Es una de las mayores paradojas de la Historia. Un gran hombre, según sus mismos asesinos.
Cuídate de los Idus de Marzo! Le dijo el adivino a Julio César, pero éste se rió del oráculo. Y murió asesinado el 15 de marzo (idus de marzo para los romanos) del año 44 antes de Cristo, El asesinato político no es una excepción, sino una constante en la marcha de la Historia. Pero ninguno ha permanecido tan presente en el imaginario colectivo, a lo largo de veinte siglos y medio, como el de César.
Lo que hace extraordinario este magnicidio no es sólo la inmensa figura histórica y cultural de Julio César, ni la supuesta relación paterno-filial de víctima y ejecutor; de príncipes que han matado a padres y hermanos para ocupar su sitio están llenos los anales. Tampoco la causa, que es la defensa de la libertad republicana frente a la amenaza de la tiranía personal; crímenes horrendos en nombre de grandes causas son también moneda corriente.
No, lo fuera de lo común en este caso es la calidad de los asesinos. No se trata de sicarios, profesionales del crimen a sueldo; tampoco de fanáticos exaltados, listos a matar y morir por una idea; ni mucho menos de la maquinaria deshumanizada de una organización terrorista que ha convertido en vulgar la mecánica de la muerte.
Los asesinos de César, en cambio, son lo mejor de la sociedad romana, son los senadores, los padres de la patria en los que reside la soberanía nacional, los patricios más ricos, más educados, a quienes más debería repugnar mancharse las manos de sangre, los que tenían más cosas que perder en una aventura revolucionaria como fue la conspiración contra el dictador vitalicio, Cayo Julio César.
Y no son dos ni tres, son medio centenar los senadores que se involucran, que eligen la Curia, la sagrada sede del Senado, para realizar el asesinato, que llevan ocultos bajo sus togas los puñales para participar personalmente en la muerte. Veintitrés heridas presenta el cuerpo de Julio César, sobre el que de forma ritual golpean uno a uno los senadores, aunque en el tumulto muchas puñaladas yerran el objetivo, y varios conjurados resultan heridos por sus propios compañeros.
Eran tantos los implicados que resulta increíble que César no detectara la conspiración. Los historiadores romanos recogen una serie de señales de advertencia aparentemente sobrenaturales. En realidad reflejan un estado de opinión: la deriva hacia la monarquía de Julio César no podía ser aceptada sin resistencia por los muchos republicanos que había en Roma; pero por otra parte sirvieron para rodear el magnicidio de un halo mítico, son elementos escalofriantes que servirían para convertir un acontecimiento histórico en un drama.
Estrabón habla de personas envueltas en llamas –¿un fuego fatuo?–; Dión Casio cuenta que las lanzas del sacrarium (capilla) de César, sin causa aparente, entrechocaron con gran ruido la noche de antes; y Plutarco relata la pesadilla de Calpurnia, la esposa de César, que le vio degollado, por lo que a la mañana siguiente le pidió que no saliese de casa. Plutarco reflexiona que Calpurnia no era mujer supersticiosa, lo que apunta a que había sospechas en el ambiente. Pero la señal más significativa la daría el propio César. La víspera de su asesinato, cenando en casa de Marco Lépido, se suscitó en la conversación cuál era la mejor muerte. “¡La imprevista!”, dijo premonitoriamente César, con un grito que impresionó a todos.
Vaticinios aparte, hubo una advertencia seria que desgraciadamente no atendió el dictador. Un profesor de griego llamado Artemidoro oyó conversaciones entre los conjurados que le hicieron comprender el complot. Fue a avisar a César la mañana de los idus, pero no era fácil el acceso al amo de Roma. A la puerta de su casa había una multitud de peticionarios esperando que saliese para entregarle sus demandas. Artemidoro puso por escrito lo que sabía de la conspiración y le entregó el papel a César, pero éste no llegó a leerlo.
Por último, en la puerta de la Curia que iba a convertirse en su cadalso, Julio César vio al adivino que días antes le había advertido de la fecha nefasta.“Ya están aquí los Idus de Marzo”, le dijo en tono de burla. “Sí, pero todavía no han pasado”, le respondió el augur.
Le quedaban minutos de vida...
Los conspiradores rodearon a César con la excusa de implorarle el indulto de un amigo; cuando tuvieron seguro que no podría escapar sacaron sus dagas y le apuñalaron, aunque la mayoría de las heridas no eran mortales, pues al fin y al cabo no eran asesinos y les fallaba la mano. Cuando se acercó Bruto, el más virtuoso de los políticos romanos, “pues todos debían participar”según Plutarco, César se cubrió la cabeza con su manto, para no verlo.
Bruto, jefe moral de la conspiración, le hirió en la ingle, lo que debió ser un golpe definitivo, y César cayó por fin a los pies de la estatua de Pompeyo, el héroe de la República, su antiguo amigo y luego rival encarnizado, que desde su pedestal ensangrentado “parecía presidir la venganza sobre su enemigo”.
Cuídate de los Idus de Marzo! Le dijo el adivino a Julio César, pero éste se rió del oráculo. Y murió asesinado el 15 de marzo (idus de marzo para los romanos) del año 44 antes de Cristo, El asesinato político no es una excepción, sino una constante en la marcha de la Historia. Pero ninguno ha permanecido tan presente en el imaginario colectivo, a lo largo de veinte siglos y medio, como el de César.
Lo que hace extraordinario este magnicidio no es sólo la inmensa figura histórica y cultural de Julio César, ni la supuesta relación paterno-filial de víctima y ejecutor; de príncipes que han matado a padres y hermanos para ocupar su sitio están llenos los anales. Tampoco la causa, que es la defensa de la libertad republicana frente a la amenaza de la tiranía personal; crímenes horrendos en nombre de grandes causas son también moneda corriente.
No, lo fuera de lo común en este caso es la calidad de los asesinos. No se trata de sicarios, profesionales del crimen a sueldo; tampoco de fanáticos exaltados, listos a matar y morir por una idea; ni mucho menos de la maquinaria deshumanizada de una organización terrorista que ha convertido en vulgar la mecánica de la muerte.
Los asesinos de César, en cambio, son lo mejor de la sociedad romana, son los senadores, los padres de la patria en los que reside la soberanía nacional, los patricios más ricos, más educados, a quienes más debería repugnar mancharse las manos de sangre, los que tenían más cosas que perder en una aventura revolucionaria como fue la conspiración contra el dictador vitalicio, Cayo Julio César.
Y no son dos ni tres, son medio centenar los senadores que se involucran, que eligen la Curia, la sagrada sede del Senado, para realizar el asesinato, que llevan ocultos bajo sus togas los puñales para participar personalmente en la muerte. Veintitrés heridas presenta el cuerpo de Julio César, sobre el que de forma ritual golpean uno a uno los senadores, aunque en el tumulto muchas puñaladas yerran el objetivo, y varios conjurados resultan heridos por sus propios compañeros.
Eran tantos los implicados que resulta increíble que César no detectara la conspiración. Los historiadores romanos recogen una serie de señales de advertencia aparentemente sobrenaturales. En realidad reflejan un estado de opinión: la deriva hacia la monarquía de Julio César no podía ser aceptada sin resistencia por los muchos republicanos que había en Roma; pero por otra parte sirvieron para rodear el magnicidio de un halo mítico, son elementos escalofriantes que servirían para convertir un acontecimiento histórico en un drama.
Estrabón habla de personas envueltas en llamas –¿un fuego fatuo?–; Dión Casio cuenta que las lanzas del sacrarium (capilla) de César, sin causa aparente, entrechocaron con gran ruido la noche de antes; y Plutarco relata la pesadilla de Calpurnia, la esposa de César, que le vio degollado, por lo que a la mañana siguiente le pidió que no saliese de casa. Plutarco reflexiona que Calpurnia no era mujer supersticiosa, lo que apunta a que había sospechas en el ambiente. Pero la señal más significativa la daría el propio César. La víspera de su asesinato, cenando en casa de Marco Lépido, se suscitó en la conversación cuál era la mejor muerte. “¡La imprevista!”, dijo premonitoriamente César, con un grito que impresionó a todos.
Vaticinios aparte, hubo una advertencia seria que desgraciadamente no atendió el dictador. Un profesor de griego llamado Artemidoro oyó conversaciones entre los conjurados que le hicieron comprender el complot. Fue a avisar a César la mañana de los idus, pero no era fácil el acceso al amo de Roma. A la puerta de su casa había una multitud de peticionarios esperando que saliese para entregarle sus demandas. Artemidoro puso por escrito lo que sabía de la conspiración y le entregó el papel a César, pero éste no llegó a leerlo.
Por último, en la puerta de la Curia que iba a convertirse en su cadalso, Julio César vio al adivino que días antes le había advertido de la fecha nefasta.“Ya están aquí los Idus de Marzo”, le dijo en tono de burla. “Sí, pero todavía no han pasado”, le respondió el augur.
Le quedaban minutos de vida...
Los conspiradores rodearon a César con la excusa de implorarle el indulto de un amigo; cuando tuvieron seguro que no podría escapar sacaron sus dagas y le apuñalaron, aunque la mayoría de las heridas no eran mortales, pues al fin y al cabo no eran asesinos y les fallaba la mano. Cuando se acercó Bruto, el más virtuoso de los políticos romanos, “pues todos debían participar”según Plutarco, César se cubrió la cabeza con su manto, para no verlo.
Bruto, jefe moral de la conspiración, le hirió en la ingle, lo que debió ser un golpe definitivo, y César cayó por fin a los pies de la estatua de Pompeyo, el héroe de la República, su antiguo amigo y luego rival encarnizado, que desde su pedestal ensangrentado “parecía presidir la venganza sobre su enemigo”.
Autor Luis reyes
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