Hubo un tiempo en el que los mercaderes fenicios aspiraron al monopolio del comercio ultramarino, pero no tardaron en salirles unos competidores tan astutos y emprendedores como ellos: los griegos.
Los griegos tambiĆ©n procedĆan de una tierra pobre, montuosa y superpoblada que los obligaba a echarse al mar para subsistir. Herederos culturales de los cretenses y de los micĆ©nicos, exploraron el MediterrĆ”neo en busca tanto de mercados como de tierras fĆ©rtiles a las que trasladar sus excedentes de población. AĆŗn hoy, la tercera parte de los griegos vive fuera de Grecia.
Los griegos fundaron prósperas colonias en el mar Negro, Asia Menor (actual TurquĆa), el sur de Italia (que llamaron Magna Grecia), Sicilia y la costa mediterrĆ”nea (Marsella y Ampurias, el nombre de Ampurias procede del griego emporio, «mercado».).
Griegos y fenicios. Dos historias paralelas, en apariencia. Sin embargo, los griegos tuvieron mucha mƔs trascendencia que los fenicios. Los fenicios eran imitadores; los griegos, creadores.
La masa de la cultura griega, fermentada por la levadura semita, con el aƱadido de unas gotas de sangre germĆ”nica, ha producido este pan crujiente que nos alimenta, la cultura europea, o sea, la civilización cristiana occidental. Hoy la cuna de Occidente, Europa, estĆ” muy decaĆda, pero nos gustarĆa pensar que no engendró en balde a Aristóteles, Platón, san AgustĆn, Cicerón, Virgilio, Ovidio, Dante, Montaigne, Cervantes, Shakespeare, MoliĆØre, Spinoza, Voltaire, Descartes, Mozart, Kant, Hegel, Nietzsche y algunos otros. TambiĆ©n engendró monstruos, claro, pero ¿y quiĆ©n no?
Los griegos hicieron al hombre centro del universo y medida de la creación. En esto, como en casi todo, se mostraron muy superiores a las otras culturas de su tiempo, que inventaban dioses crueles y exigentes.
En Grecia, bendita sea, nacieron la filosofĆa, el amor al conocimiento, la reflexión sobre el hombre y la naturaleza, la investigación cientĆfica basada en la razón, la observación y la experimentación, el sentido de la libertad, de la dignidad del hombre y de la justicia.
Los griegos cultivaron la belleza y el conocimiento en todas sus formas: bellas artes, oratoria, danza, deporte, medicina, ingenierĆa. Brillaron mĆ”s en ciencias que en tecnologĆa (lo contrario que sus herederos, los romanos). Nos dieron el teatro, la novela, la poesĆa, la mĆŗsica…
Los griegos apreciaban la mesura, la proporción, el dominio y el conocimiento de sĆ mismo, un conjunto de virtudes que hemos heredado a travĆ©s de Roma (aunque no las practiquemos mucho).La hibris o hybris es un concepto griego que puede traducirse como «desmesura», «pasión irracional», «desequilibrio»… todos los males que ahora aquejan a la civilización occidental por haberse apartado de la antigua norma griega
Parece mentira que tanta luz saliera de Grecia, una tierra tan pobre. Los griegos raramente se daban por satisfechos. Lo cuestionaban todo, y por tanto estuvieron dispuestos a experimentarlo todo. Descontentos con la monarquĆa (inevitablemente despótica en aquel tiempo) probaron nuevas formas polĆticas: la oligarquĆa, la plutocracia, la democracia. Una democracia quizĆ” imperfecta, como todas lo son, pero aun asĆ, la forma de gobierno mĆ”s racional. En Atenas, por ejemplo, no votaban los pobres ni las mujeres. Aristóteles justificaba la limitación del voto a los propietarios de alguna fortuna, o sea, a los que pagaban impuestos, porque si se les concedĆa el voto a los pobres exigirĆan tantas ayudas que arruinarĆan el paĆs: «Los pobres sólo reciben, no dan, y siempre piden mĆ”s.»
El vocablo griego (arkĆ©, «gobierno») combina con (monos, «Ćŗnico») para dar la palabra «monarquĆa», el gobierno de una sola persona, aunque sea imbĆ©cil; combinado con (oligós, «pocos») da «oligarquĆa», el gobierno de unos pocos; combinado (an, «sin») da «anarquĆa», falta de gobierno. De (demos, «pueblo») y (kratos, «poder») procede la palabra «democracia», el gobierno del pueblo. De (aristos, «el mejor») y (kratos, «poder») sale «aristocracia», el gobierno de los mejores (en su origen, se entiende; con el tiempo queda en el gobierno de los descendientes de los mejores, lo que no garantiza que sea bueno).
Del centenar largo de ciudades-estado griegas, las dos mĆ”s conocidas hoy, quizĆ” porque representaron formas de vida totalmente distintas y hasta opuestas, fueron Atenas y Esparta, el dĆa y la noche, como quien dice.
Atenas era una democracia de comerciantes y marinos; Esparta, una oligarquĆa de rudos guerreros montaƱeses consagrados a tiempo completo al entrenamiento militar. Entonces, ¿quiĆ©n cultivaba los campos de Esparta y quiĆ©n les pastoreaba el ganado? ; Los ilotas, los descendientes de los antiguos pobladores de la región, a los que los espartanos explotaban como fuerza de trabajo (alguien tiene que trabajar para mantener al guerrero, ¿no?). En Esparta las tierras eran propiedad del Estado y los ilotas que las cultivaban, tambiĆ©n.
Santuarios y olimpiadas
Las ciudades-estado griegas mantenĆan ciertas raĆces comunes: la lengua (con sus variedades dialectales), la historia comĆŗn (el pasado micĆ©nico), la religión (los dioses del Olimpo), la literatura (aquellos poemas, la IlĆada y la Odisea, cantados por los rapsodas en las fiestas) y un venerado santuario comĆŗn, el orĆ”culo de Delfos. AllĆ, en una caverna del monte Pyto, solĆa vivir una enorme y sabia serpiente, la Pitón, que Apolo mató para apoderarse de sus conocimientos. El sarcófago con las cenizas de la serpiente reposaba en el templo de Apolo, bajo una piedra sagrada, el ónfalos («ombligo») que marca el centro del mundo. Hoy el ónfalos estĆ” en el museo de Atenas, pero el resto del santuario estĆ” donde estaba, aunque en ruinas, como todo.
Delfos: de una hendidura en la roca de la montaƱa brotaban vapores volcĆ”nicos que respiraba la Pitonisa, una mĆ©dium sentada en un trĆpode alto. Apolo hablaba por su boca, que, en presencia del consultante, decĆa palabras incoherentes (como que estaba drogada) que los sacerdotes interpretaban. Era algo serio. A la consulta acudĆan tanto particulares como corporaciones, ciudades, asociaciones, etc. El santuario decayó mucho con el fin del paganismo, pero aun asĆ mantuvo su vigencia hasta que el emperador Teodosio el Grande (c. 346-395) lo clausuró el aƱo 390.
El otro gran elemento de cohesión interhelena eran los juegos de Olimpia, en los que competĆan noblemente los atletas de las distintas ciudades. A menudo las ciudades griegas se enzarzaban en guerras y rivalidades intestinas, pero en alguna ocasión supieron unirse contra un enemigo comĆŗn. Los juegos olĆmpicos fueron la primera liga mundial (el mundo eran ellos, los griegos; el resto eran bĆ”rbaros que no contaban).
Esos juegos de Olimpia inspiraron nuestras actuales olimpiadas. Las obras faraónicas en las que se embarca cada paĆs anfitrión contrastan vivamente con las instalaciones deportivas de Olimpia: un mero estadio amplio en el que la Ćŗnica arquitectura es un arco de piedra de acceso: el resto es un valle herbĆ”ceo de fondo plano como una artesa, en el que los espectadores se sentaban en los bancales laterales. Y los premios para los vencedores eran simples ramas de olivo, nada de medallas de oro ni contratos millonarios para publicidad. Claro, tenĆan otras compensaciones: el honor, las fans que se les entregaban extasiadas, los poetas que les componĆan cantos, las ciudades que les levantaban estatuas pĆŗblicas.
Las guerras mƩdicas
La mayor amenaza colectiva que tuvieron que afrontar los griegos fue la de los persas.
Los persas fueron en su origen un pueblo de jinetes nómadas, procedentes de las grandes llanuras asiĆ”ticas, que se asentó al norte de Mesopotamia. Durante siglos estuvieron sometidos a los asirios o a los babilonios, pero hacia el siglo -V se habĆan vuelto tan poderosos que su imperio abarcaba desde la India hasta el mar Negro y el MediterrĆ”neo (Mesopotamia, Siria, Israel, Fenicia, incluso Egipto en algĆŗn momento). Casi todos los pueblos conquistados aceptaban de buen grado la autoridad de los persas porque Ć©stos eran tolerantes, garantizaban la paz y favorecĆan el libre comercio bajo un sistema imperial de pesas, medidas y monedas. Y no se metĆan en las leyes o en las religiones de los pueblos conquistados: les cobraban unos impuestos nada abusivos y los dejaban en paz.
El inmenso imperio, dividido en provincias o satrapĆas, estaba surcado por una red de calzadas reales que favorecĆan las comunicaciones.
Casi todo el mundo estaba contento con los persas, pero los puƱeteros griegos tenĆan que ser la excepción con aquella manĆa suya de no someterse a nadie. Las prósperas colonias griegas de Jonia (en la costa de Asia Menor) no aceptaban de buen grado las imposiciones del remoto gobierno persa y acabaron rebelĆ”ndose contra sus funcionarios imperiales.
DarĆo, el rey de reyes, el pastor de cien pueblos, soberano del mayor imperio jamĆ”s conocido, no podĆa dejar sin castigo la insurrección de aquellos pigmeos. Decidió conquistar Grecia, la metrópoli de las colonias insurrectas, y en especial Atenas, que habĆa auxiliado a los jonios rebeldes.
El rey de reyes convocó un enorme ejĆ©rcito y armó una escuadra formidable. Mala pata: una tempestad estrelló la escuadra contra los acantilados. El gran rey tuvo que aplazar su conquista. Mientras llegaba el dĆa, le encargó a un esclavo de palacio que antes de servirle la comida le dijera: «SeƱor, acuĆ©rdate de los atenienses.»Y ya almorzaba con las tripas negras, claro.
En el aƱo -490 llegó el desquite. DarĆo envió a su yerno contra Grecia al frente de un potente ejĆ©rcito que desembarcó en la llanura de Maratón, cerca de Atenas. Los atenienses les salieron al encuentro. No les importó que hubiera siete persas por cada uno de ellos: atacaron con denuedo y obligaron a los asiĆ”ticos a reembarcar.
Conviene apuntar que, ademĆ”s de mĆ”s disciplinados y mejor entrenados que los persas, los griegos estaban mejor armados. Los helenos combatĆan con grandes escudos de bronce y lanzas largas contra persas armados de escudos de mimbre y lanzas cortas.
El soldado encargado de llevar la noticia del resultado de la batalla a Atenas (hay que imaginar con quĆ© ansiedad la esperaban) recorrió los 40 kilómetros sin descanso y al llegar a la ciudad sólo pudo decir «NenikĆ©kamen» («¡Hemos vencido!») Antes de desplomarse, muerto de fatiga. Ćse es el origen de la cĆ©lebre carrera maratón. FilĆpides se llamaba el esforzado y desventurado corredor. La leyenda es algo confusa. Parece que FilĆpides no corrió de Maratón a Atenas, sino de Maratón a Esparta para pedir refuerzos (fueron 250 kilómetros, en los que invertirĆa dos dĆas). La distancia del Maratón olĆmpico (42.195 metros) se estableció en 1908, en las olimpiadas de Londres, porque era la distancia entre Windsor, castillo real, y el estadio londinense.
DarĆo murió dejando en herencia a su hijo Jerjes la tarea de castigar la insolencia de los griegos.
Jerjes reunió un inmenso ejĆ©rcito, unos trescientos mil hombres, y atravesó el Bósforo por un puente de barcas que no resistió los embates del mar. Entonces el encolerizado Jerjes castigó al mar haciĆ©ndolo azotar con cadenas, una extravagancia que los griegos contemplaron con displicencia. «Ese tĆo es tonto ¿o quĆ©?»
Esta vez los griegos tenĆan que habĆ©rselas con dos ejĆ©rcitos persas: uno por mar y otro por tierra. El que iba por tierra tenĆa que pasar por el desfiladero de las Termópilas, de cien metros de anchura, guardado por siete mil griegos, de los cuales trescientos eran espartanos (los trescientos famosos de la pelĆcula-cómic 300, de Zack Snyder, 2006).
Los que vieron la pelĆcula recordaran a Leónidas y sus leones: todos musculosos de gimnasio y con el abdomen marcando unas tabletas de chocolate envidiables. No es probable que los espartanos originales fueran tan musculosos (entonces no existĆan los anabolizantes), pero en cualquier caso eran tan disciplinados y valientes como en la pelĆcula. Cuando el persa les pidió que entregaran las armas, Leónidas respondió: (Molón labĆ©; o sea, «Ven y cógelas»). Cuando amenazó: «Os lanzaremos tantas flechas que cubrirĆ”n el sol», el griego respondió: «Tanto mejor, asĆ pelearemos a la sombra.»
Esos diÔlogos que parecen de cómic son imaginaciones de los historiadores griegos, pero los traigo a colación porque los europeos siempre nos hemos entusiasmado con la batalla de las Termópilas, que representa nuestra superioridad moral frente a las chusmas invasoras que históricamente han venido de Asia y hoy parece que atacan por el turbio sur.
El desfiladero de las Termópilas en el que los griegos aguardaron al invasor era bastante estrecho, lo que impedĆa al persa desplegar sus fuerzas. QuizĆ” los griegos hubieran resistido mĆ”s de tres dĆas si no llega a ser porque un traidor le indicó a Jerjes un sendero de montaƱa que conducĆa a la retaguardia de los griegos. Cuando Leónidas se vio perdido, despidió a sus aliados griegos y se quedó a morir con sus trescientos espartanos. Con un par. Hoy el que visite las Termópilas se llevarĆ” una decepción: la erosión y la sedimentación han ensanchado el desfiladero mĆ”s de un kilómetro, hasta el punto de que ya ni puede llamarse desfiladero ni nada, y sólo se conoce que allĆ fue la gesta en los monumentos que le han levantado, amĆ©n de algĆŗn kiosco de recuerdos y bebidas que acoge al turista. Una losa contiene la inscripción: «Forastero, di en Esparta que yacemos aquĆ tal como nos ordenaron». Es pena esto de que no se conserven los lugares heroicos. Lo mismo pasa en las Navas de Tolosa: llega uno con la ilusión de recorrer el espacio que cruzaron los caballeros cristianos a galope contra la morisma y se encuentra un espeso pinar repoblado que no te deja dar un paso.
Grecia se estremeció ante la noticia de que la horda persa habĆa rebasado las Termópilas. No habĆa ya fuerza que contuviera aquel enorme ejĆ©rcito. Los aliados de Atenas miraron para otro lado.
Los atenienses desampararon su ciudad, protegida por dƩbiles murallas, y se refugiaron en la cercana islita de Salamina, desde cuyas cumbres contemplaron, angustiados, aquella misma noche, el resplandor que proyectaba en el cielo su ciudad incendiada. Los persas no dejaron piedra sobre piedra.
No bastaba con la ciudad para satisfacer la venganza de Jerjes. El persa querĆa aplastar a los atenienses. Abandonó la ciudad tomada y se dirigió contra Salamina con todo su poder. Se imaginaba regresando triunfal a Persia con una larga caravana de atenienses reducidos a esclavitud.
Salamina es una isla de perfiles quebrados en una costa igualmente quebrada y azarosa. Las pesadas galeras persas, que maniobraban con gran dificultad tan cerca de la costa, sucumbieron ante las atenienses, mucho mƔs maniobreras.
Jerjes contempló el desastre de su escuadra desde un promontorio, en tierra. TodavĆa intentarĆa aplastar a los griegos en una batalla campal, en Platea (-479), pero resultó igualmente derrotado. Con el rabo entre las piernas y humillado, el rey de reyes regresó a sus palacios asiĆ”ticos preguntĆ”ndose cómo podrĆa superar aquella vergüenza.
Los secos espartanos
De Esparta hemos recibido el adjetivo «espartano», que significa «austero, sobrio, firme, severo». De la región que habitaban los espartanos, la Laconia, hemos recibido el adjetivo «lacónico», que aplicamos a la persona de pocas palabras, como lo eran los espartanos. Ya se ve de quĆ© va la copla: los espartanos vivĆan en una adustez sobrecogedora, sometidos a las leyes de Licurgo, un antiguo magistrado tan severo que lindaba en la crueldad.
La vida del espartano, de la cuna a la sepultura, era entrenarse para el combate y endurecerse. En Esparta no habĆa lugar para los dĆ©biles. El bebĆ© que nacĆa con el mĆ”s mĆnimo defecto servĆa de alimento a buitres y lobos (lo despeƱaban desde el monte Taigeto). A los niƱos los apartaban de las madres a los siete aƱos y los educaban en incómodos cuarteles sometidos a disciplina militar, con entrenamientos extenuantes. Acostumbrados a la vida dura, a las privaciones, al hambre y al frĆo, tambiĆ©n debĆan soportar el dolor: uno de los ritos de paso consistĆa en ser flagelado frente a una sacerdotisa que sostenĆa la imagen de Artemisa. La familia se enorgullecĆa de que su vĆ”stago soportara mĆ”s latigazos que el del vecino.
Los jóvenes espartanos ingresaban en la vida adulta mediante el rito de la crypteia. Crypteia viene de criptos («escondido», «oculto»). La describe Plutarco en su Vida de Licurgo, 28, 3-7. que consistĆa en desterrarlos descalzos y desnudos, sin mĆ”s equipaje que un cuchillo y una ración de pan, para que se buscaran la vida por sus medios a costa de los ilotas (la población campesina sometida), a los que podĆan robar y asesinar sin cargo alguno, ya que previamente el gobierno de la ciudad les habĆa declarado la guerra.
Pasado un tiempo prudencial, los desterrados eran recibidos en la ciudad, ya ciudadanos de pleno derecho, o sea hoplitas certificados, y los infelices ilotas respiraban tranquilos hasta que saliera la siguiente promoción de reclutas. Los ilotas aguantaron durante generaciones (quizĆ” porque cada aƱo los reclutas espartanos mataban a los mĆ”s rebeldes) hasta que en el aƱo -464, aprovechando que un terremoto habĆa asolado Esparta, se rebelaron y se hicieron fuertes en el monte Ithome.
En Esparta no habĆa monumentos, ni palacios, ni jardines. Por no tener, al principio no tuvieron ni siquiera murallas porque ¿quiĆ©n iba a atacarlos que fuera mĆ”s peligroso que los espartanos mismos?
Uno cĆnicamente piensa: soportaban esa vida por no trabajar, porque los ilotas que les estaban sometidos en condiciones de casi esclavitud se habrĆan rebelado contra cualquier amo menos terrible.
Los pulidos atenienses
Los otros griegos famosos, los atenienses, evolucionaron de la oligarquĆa a la democracia: un voto por hombre, sin mirar fortunas ni calidades (lo que a muchos espĆritus elevados les pareció la perversión del sistema).
En realidad, una timocracia, que no significa el gobierno de los timadores sino el de los que tienen honor (timĆ©, «honor», y krĆ”tia, «gobierno»). Ahora bien, el honor se confundĆa con las propiedades, porque para acceder a los cargos superiores de gobierno habĆa que pertenecer a los pentakosiomedimnoi, o sea «hombres de las quinientas fanegas». Otros cargos medios estaban a disposición de los hippeis, o caballeros, propietarios de al menos trescientas fanegas (con las que podĆan costearse caballo y equipo pesado de guerra). DetrĆ”s venĆan los zeugitai u hoplitas, infanterĆa pesada, y finalmente los mĆ”s modestos, los thetes, que eran los que remaban en las galeras en caso de guerra.
Para los platónicos, «la democracia surge de la oligarquĆa en la que el afĆ”n por la ganancia ha relegado la educación y la cultura a un Ćŗltimo plano y ha sumido en la ignorancia a las grandes mayorĆas, es decir, a los pobres. Esta democracia es gobernada por un grupo de administradores zĆ”nganos que viven de los ricos supervivientes de la revuelta social que instauró la democracia. Finalmente, estĆ” el pueblo, esto es, los trabajadores manuales a los que los polĆticos controlan repartiĆ©ndoles algo de lo que les quitan a los ricos, una mĆnima parte comparada con la que se reservan para ellos. Esto conduce a inculpaciones mutuas de corrupción entre los ricos y los polĆticos para defenderse frente a acusaciones del pueblo, lo que sembrarĆ” la desconfianza y prepararĆ” el terreno para que un lĆder charlatĆ”n aglutine a las masas y se convierta en dictador o tirano».
La democracia ateniense era muy participativa. Los ciudadanos aprendĆan a hablar en pĆŗblico, a rebatir los argumentos del contrario, incluso aprendĆan a pensar. La oratoria se apreciaba como un arte excelso.
El mĆ”s ilustre polĆtico ateniense fue Pericles (-495 a -429), hombre culto y sensato, honrado y virtuoso, al que permitieron dirigir la ciudad en solitario (aunque advertĆan que ello conducĆa a la detestada dictadura).
Pericles extendió el poder de Atenas mediante juiciosas alianzas y alumbró una etapa de prosperidad que se manifestó en numerosas obras pĆŗblicas. En el sagrado monte de la diosa Atenea, la acrópolis, reconstruyó en mĆ”rmol los templos de madera que habĆan incendiado los persas cuando arrasaron la ciudad, entre ellos el Partenón.
La rivalidad entre Atenas y Esparta condujo a la guerra del Peloponeso (-420), que duró veintisiete años y dejó a Grecia tan postrada que Filipo II, rey de Macedonia (la vecina del norte), la incorporó a su reino sin gran trabajo (-338).
Autor Juan eslava
Autor Juan eslava
Un artĆculo sencillamente fantĆ”stico. Instructivo, conciso y ameno. ¡Seguid asĆ!
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