En sus casi cuarenta años de gobierno, Franco sólo temió perder el poder en una ocasión: en la primavera de 1945, cuando sus dos principales aliados, Hitler y Mussolini, se fueron al otro barrio y los vencedores, entre los que se encontraban algunos republicanos españoles, se paseaban orgullosos por Europa, limpiándola de simbología fascista.
Ni antes, con el maquis y el semibloqueo comercial que impuso la flota británica durante la guerra, ni después, con el cierre en banda de las democracias occidentales y el descrédito en Europa, Franco vio peligrar seriamente su dictadura. Las amenazas internas fueron siempre aisladas, de poca envergadura y castigadas con severidad (en algunos casos desproporcionada). Las externas se manejaron con discreción y, a excepción de la emanada de la Conferencia de Potsdam, no llegaron a representar un peligro mayor.
Franco, que era muy cuco, había visto venir la derrota del Eje desde, por lo menos, el invierno del 43, cuando se rindió el VI Ejército alemán en Stalingrado y los aliados ocupaban a placer el norte de África. Como, a fin de cuentas, era militar y no un fanático ideológico de la Falange, supo ver que todo era cuestión de tiempo. El jaque ruso en las estepas y la incontenible potencia militar norteamericana habían decidido el destino de la contienda. Alemania podría resistir algún tiempo, pero la guerra ya estaba perdida, y con ella Hitler y su nacionalsocialismo.
Y así fue. Desde el desastre de Stalingrado, los alemanes se batieron en retirada en todos los frentes. Les quedó cuerda, eso sí, para aguantar dos años y medio más. Franco fue desandando el camino con parsimonia. En octubre repatrió a la División Azul. Al año siguiente restringió las exportaciones de wolframio a Alemania y explusó a sus espías del Protectorado. En 1945 abandonó silenciosamente Tánger, tal y como le pidieron los aliados, promulgó el Fuero de los Españoles y limpió el Consejo de Ministros de inoportunos y ya amortizados camisas azules, para sustituirlos por monárquicos y católicos profesionales, que de estos últimos en el franquismo hubo muchos.
El saludo fascista obligatorio se suprimió en septiembre del 45. Para entonces la guerrera falangista del Generalísimo llevaba tiempo apolillándose en algún armario del Palacio de El Pardo. En sólo tres años había pasado de apoyar sin reservas a las potencias del Eje a tratar de congraciarse con británicos y norteamericanos, a los que estaba dispuesto a perdonarles hasta que se entendiesen con los bolcheviques.
Stalin, por su parte, albergaba cierta esperanza de poder desquitarse, aunque fuese moralmente, de la derrota del 39. De un modo un tanto curioso. Antes del Desembarco de Normandía existió un plan aliado para asaltar desde España la fortaleza nazi en el continente. Stalin se opuso porque nuestro país quedaba muy lejos del frente oriental y porque atravesarlo no sería fácil. El georgiano sabía por experiencia propia que España era un hueso duro de roer: extensa, montañosa y habitada por indómitos requetés de boina y crucifijo, Santiago y cierra España que, después de comulgar, se echaban al monte como fieras poseídas por el espíritu de San Ignacio de Loyola. Los romanos, los moros y Napoleón ya habían probado la amarga medicina hispana, y no era plan que el frente occidental se atascase en alguna serranía ibérica.
Luego, en Potsdam, Stalin se replanteó el asunto y propuso invadir España con las tropas aliadas estacionadas en Francia, reforzadas con exiliados republicanos. Churchill se opuso. Por las mismas razones militares que Stalin un año antes, y porque lo que la URSS perseguía era colocar un peón en el extremo sudoeste de Europa. Si Moscú se hacía con la España de Franco –y después con el Portugal de Salazar–, Inglaterra, Francia e Italia se verían emparedadas por el recrecido imperio soviético. Además, en la práctica no había un recambio para Franco. En el extranjero convivían, como mínimo, cuatro Españas: la del Gobierno republicano en el exilio, radicado en México; la de los combatientes republicanos en la Guerra Mundial, afincados en París; la de los republicanos comunistas, acogidos a sagrado en Moscú, y la de Juan de Borbón, que por entonces paraba en Lausana junto a la reina Victoria Eugenia.
Estas cuatro Españas sólo se representaban a sí mismas, y Churchill lo sabía. Los americanos se fiaban de él. Roosevelt acababa de morir; su sucesor, Harry Truman, masón del Medio Oeste, antiguo dueño de una mercería, poco sabía de Europa, pero intuía que la malencarada y violenta marea roja que procedía del este del Elba no auguraba nada bueno.
Ese cálculo tan elemental fue lo que libró a Franco de una derrota segura, y a España de una devastadora segunda edición de la Guerra Civil, esta vez con portaviones, bombarderos B-29, tanques Sherman y bombas nucleares.
En El Pardo descontaban la intervención y se dispusieron a resistir. En el Desfile de la Victoria, Franco abandonó la tribuna y participó en el mismo a lomos de su caballo, desde el que saludó al respetable y a las cámaras, muchas de ellas de corresponsales extranjeros que harían llegar con celeridad la película a sus países de origen. Si hay que morir, habrá que hacerlo a pecho descubierto, como los Tercios de Flandes, debía de pensar el general; al menos eso era lo que quería mostrar. Luego, en la intimidad del despacho, poco frecuentado ya por Serrano Suñer y demás proalemanes de tiempos pasados, lo que se imponía era la mano izquierda y las buenas formas con el embajador de Estados Unidos.
Si el régimen tenía que reinventarse, se reinventaría. Al fin y al cabo, a él eso del nazismo siempre le había parecido algo propio de paganos nórdicos, gente sin civilizar. No se le podía acusar de haber entrado en la guerra o de haber promulgado leyes antisemitas, como sí hizo el memo de Mussolini. Podía presumir, en cambio, de pedigrí anticomunista, un valioso capital en los tiempos que se avecinaban.
Pero el canje: permanencia en el cargo a cambio de lealtad en la lucha contra el comunismo, no acababa de efectuarse. Y en esas se estuvo durante años. Las fronteras se cerraron, Madrid se quedó sin embajadores y el régimen, aislado, hubo de subsistir con lo puesto. Luego pasó lo que tenía que pasar. En marzo del 46, con los cabecillas nazis aún sentados en el banquillo de Núremberg, Churchill anunció que se había corrido un telón de acero entre Trieste y Stettin.
Dos años después los soviéticos bloquearon Berlín; meses más tarde Mao se apoderó de China; en junio de 1950 estalló la Guerra de Corea.
Franco, que se había portado bien durante aquel lustro, recuperó el crédito. Su beligerancia era nula. En España no se hacían desfiles con antorchas, sino procesiones del Corpus. Aquello de "Por el imperio hacia Dios" se trocó por lo de la "Reserva espiritual de Occidente". Los españoles no estaban por la revolución nacional-sindicalista, sino por agenciarse algo de jamón de contrabando y fumarse una faria en los toros.
España era otra cosa, por eso Franco salvó la camisa y garantizó la pervivencia de su régimen hasta su propia ("su" de él) muerte.
Ni antes, con el maquis y el semibloqueo comercial que impuso la flota británica durante la guerra, ni después, con el cierre en banda de las democracias occidentales y el descrédito en Europa, Franco vio peligrar seriamente su dictadura. Las amenazas internas fueron siempre aisladas, de poca envergadura y castigadas con severidad (en algunos casos desproporcionada). Las externas se manejaron con discreción y, a excepción de la emanada de la Conferencia de Potsdam, no llegaron a representar un peligro mayor.
Franco, que era muy cuco, había visto venir la derrota del Eje desde, por lo menos, el invierno del 43, cuando se rindió el VI Ejército alemán en Stalingrado y los aliados ocupaban a placer el norte de África. Como, a fin de cuentas, era militar y no un fanático ideológico de la Falange, supo ver que todo era cuestión de tiempo. El jaque ruso en las estepas y la incontenible potencia militar norteamericana habían decidido el destino de la contienda. Alemania podría resistir algún tiempo, pero la guerra ya estaba perdida, y con ella Hitler y su nacionalsocialismo.
Y así fue. Desde el desastre de Stalingrado, los alemanes se batieron en retirada en todos los frentes. Les quedó cuerda, eso sí, para aguantar dos años y medio más. Franco fue desandando el camino con parsimonia. En octubre repatrió a la División Azul. Al año siguiente restringió las exportaciones de wolframio a Alemania y explusó a sus espías del Protectorado. En 1945 abandonó silenciosamente Tánger, tal y como le pidieron los aliados, promulgó el Fuero de los Españoles y limpió el Consejo de Ministros de inoportunos y ya amortizados camisas azules, para sustituirlos por monárquicos y católicos profesionales, que de estos últimos en el franquismo hubo muchos.
El saludo fascista obligatorio se suprimió en septiembre del 45. Para entonces la guerrera falangista del Generalísimo llevaba tiempo apolillándose en algún armario del Palacio de El Pardo. En sólo tres años había pasado de apoyar sin reservas a las potencias del Eje a tratar de congraciarse con británicos y norteamericanos, a los que estaba dispuesto a perdonarles hasta que se entendiesen con los bolcheviques.
Stalin, por su parte, albergaba cierta esperanza de poder desquitarse, aunque fuese moralmente, de la derrota del 39. De un modo un tanto curioso. Antes del Desembarco de Normandía existió un plan aliado para asaltar desde España la fortaleza nazi en el continente. Stalin se opuso porque nuestro país quedaba muy lejos del frente oriental y porque atravesarlo no sería fácil. El georgiano sabía por experiencia propia que España era un hueso duro de roer: extensa, montañosa y habitada por indómitos requetés de boina y crucifijo, Santiago y cierra España que, después de comulgar, se echaban al monte como fieras poseídas por el espíritu de San Ignacio de Loyola. Los romanos, los moros y Napoleón ya habían probado la amarga medicina hispana, y no era plan que el frente occidental se atascase en alguna serranía ibérica.
Luego, en Potsdam, Stalin se replanteó el asunto y propuso invadir España con las tropas aliadas estacionadas en Francia, reforzadas con exiliados republicanos. Churchill se opuso. Por las mismas razones militares que Stalin un año antes, y porque lo que la URSS perseguía era colocar un peón en el extremo sudoeste de Europa. Si Moscú se hacía con la España de Franco –y después con el Portugal de Salazar–, Inglaterra, Francia e Italia se verían emparedadas por el recrecido imperio soviético. Además, en la práctica no había un recambio para Franco. En el extranjero convivían, como mínimo, cuatro Españas: la del Gobierno republicano en el exilio, radicado en México; la de los combatientes republicanos en la Guerra Mundial, afincados en París; la de los republicanos comunistas, acogidos a sagrado en Moscú, y la de Juan de Borbón, que por entonces paraba en Lausana junto a la reina Victoria Eugenia.
Estas cuatro Españas sólo se representaban a sí mismas, y Churchill lo sabía. Los americanos se fiaban de él. Roosevelt acababa de morir; su sucesor, Harry Truman, masón del Medio Oeste, antiguo dueño de una mercería, poco sabía de Europa, pero intuía que la malencarada y violenta marea roja que procedía del este del Elba no auguraba nada bueno.
Ese cálculo tan elemental fue lo que libró a Franco de una derrota segura, y a España de una devastadora segunda edición de la Guerra Civil, esta vez con portaviones, bombarderos B-29, tanques Sherman y bombas nucleares.
En El Pardo descontaban la intervención y se dispusieron a resistir. En el Desfile de la Victoria, Franco abandonó la tribuna y participó en el mismo a lomos de su caballo, desde el que saludó al respetable y a las cámaras, muchas de ellas de corresponsales extranjeros que harían llegar con celeridad la película a sus países de origen. Si hay que morir, habrá que hacerlo a pecho descubierto, como los Tercios de Flandes, debía de pensar el general; al menos eso era lo que quería mostrar. Luego, en la intimidad del despacho, poco frecuentado ya por Serrano Suñer y demás proalemanes de tiempos pasados, lo que se imponía era la mano izquierda y las buenas formas con el embajador de Estados Unidos.
Si el régimen tenía que reinventarse, se reinventaría. Al fin y al cabo, a él eso del nazismo siempre le había parecido algo propio de paganos nórdicos, gente sin civilizar. No se le podía acusar de haber entrado en la guerra o de haber promulgado leyes antisemitas, como sí hizo el memo de Mussolini. Podía presumir, en cambio, de pedigrí anticomunista, un valioso capital en los tiempos que se avecinaban.
Pero el canje: permanencia en el cargo a cambio de lealtad en la lucha contra el comunismo, no acababa de efectuarse. Y en esas se estuvo durante años. Las fronteras se cerraron, Madrid se quedó sin embajadores y el régimen, aislado, hubo de subsistir con lo puesto. Luego pasó lo que tenía que pasar. En marzo del 46, con los cabecillas nazis aún sentados en el banquillo de Núremberg, Churchill anunció que se había corrido un telón de acero entre Trieste y Stettin.
Dos años después los soviéticos bloquearon Berlín; meses más tarde Mao se apoderó de China; en junio de 1950 estalló la Guerra de Corea.
Franco, que se había portado bien durante aquel lustro, recuperó el crédito. Su beligerancia era nula. En España no se hacían desfiles con antorchas, sino procesiones del Corpus. Aquello de "Por el imperio hacia Dios" se trocó por lo de la "Reserva espiritual de Occidente". Los españoles no estaban por la revolución nacional-sindicalista, sino por agenciarse algo de jamón de contrabando y fumarse una faria en los toros.
España era otra cosa, por eso Franco salvó la camisa y garantizó la pervivencia de su régimen hasta su propia ("su" de él) muerte.
autor: fernando diaz villanueva
0 comentarios:
Publicar un comentario