca cada paĆ­s anfitriĆ³n contrastan vivamente con las instalaciones deportivas de Olimpia: un mero estadio amplio en el que la Ćŗnica arquitectura es un arco de piedra de acceso: el resto es un valle herbĆ”ceo de fondo plano como una artesa, en el que los espectadores se sentaban en los bancales laterales. Y los premios para los vencedores eran simples ramas de olivo, nada de medallas de oro ni contratos millonarios para publicidad. Claro, tenĆ­an otras compensaciones: el honor, las fans que se les entregaban extasiadas, los poetas que les componĆ­an cantos, las ciudades que les levantaban estatuas pĆŗblicas.
       
Las guerras mƩdicas

La mayor amenaza colectiva que tuvieron que afrontar los griegos fue la de los persas.

Los persas fueron en su origen un pueblo de jinetes nĆ³madas, procedentes de las grandes llanuras asiĆ”ticas, que se asentĆ³ al norte de Mesopotamia. Durante siglos estuvieron sometidos a los asirios o a los babilonios, pero hacia el siglo -V se habĆ­an vuelto tan poderosos que su imperio abarcaba desde la India hasta el mar Negro y el MediterrĆ”neo (Mesopotamia, Siria, Israel, Fenicia, incluso Egipto en algĆŗn momento). Casi todos los pueblos conquistados aceptaban de buen grado la autoridad de los persas porque Ć©stos eran tolerantes, garantizaban la paz y favorecĆ­an el libre comercio bajo un sistema imperial de pesas, medidas y monedas. Y no se metĆ­an en las leyes o en las religiones de los pueblos conquistados: les cobraban unos impuestos nada abusivos y los dejaban en paz.

El inmenso imperio, dividido en provincias o satrapĆ­as, estaba surcado por una red de calzadas reales que favorecĆ­an las comunicaciones.

Casi todo el mundo estaba contento con los persas, pero los puƱeteros griegos tenĆ­an que ser la excepciĆ³n con aquella manĆ­a suya de no someterse a nadie. Las prĆ³speras colonias griegas de Jonia (en la costa de Asia Menor) no aceptaban de buen grado las imposiciones del remoto gobierno persa y acabaron rebelĆ”ndose contra sus funcionarios imperiales.

DarĆ­o, el rey de reyes, el pastor de cien pueblos, soberano del mayor imperio jamĆ”s conocido, no podĆ­a dejar sin castigo la insurrecciĆ³n de aquellos pigmeos. DecidiĆ³ conquistar Grecia, la metrĆ³poli de las colonias insurrectas, y en especial Atenas, que habĆ­a auxiliado a los jonios rebeldes.

El rey de reyes convocĆ³ un enorme ejĆ©rcito y armĆ³ una escuadra formidable. Mala pata: una tempestad estrellĆ³ la escuadra contra los acantilados. El gran rey tuvo que aplazar su conquista. Mientras llegaba el dĆ­a, le encargĆ³ a un esclavo de palacio que antes de servirle la comida le dijera: «SeƱor, acuĆ©rdate de los atenienses.»Y ya almorzaba con las tripas negras, claro.

En el aƱo -490 llegĆ³ el desquite. DarĆ­o enviĆ³ a su yerno contra Grecia al frente de un potente ejĆ©rcito que desembarcĆ³ en la llanura de MaratĆ³n, cerca de Atenas. Los atenienses les salieron al encuentro. No les importĆ³ que hubiera siete persas por cada uno de ellos: atacaron con denuedo y obligaron a los asiĆ”ticos a reembarcar.

Conviene apuntar que, ademƔs de mƔs disciplinados y mejor entrenados que los persas, los griegos estaban mejor armados. Los helenos combatƭan con grandes escudos de bronce y lanzas largas contra persas armados de escudos de mimbre y lanzas cortas.

El soldado encargado de llevar la noticia del resultado de la batalla a Atenas (hay que imaginar con quĆ© ansiedad la esperaban) recorriĆ³ los 40 kilĆ³metros sin descanso y al llegar a la ciudad sĆ³lo pudo decir «NenikĆ©kamen» («¡Hemos vencido!») Antes de desplomarse, muerto de fatiga. Ɖse es el origen de la cĆ©lebre carrera maratĆ³n. FilĆ­pides se llamaba el esforzado y desventurado corredor. La leyenda es algo confusa. Parece que FilĆ­pides no corriĆ³ de MaratĆ³n a Atenas, sino de MaratĆ³n a Esparta para pedir refuerzos (fueron 250 kilĆ³metros, en los que invertirĆ­a dos dĆ­as). La distancia del MaratĆ³n olĆ­mpico (42.195 metros) se estableciĆ³ en 1908, en las olimpiadas de Londres, porque era la distancia entre Windsor, castillo real, y el estadio londinense.


DarĆ­o muriĆ³ dejando en herencia a su hijo Jerjes la tarea de castigar la insolencia de los griegos.

Jerjes reuniĆ³ un inmenso ejĆ©rcito, unos trescientos mil hombres, y atravesĆ³ el BĆ³sforo por un puente de barcas que no resistiĆ³ los embates del mar. Entonces el encolerizado Jerjes castigĆ³ al mar haciĆ©ndolo azotar con cadenas, una extravagancia que los griegos contemplaron con displicencia. «Ese tĆ­o es tonto ¿o quĆ©?»

Esta vez los griegos tenĆ­an que habĆ©rselas con dos ejĆ©rcitos persas: uno por mar y otro por tierra. El que iba por tierra tenĆ­a que pasar por el desfiladero de las TermĆ³pilas, de cien metros de anchura, guardado por siete mil griegos, de los cuales trescientos eran espartanos (los trescientos famosos de la pelĆ­cula-cĆ³mic 300, de Zack Snyder, 2006).

Los que vieron la pelĆ­cula recordaran a LeĆ³nidas y sus leones: todos musculosos de gimnasio y con el abdomen marcando unas tabletas de chocolate envidiables. No es probable que los espartanos originales fueran tan musculosos (entonces no existĆ­an los anabolizantes), pero en cualquier caso eran tan disciplinados y valientes como en la pelĆ­cula. Cuando el persa les pidiĆ³ que entregaran las armas, LeĆ³nidas respondiĆ³: (MolĆ³n labĆ©; o sea, «Ven y cĆ³gelas»). Cuando amenazĆ³: «Os lanzaremos tantas flechas que cubrirĆ”n el sol», el griego respondiĆ³: «Tanto mejor, asĆ­ pelearemos a la sombra.»

Esos diĆ”logos que parecen de cĆ³mic son imaginaciones de los historiadores griegos, pero los traigo a colaciĆ³n porque los europeos siempre nos hemos entusiasmado con la batalla de las TermĆ³pilas, que representa nuestra superioridad moral frente a las chusmas invasoras que histĆ³ricamente han venido de Asia y hoy parece que atacan por el turbio sur.

El desfiladero de las TermĆ³pilas en el que los griegos aguardaron al invasor era bastante estrecho, lo que impedĆ­a al persa desplegar sus fuerzas. QuizĆ” los griegos hubieran resistido mĆ”s de tres dĆ­as si no llega a ser porque un traidor le indicĆ³ a Jerjes un sendero de montaƱa que conducĆ­a a la retaguardia de los griegos. Cuando LeĆ³nidas se vio perdido, despidiĆ³ a sus aliados griegos y se quedĆ³ a morir con sus trescientos espartanos. Con un par. Hoy el que visite las TermĆ³pilas se llevarĆ” una decepciĆ³n: la erosiĆ³n y la sedimentaciĆ³n han ensanchado el desfiladero mĆ”s de un kilĆ³metro, hasta el punto de que ya ni puede llamarse desfiladero ni nada, y sĆ³lo se conoce que allĆ­ fue la gesta en los monumentos que le han levantado, amĆ©n de algĆŗn kiosco de recuerdos y bebidas que acoge al turista. Una losa contiene la inscripciĆ³n: «Forastero, di en Esparta que yacemos aquĆ­ tal como nos ordenaron». Es pena esto de que no se conserven los lugares heroicos. Lo mismo pasa en las Navas de Tolosa: llega uno con la ilusiĆ³n de recorrer el espacio que cruzaron los caballeros cristianos a galope contra la morisma y se encuentra un espeso pinar repoblado que no te deja dar un paso.

Grecia se estremeciĆ³ ante la noticia de que la horda persa habĆ­a rebasado las TermĆ³pilas. No habĆ­a ya fuerza que contuviera aquel enorme ejĆ©rcito. Los aliados de Atenas miraron para otro lado.

Los atenienses desampararon su ciudad, protegida por dƩbiles murallas, y se refugiaron en la cercana islita de Salamina, desde cuyas cumbres contemplaron, angustiados, aquella misma noche, el resplandor que proyectaba en el cielo su ciudad incendiada. Los persas no dejaron piedra sobre piedra.

No bastaba con la ciudad para satisfacer la venganza de Jerjes. El persa querĆ­a aplastar a los atenienses. AbandonĆ³ la ciudad tomada y se dirigiĆ³ contra Salamina con todo su poder. Se imaginaba regresando triunfal a Persia con una larga caravana de atenienses reducidos a esclavitud.

Salamina es una isla de perfiles quebrados en una costa igualmente quebrada y azarosa. Las pesadas galeras persas, que maniobraban con gran dificultad tan cerca de la costa, sucumbieron ante las atenienses, mucho mƔs maniobreras.

Jerjes contemplĆ³ el desastre de su escuadra desde un promontorio, en tierra. TodavĆ­a intentarĆ­a aplastar a los griegos en una batalla campal, en Platea (-479), pero resultĆ³ igualmente derrotado. Con el rabo entre las piernas y humillado, el rey de reyes regresĆ³ a sus palacios asiĆ”ticos preguntĆ”ndose cĆ³mo podrĆ­a superar aquella vergĆ¼enza.


Los secos espartanos
 
De Esparta hemos recibido el adjetivo «espartano», que significa «austero, sobrio, firme, severo». De la regiĆ³n que habitaban los espartanos, la Laconia, hemos recibido el adjetivo «lacĆ³nico», que aplicamos a la persona de pocas palabras, como lo eran los espartanos. Ya se ve de quĆ© va la copla: los espartanos vivĆ­an en una adustez sobrecogedora, sometidos a las leyes de Licurgo, un antiguo magistrado tan severo que lindaba en la crueldad.

La vida del espartano, de la cuna a la sepultura, era entrenarse para el combate y endurecerse. En Esparta no habĆ­a lugar para los dĆ©biles. El bebĆ© que nacĆ­a con el mĆ”s mĆ­nimo defecto servĆ­a de alimento a buitres y lobos (lo despeƱaban desde el monte Taigeto). A los niƱos los apartaban de las madres a los siete aƱos y los educaban en incĆ³modos cuarteles sometidos a disciplina militar, con entrenamientos extenuantes. Acostumbrados a la vida dura, a las privaciones, al hambre y al frĆ­o, tambiĆ©n debĆ­an soportar el dolor: uno de los ritos de paso consistĆ­a en ser flagelado frente a una sacerdotisa que sostenĆ­a la imagen de Artemisa. La familia se enorgullecĆ­a de que su vĆ”stago soportara mĆ”s latigazos que el del vecino.

Los jĆ³venes espartanos ingresaban en la vida adulta mediante el rito de la crypteia. Crypteia  viene de criptos («escondido», «oculto»). La describe Plutarco en su Vida de Licurgo, 28, 3-7. que consistĆ­a en desterrarlos descalzos y desnudos, sin mĆ”s equipaje que un cuchillo y una raciĆ³n de pan, para que se buscaran la vida por sus medios a costa de los ilotas (la poblaciĆ³n campesina sometida), a los que podĆ­an robar y asesinar sin cargo alguno, ya que previamente el gobierno de la ciudad les habĆ­a declarado la guerra.

Pasado un tiempo prudencial, los desterrados eran recibidos en la ciudad, ya ciudadanos de pleno derecho, o sea hoplitas certificados, y los infelices ilotas respiraban tranquilos hasta que saliera la siguiente promociĆ³n de reclutas. Los ilotas aguantaron durante generaciones (quizĆ” porque cada aƱo los reclutas espartanos mataban a los mĆ”s rebeldes) hasta que en el aƱo -464, aprovechando que un terremoto habĆ­a asolado Esparta, se rebelaron y se hicieron fuertes en el monte Ithome.

En Esparta no habĆ­a monumentos, ni palacios, ni jardines. Por no tener, al principio no tuvieron ni siquiera murallas porque ¿quiĆ©n iba a atacarlos que fuera mĆ”s peligroso que los espartanos mismos?

Uno cĆ­nicamente piensa: soportaban esa vida por no trabajar, porque los ilotas que les estaban sometidos en condiciones de casi esclavitud se habrĆ­an rebelado contra cualquier amo menos terrible.
       

Los pulidos atenienses

Los otros griegos famosos, los atenienses, evolucionaron de la oligarquĆ­a a la democracia: un voto por hombre, sin mirar fortunas ni calidades (lo que a muchos espĆ­ritus elevados les pareciĆ³ la perversiĆ³n del sistema).

En realidad, una timocracia, que no significa el gobierno de los timadores sino el de los que tienen honor (timĆ©, «honor», y krĆ”tia, «gobierno»). Ahora bien, el honor se confundĆ­a con las propiedades, porque para acceder a los cargos superiores de gobierno habĆ­a que pertenecer a los pentakosiomedimnoi, o sea «hombres de las quinientas fanegas». Otros cargos medios estaban a disposiciĆ³n de los hippeis, o caballeros, propietarios de al menos trescientas fanegas (con las que podĆ­an costearse caballo y equipo pesado de guerra). DetrĆ”s venĆ­an los zeugitai u hoplitas, infanterĆ­a pesada, y finalmente los mĆ”s modestos, los thetes, que eran los que remaban en las galeras en caso de guerra.

Para los platĆ³nicos, «la democracia surge de la oligarquĆ­a en la que el afĆ”n por la ganancia ha relegado la educaciĆ³n y la cultura a un Ćŗltimo plano y ha sumido en la ignorancia a las grandes mayorĆ­as, es decir, a los pobres. Esta democracia es gobernada por un grupo de administradores zĆ”nganos que viven de los ricos supervivientes de la revuelta social que instaurĆ³ la democracia. Finalmente, estĆ” el pueblo, esto es, los trabajadores manuales a los que los polĆ­ticos controlan repartiĆ©ndoles algo de lo que les quitan a los ricos, una mĆ­nima parte comparada con la que se reservan para ellos. Esto conduce a inculpaciones mutuas de corrupciĆ³n entre los ricos y los polĆ­ticos para defenderse frente a acusaciones del pueblo, lo que sembrarĆ” la desconfianza y prepararĆ” el terreno para que un lĆ­der charlatĆ”n aglutine a las masas y se convierta en dictador o tirano».

La democracia ateniense era muy participativa. Los ciudadanos aprendĆ­an a hablar en pĆŗblico, a rebatir los argumentos del contrario, incluso aprendĆ­an a pensar. La oratoria se apreciaba como un arte excelso.

El mƔs ilustre polƭtico ateniense fue Pericles (-495 a -429), hombre culto y sensato, honrado y virtuoso, al que permitieron dirigir la ciudad en solitario (aunque advertƭan que ello conducƭa a la detestada dictadura).

Pericles extendiĆ³ el poder de Atenas mediante juiciosas alianzas y alumbrĆ³ una etapa de prosperidad que se manifestĆ³ en numerosas obras pĆŗblicas. En el sagrado monte de la diosa Atenea, la acrĆ³polis, reconstruyĆ³ en mĆ”rmol los templos de madera que habĆ­an incendiado los persas cuando arrasaron la ciudad, entre ellos el PartenĆ³n.

La rivalidad entre Atenas y Esparta condujo a la guerra del Peloponeso (-420), que durĆ³ veintisiete aƱos y dejĆ³ a Grecia tan postrada que Filipo II, rey de Macedonia (la vecina del norte), la incorporĆ³ a su reino sin gran trabajo (-338).






Autor Juan eslava

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1 comentarios:

  1. Un artĆ­culo sencillamente fantĆ”stico. Instructivo, conciso y ameno. ¡Seguid asĆ­!

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