Lo que el moro Muza y sus secuaces tardaron dos años en conquistar, nos costó ocho siglos, con todos sus días y sus noches, reconquistar. El empeño fue lento, a trompicones, salpicado de episodios gloriosos y bochornosas derrotas. Al final, después de 600 años de ajetreo, la Reconquista quedó estancada en los montes de Jaén.
Los reyes cristianos se acomodaron dentro de lo ya ganado y se dedicaron con fruición a darse bofetadas entre ellos, afición, por lo demás, muy nuestra desde tiempos inmemoriales. Había nacido la España de los cinco reinos, cuatro cristianos: Castilla, Aragón, Navarra y Portugal, y uno musulmán: el pequeño emirato nazarí de Granada.
El último empujón de la Reconquista había venido de mano de dos hombres: Fernando III de Castilla y Jaime I de Aragón. Se propusieron darle la puntilla a Al Ándalus, y casi lo consiguen. En una de esas extrañas ocasiones en que los españoles nos ponemos de acuerdo, los dos monarcas concertaron la acción: Jaime I se lanzó sobre Valencia y Mallorca, mientras Fernando entró a saco en el valle del Guadalquivir. Murcia la conquistó el primero y, tras un pacto entre caballeros, se la entregó al segundo, razón por la cual en el valle del Segura se habla hoy castellano y no valenciano.
A este arreglo le sucedieron 250 años de tranquilidad. La frontera se estabilizó y moros y cristianos se dedicaron, dentro de lo posible, al noble y pacífico arte del comercio. Los reyes de Castilla, que, de manirrotos que eran, andaban siempre a la cuarta pregunta, cobraban un tributo a sus homólogos nazaríes. Un tributo en oro, porque Granada, que se beneficiaba de sus privilegiadas relaciones de sangre con el norte de África, era la puerta del oro africano. Quizá de aquí provenga lo del "oro que cagó el moro". Sea como fuere, lo cierto es que Granada era un reino próspero, muy poblado y de refinadas costumbres. Ahí tenemos ese despliegue de orfebrería que es el palacio de la Alhambra como muestra de lo finolis que era aquella dinastía.
A mediados del siglo XV el oro dejó de fluir como lo había venido haciendo y las tornas cambiaron. El rey moro, deleitándose sobre su diván con la contemplación de la sierra, no sabía la que le venía encima. A muchos kilómetros de allí, en la lejana y fría Valladolid, dos jovenzuelos, herederos de Castilla y Aragón, habían contraído matrimonio, casi de matute pero con una idea clara: querían reunir bajo su cetro los dominios de Rodrigo, el último de los godos.
Empezaron entonces las escaramuzas fronterizas. Los que abrieron fuego no fueron, como muchos creen hoy día, los cristianos, sino el gobernador moro de Ronda, Mohamed al Zagrí, que se apoderó de la plaza de Zahara en un arranque de hombría un tanto descerebrado. Las grandes tragedias las desatan siempre arrebatos de este tipo, pero nunca se aprende.
Isabel, que acababa de salir victoriosa de una guerra con Portugal, vislumbró que ella era la elegida por el Altísimo para dar el puntapié definitivo al infiel. Lo cual no es ninguna tontería, y menos en aquellos tiempos. Su marido, ya convertido en rey de Aragón, andaba también ilusionado con el proyecto, por lo que ambos se pusieron manos a la obra.
Los primeros años fueron un tanto descorazonadores. Las mesnadas de Fernando asaltaban en verano la fértil vega del Genil para retirarse con los primeros fríos y un suculento botín. Pero, claro, así no se conquista un reino, de manera que, acuartelado en Córdoba, el astuto aragonés trazó un cuidadoso plan para ganar la guerra.
Organizó un ejército regular con sus distintos cuerpos, su impedimenta y su Estado Mayor. Las campañas serían, como era de rigor, en los meses calurosos, pero no irían a tontas y a locas sino obedeciendo una estrategia premeditada a largo plazo. Del genio de Fernando de Aragón había nacido la guerra moderna. Algo teníamos que inventar. Los resultados fueron inmejorables. En apenas dos veranos Fernando había puesto al emir Muley Hacén mirando a Tarifa, y nunca mejor traida la comparación.
En Granada estas victorias no sentaron demasiado bien. Los granadinos, como buenos musulmanes, se sentían moralmente superiores a los cristianos, y no podían tolerar que un niñato aragonés les diese lecciones de guerra. Afloró entonces la crisis dentro del emirato. Si en la frontera pintaban bastos para el emir, en Palacio se afilaban las dagas en mil intrigas cortesanas. Muley Hacén, que ya era madurito, se encaprichó con una concubina cristiana mucho más joven que él llamada Soraya. Su esposa Aixa, temiendo lo peor y muy resentida por perder la condición de favorita, se conchabó en secreto con su hijo Boabdil para que le destronase y diese cumplida venganza a la traición. Boabdil, que, la verdad, muy avispado no era, se dejó enredar, y pasó lo que pasó.
A Muley Hacén le sucedió lo que a todos los cincuentones que se enamoran de jovencitas. Creyó ser más joven de lo que realmente era, y llevado por el entusiasmo, salió de campaña contra los cristianos para recuperar la ciudad de Alhama, que además de ser plaza importante era el lugar donde pasaba las vacaciones. Boabdil aprovechó la ausencia de su progenitor para dar un golpe de mano con la ayuda del poderoso clan de los Abencerrajes, una familia aristocrática cuya afición predilecta era quitar y poner emires.
Pero Boabdil no fue el único en sacar partido de la situación. Las noticias del folletín familiar granadino llegaron hasta Córdoba, donde había instalado Fernando su cuartel general. El Trastámara, que era más listo que el hambre, se aplicó a fomentar las rencillas internas, que a la postre podían ser más valiosas que el mejor motivado de los ejércitos.
Muley Hacén, enterado de la traición, se refugió en el castillo de Mondújar, asistido por su hermano Mohamed el Zagal. Y allí se quedaron esperando el momento propicio para el desquite. Boabdil ignoró a su padre y consideró, con buen tino, que lo primero era ganarle la partida a los cristianos. Condujo entonces un ejército hasta territorio cristiano, pero ese era campo minado. Los castellanos salieron a su encuentro, le derrotaron en Lucena y se lo enviaron a Fernando cargado de cadenas.
Los nobles pidieron que rodase la cabeza del moro para que sirviese de ejemplo a los granadinos. Pero eso no entraba en los planes del maniobrero Fernando. Le dejó marchar a cambio de que, en secreto, fuese su aliado y pagase una indemnización, porque la guerra estaba saliendo carísima. Los contables de Isabel se las veían negras para atender unos gastos que no hacían sino crecer. El Papa había echado una mano en forma de bula de Cruzada, pero ni eso fue suficiente. Menos mal que al final Granada se ganó, porque de lo contrario la guerra hubiera dejado un profundo boquete en las siempre exhaustas cuentas reales.
Con el emirato partido en dos bandos que se la tenían jurada, Fernando se dispuso a ir troceando con paciencia los dominios del enemigo, mientras su esposa Isabel rezaba... y se cambiaba de camisa a diario. Porque eso de que la reina católica llevó durante once años el mismo jubón es una de las trolas más tontas y maledicentes de cuantas se han inventado.
Desde 1484 todas las campañas fueron triunfantes. Ronda y Marbella cayeron en 1485, Loja en 1486 y Málaga en 1487, tras un sonado asedio. Málaga era un dulce bombón que justificaba el dispendio. Los reyes reclamaron soldados de todos sus reinos, y hasta allí llegaron enfervorecidas huestes de vizcaínos, guipuzcoanos, asturianos y valencianos. La flota castellana bloqueó el puerto para evitar que la ciudad recibiese refuerzos y provisiones de Marruecos. A finales de agosto se rindió. Tanto había costado doblegarla que Fernando fue extremadamente cruel con los supervivientes. Ordenó que todos fuesen esclavizados y, para curarse la mala conciencia, entregó a la ciudad la llamada Virgen de la Victoria, una talla que le había regalado Maximiliano de Habsburgo y que es hoy la patrona de los malagueños.
Lo que quedaba del emirato estaba dividido entre Boabdil, que controlaba Granada, y su tío el Zagal, que tenía en su poder Almería y Guadix. Muley Hacén había muerto dos años antes, abandonado por todos. Se cuenta que, al morir, los pocos partidarios que le quedaban llevaron su cadáver hasta lo más alto de Sierra Nevada, donde le dieron sepultura. El pico pasaría a llamarse como él: Mulhacén, que es, además, con sus casi 3.500 metros, el más alto de la Península. Bonito broche final para el último rey moro que mereció tal nombre.
Fernando se concentró en derrotar al Zagal, correoso militar de fino olfato, antes dar el remate al timorato Boabdil, que se escondía en el Albaicín detrás de las faldas de su madre. Los castellanos conquistaron Baza, y Fernando envió un emisario al Zagal para persuadirle de que la resistencia no tenía sentido... y para que se acordase de lo que había pasado en Málaga. El Zagal lo entendió a la perfección. Entregó Almería y se largó al norte de África, a Tlemecén, donde moriría con el alma partida por todo lo que se había perdido en España.
Granada, la rutilante capital del emirato, era ya, en 1490, fruta madura lista para la recolección. Pero Fernando no quería desperdiciar ni un céntimo ni una vida más de lo necesario, de modo que, en lugar de tratar de tomarla al asalto, la sitió. De un curioso modo: mandó construir una ciudad junto a Granada, a la que llamó Santa Fe, pío nombre que se ha mantenido hasta nuestros días y que ha cruzado el Atlántico. Santa Fe es, por ejemplo, la capital del estado de Nuevo México y una de las provincias de Argentina. Caso insólito éste: edificar una ciudad para sitiar otra. No se volvería a ver cosa igual.
Como, a pesar de todo, Granada resistía, Isabel envió al eficiente Hernando de Zafra para que negociase una salida honrosa. Zafra ofreció a Boabdil un señorío en la Alpujarra, cuantiosas rentas y el compromiso de respetar la religión y las costumbres de los granadinos. El acuerdo no parecía malo, y más en la desesperada situación en que se encontraba, por lo que el emir aceptó. Se fijó el 2 de enero de 1492 para hacer efectiva la entrega de la ciudad. Para evitar machadas de última hora, Fernando ordenó a Gutierre de Cárdenas que entrase con un pequeño contingente por la noche y ocupase la Alhambra.
Al amanecer, los reyes esperaron a Boabdil a orillas del Genil. El moro se acercó parsimonioso, derrotado; hizo ademán de besar las manos de Fernando, cosa que éste rechazó, y entregó las llaves al rey, que, a su vez, se las dio a Isabel. Era su regalo, el más preciado que una reina de Castilla pudo soñar jamás. Gutierre de Cárdenas hizo entonces ondear el pendón de Castilla en lo más alto de la Alhambra, en la torre de la Vela. El cardenal Mendoza, que estaba con él, puso una cruz junto al estandarte. Después de 781 años de batallar sin tregua, la Reconquista había terminado.
La noticia recorrió Europa con celeridad. El Papa hizo repicar al unísono todas las campanas de la Ciudad Eterna. Los reyes de Europa, incluido el de Francia, celebraron la conquista y ordenaron misas en gratitud por la victoria. Mientras tanto, un vencido Boabdil salía camino del exilio en compañía de su madre, la vengativa Aixa. Al coronar uno de los cerros que anticipan la sierra, Boabdil descendió del caballo, se giró y, mientras contemplada compungido el perfil de Granada al atardecer, con sus palacios y torres reflejando la delicada luz dorada que baña la ciudad los días de invierno, se echó a llorar. Es entonces cuando Aixa pronunció una de las frases más famosas de nuestra historia:
"Llora, llora como mujer lo que no supiste defender como hombre".
Cruel epitafio para un rey que nació condenado a la derrota; de ahí que sea conocido como Boabdil el Desdichado. Sus lágrimas siguen hoy inspirando a poetas, y el lugar donde las derramó se llama desde entonces Puerto del Suspiro del Moro.
El destronado iría, como su tío, a morir a África sirviendo a las órdenes del sultán. Granada, por su parte, se cristianizó a golpe de bautismo masivo, y a la vuelta de un siglo su esplendoroso pasado islámico se había convertido en arqueología, ruinas y olvido. Washington Irving, el redescubridor de la Alhambra, haría el resto.
autor Fernando Diaz Villanueva
Acojonante España... Sin palabras....
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