En 1526 el rey Francisco I de Francia se encontraba en Madrid. Pero no de visita oficial, sino preso en la Torre de los Lujanes, aneja a la casa homónima donde vivía una acomodada familia de comerciantes madrileños. Era una doble humillación a la que se sometía al monarca galo tras perder –y por goleada– la batalla de Pavía.
Por un lado le encerraban en la casa de un vulgar mercader, por otro lo hacían en una ciudad de segunda, en medio de ningún sitio y de donde no podría escapar hasta que firmase una no menos humillante capitulación.
El 16 de enero de aquel año, se presentó en la Villa un legado del rey Carlos con un tratado bajo el brazo que el rey de Francia tendría que firmar sí o sí. Francisco renunciaba a todos sus derechos sobre Borgoña y los principados italianos al tiempo que se comprometía a casarse con Leonor, hermana del rey de España, y a enviar a dos de sus hijos a estudiar en Castilla. No contento con eso, tenía que retirar de inmediato el apoyo a Enrique de Navarra, el rey rebelde que seguía aspirando a reconquistar la parte sur del viejo reino incorporado a España en tiempos de Fernando el Católico.
Como no tenía muchas más opciones, Francisco hincó la rodilla y firmó. De lo contrario se hubiera tenido que quedar a vivir en Madrid, que hoy no está nada mal, pero que en aquel entonces era una pequeña e intrascendente ciudad castellana desconocedora aún del importante papel que la historia le tenía reservado. El Tratado de Madrid se firmó y Francisco fue liberado en la frontera francesa. Nada más llegar a París se desdijo y, esgrimiendo que había firmado el tratado bajo coacción, lo consideró nulo y se dispuso a guerrear de nuevo contra los españoles.
Esta vez, sin embargo, no lo haría solo. Concertó con el Papa Clemente VII una alianza militar –conocida como Liga de Coñac– para alejar a los españoles de la Bota de una vez por todas. La liga reunía a todos los poderes italianos del momento. Se apuntaron los venecianos, los milaneses, los florentinos y, de propina, los ingleses, temerosos de que la estrella de los Habsburgo hispanos brillase demasiado.
Francisco atacó primero por el sur de Lombardía con la intención de evitar que los Tercios se hiciesen con Milán, plaza estratégica desde la que se controla todo el norte de Italia. Carlos –o quizá su canciller Mercurino Gattinara– le vio venir y se lanzó sobre Milán tomándola al asalto. Roma y Francia habían quedado incomunicados por tierra y, para colmo, en Florencia se desató una rebelión contra los Medici. La guerra pintaba bien y estaba casi decidida, pero entonces sucedió algo con lo que nadie contaba. Los soldados imperiales, unos 30.000, llevaban varios meses sin cobrar y se amotinaron.
Ante una situación semejante el rey podía hacer dos cosas y las dos pasaban por continuar la guerra y, naturalmente, ganarla. Una pedir prestado el anticipo de la soldada a los banqueros habituales y luego devolver el principal más los intereses pactados (que dependían de la premura) con el botín de guerra. La otra, más directa, era arrojarse a la desesperada sobre una ciudad rica, asaltarla y que los soldados se cobrasen –en metálico o en especie– la cantidad adeudada.
En aquel momento Carlos no estaba para refinamientos y mucho menos para regateos con los Fúcares, banqueros de confianza de la casa. Hungría acababa de perderse ante los turcos y no disponía de excesivo crédito después de haberse comprado poco antes el título de emperador del Sacro Imperio. Estaba, por decirlo llanamente, sin blanca y con el agua al cuello. De modo que ordenó al duque Carlos de Borbón, un francés renegado que se había puesto al servicio de los españoles, que se dirigiese a Roma y la saquease. Si lo conseguía mataba dos pájaros de un tiro: le bajaba los humos al Papa y pagaba a sus soldados mucho mejor de lo que ellos hubiesen jamás imaginado.
Por un lado le encerraban en la casa de un vulgar mercader, por otro lo hacían en una ciudad de segunda, en medio de ningún sitio y de donde no podría escapar hasta que firmase una no menos humillante capitulación.
El 16 de enero de aquel año, se presentó en la Villa un legado del rey Carlos con un tratado bajo el brazo que el rey de Francia tendría que firmar sí o sí. Francisco renunciaba a todos sus derechos sobre Borgoña y los principados italianos al tiempo que se comprometía a casarse con Leonor, hermana del rey de España, y a enviar a dos de sus hijos a estudiar en Castilla. No contento con eso, tenía que retirar de inmediato el apoyo a Enrique de Navarra, el rey rebelde que seguía aspirando a reconquistar la parte sur del viejo reino incorporado a España en tiempos de Fernando el Católico.
Como no tenía muchas más opciones, Francisco hincó la rodilla y firmó. De lo contrario se hubiera tenido que quedar a vivir en Madrid, que hoy no está nada mal, pero que en aquel entonces era una pequeña e intrascendente ciudad castellana desconocedora aún del importante papel que la historia le tenía reservado. El Tratado de Madrid se firmó y Francisco fue liberado en la frontera francesa. Nada más llegar a París se desdijo y, esgrimiendo que había firmado el tratado bajo coacción, lo consideró nulo y se dispuso a guerrear de nuevo contra los españoles.
Esta vez, sin embargo, no lo haría solo. Concertó con el Papa Clemente VII una alianza militar –conocida como Liga de Coñac– para alejar a los españoles de la Bota de una vez por todas. La liga reunía a todos los poderes italianos del momento. Se apuntaron los venecianos, los milaneses, los florentinos y, de propina, los ingleses, temerosos de que la estrella de los Habsburgo hispanos brillase demasiado.
Francisco atacó primero por el sur de Lombardía con la intención de evitar que los Tercios se hiciesen con Milán, plaza estratégica desde la que se controla todo el norte de Italia. Carlos –o quizá su canciller Mercurino Gattinara– le vio venir y se lanzó sobre Milán tomándola al asalto. Roma y Francia habían quedado incomunicados por tierra y, para colmo, en Florencia se desató una rebelión contra los Medici. La guerra pintaba bien y estaba casi decidida, pero entonces sucedió algo con lo que nadie contaba. Los soldados imperiales, unos 30.000, llevaban varios meses sin cobrar y se amotinaron.
Ante una situación semejante el rey podía hacer dos cosas y las dos pasaban por continuar la guerra y, naturalmente, ganarla. Una pedir prestado el anticipo de la soldada a los banqueros habituales y luego devolver el principal más los intereses pactados (que dependían de la premura) con el botín de guerra. La otra, más directa, era arrojarse a la desesperada sobre una ciudad rica, asaltarla y que los soldados se cobrasen –en metálico o en especie– la cantidad adeudada.
En aquel momento Carlos no estaba para refinamientos y mucho menos para regateos con los Fúcares, banqueros de confianza de la casa. Hungría acababa de perderse ante los turcos y no disponía de excesivo crédito después de haberse comprado poco antes el título de emperador del Sacro Imperio. Estaba, por decirlo llanamente, sin blanca y con el agua al cuello. De modo que ordenó al duque Carlos de Borbón, un francés renegado que se había puesto al servicio de los españoles, que se dirigiese a Roma y la saquease. Si lo conseguía mataba dos pájaros de un tiro: le bajaba los humos al Papa y pagaba a sus soldados mucho mejor de lo que ellos hubiesen jamás imaginado.
El ejército estaba compuesto por tres cuerpos de tres nacionalidades distintas: lansquenetes alemanes capitaneados por Georg von Frundsberg, tercios españoles e infantería italiana a las órdenes de varios condottieri. La expedición partió de Arezzo, en la Toscana, a finales de abril. De camino saquearon varias ciudades menores y el 5 de mayo ya estaban a las puertas de Roma. El Papa Clemente no había pensado en un desenlace como aquel y apenas pudo oponer 5.000 guardias suizos en las murallas. Una minucia al lado de la tropa sedienta de dinero que se encontraba al otro lado.
El día 6 los atacantes penetraron por el Janículo matando a todo el que se le ponía por delante. En una de las refriegas murió el duque de Borbón, comandante imperial que no tardo en ser sustituido por Filiberto de Châlon –otro francés traidor–, tanto o más decidido a sembrar el pánico en la Ciudad Eterna que su antecesor. Y así fue. Nada más entrar, los imperiales ejecutaron públicamente a cerca de mil guardias suizos para que la escabechina sirviese de ejemplo al resto de romanos. El saco de Roma acababa de comenzar.
Los soldados se desperdigaron por toda la ciudad asaltando palacios, basílicas, iglesias y monasterios. Nada estaba a salvo, especialmente las mujeres, parte inexcusable de cualquier botín de guerra que se preciase. Los cardenales, príncipes de la Iglesia al fin y al cabo, podían elegir entre morir como mártires en sus palacios mientras la tropa los saqueaba, o llegar a acuerdos con los capitanes entregando previamente una cantidad determinada de oro, piedras preciosas y otras riquezas fácilmente transportables.
Al cabo de tres días, Châlon dio órdenes de detener de inmediato el saqueo: había llegado la hora de negociar con el Papa, que se encontraba preso en el Castillo Sant’Angelo. No le había dado tiempo a huir y ahora, como Francisco en Madrid un año antes, tenía que hincar la rodilla si no quería permanecer eternamente recluido en la fortaleza. Las condiciones eran dolorosas. El Papa tenía que entregar 400.000 ducados (de oro, claro) a los ocupantes y, además, ceder varias plazas al rey de España, entre las que se encontraban algunas importantes como Módena, Parma y Civitavecchia, puerto de Roma. A todo dijo que sí y se le liberó.
Por una inesperada carambola, Carlos I de España y V de Alemania se había salido con la suya enviando un mensaje al mundo: si esto hacía con el Papa, qué no haría con otros enemigos. El Papado, por su parte, no volvería a ser el mismo. Desde aquel instante se forjó una indestructible alianza entre el trono de San Pedro y el de España que, no mucho después con las guerras de religión alemanas, se convertiría en luz de Trento, espada de Roma y martillo de Herejes. La primera y más importante de las embajadas ante el Santo Padre sería ya la española. En Roma, entretanto, el saco quedaría grabado a fuego durante generaciones.
El día 6 los atacantes penetraron por el Janículo matando a todo el que se le ponía por delante. En una de las refriegas murió el duque de Borbón, comandante imperial que no tardo en ser sustituido por Filiberto de Châlon –otro francés traidor–, tanto o más decidido a sembrar el pánico en la Ciudad Eterna que su antecesor. Y así fue. Nada más entrar, los imperiales ejecutaron públicamente a cerca de mil guardias suizos para que la escabechina sirviese de ejemplo al resto de romanos. El saco de Roma acababa de comenzar.
Los soldados se desperdigaron por toda la ciudad asaltando palacios, basílicas, iglesias y monasterios. Nada estaba a salvo, especialmente las mujeres, parte inexcusable de cualquier botín de guerra que se preciase. Los cardenales, príncipes de la Iglesia al fin y al cabo, podían elegir entre morir como mártires en sus palacios mientras la tropa los saqueaba, o llegar a acuerdos con los capitanes entregando previamente una cantidad determinada de oro, piedras preciosas y otras riquezas fácilmente transportables.
Al cabo de tres días, Châlon dio órdenes de detener de inmediato el saqueo: había llegado la hora de negociar con el Papa, que se encontraba preso en el Castillo Sant’Angelo. No le había dado tiempo a huir y ahora, como Francisco en Madrid un año antes, tenía que hincar la rodilla si no quería permanecer eternamente recluido en la fortaleza. Las condiciones eran dolorosas. El Papa tenía que entregar 400.000 ducados (de oro, claro) a los ocupantes y, además, ceder varias plazas al rey de España, entre las que se encontraban algunas importantes como Módena, Parma y Civitavecchia, puerto de Roma. A todo dijo que sí y se le liberó.
Por una inesperada carambola, Carlos I de España y V de Alemania se había salido con la suya enviando un mensaje al mundo: si esto hacía con el Papa, qué no haría con otros enemigos. El Papado, por su parte, no volvería a ser el mismo. Desde aquel instante se forjó una indestructible alianza entre el trono de San Pedro y el de España que, no mucho después con las guerras de religión alemanas, se convertiría en luz de Trento, espada de Roma y martillo de Herejes. La primera y más importante de las embajadas ante el Santo Padre sería ya la española. En Roma, entretanto, el saco quedaría grabado a fuego durante generaciones.
Tanto que hoy, casi 500 años después, los guardias suizos juran bandera el 6 de mayo en memoria de aquella sangrienta jornada.
autor :Fernando Diaz Villanueba
El país más católico del Mundo. Si es que somos más papistas que el Papa y supongo que a Carlos I eso le quedó más claro que cualquier otra cosa que pudiera aprender a lo largo de su imperial vida.
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