En el 510 antes de Cristo, es decir, hace la friolera de 2.500 años, Clístenes, padre de la democracia ateniense y gran reformador, introdujo una curiosa ley en el ordenamiento jurídico de la polis más libre y próspera de Grecia: la ley del ostracismo. Se trataba de una medida que pretendía conjurar por siempre la amenaza de la tiranía alejando de la ciudad a los que sintiesen la tentación de querer imponerla.
El procedimiento era ciego y aspiraba a ser tan justo e imparcial como la misma democracia que Clístenes y los suyos estaban implantando por vez primera en la Historia. Todos los años habría de convocarse una reunión para expulsar u ostraquizar a algún cargo público del que se sospechase ambicionara hacerse con el poder absoluto. Se suponía que durante el año los miembros de la Asamblea habían tenido tiempo suficiente para analizar quién o quiénes eran merecedores de la condena.
La antigua Atenas era, a pesar de su importancia y de la impronta que ha dejado en la Historia, una ciudad realmente pequeña. Los ciudadanos propiamente dichos pasaban a duras penas de los 20.000, y ni siquiera todos vivían en la urbe, que por aquel entonces disponía de un modesto imperio marítimo repartido por todo el mar Egeo y parte del Jónico. Con tan poco ciudadano, lo normal es que todos se conociesen, aunque sólo fuese de oídas.
La Asamblea se reunía en el Ágora, que, a diferencia de la sagrada Acrópolis, se encontraba en pleno centro de la ciudad, muy cerca del barrio de Cerámico, llamado así porque los alfareros solían tener sus taller en él. Esta coincidencia fue la que explica el nombre a la condena. Ostracismo proviene de ostraka, que significa concha de ostra en griego y que, por extensión, también aludía a los trozos de cerámica descartados por los alfareros.
Los miembros de la Asamblea escribían el nombre del ostraquizable en esas conchas, y luego se procedía al recuento: Quien tuviese más votos en tan peculiar comicio tendría que empaquetar sus cosas y largarse de la ciudad durante el tiempo que la propia Asamblea determinase: por lo general, diez años. El ostracismo era, en líneas generales, una condena benigna. No suponía la pérdida de la vida, ni la privación de la libertad, tampoco la expropiación de los bienes del condenado, quien, una vez cumplida su pena, regresaba a Atenas y recuperaba todo lo que había dejado atrás. La idea no era tanto castigar como obligar a tomarse unas vacaciones forzosas al prototirano, para que se pensase otra vez eso de dar un golpe de estado contra la polis.
El primero en ser castigado con el ostracismo fue, según cuenta Aristóteles, un pariente de Pisístrato, antiguo tirano benéfico, padre de Hipías e Hiparco, dos tiranos de los pies a la cabeza que preludiaron la llegada de la democracia. Como casi todas las cosas bienintencionadas, en un principio el ostracismo funcionó bien, pues respondía al espíritu justiciero e imparcial que Clístenes le había insuflado. Pero al cabo de sólo un par de décadas ya era estaba irremediablemente viciada con la corrupción o degeneración de los propios magistrados de la república.
La ley de las consecuencias no deseadas empezó a operar como sólo ella sabe, de un modo diabólico, transformando el ostracismo en un arma política muy seductora. Cuando una facción quería librarse de un rival, no tenía más que caldear contra él los ánimos de los asambleístas. Como el ostracismo era sólo aplicable a los que se dedicaban a la política, a lo largo del siglo V todo el que pudo ser ostraquizado lo fue. Se convirtió en algo normal que unos y otros utilizasen los pedacitos de cerámica para vengarse y allanar el camino de los suyos hacia el poder. Los tres grandes vencedores de la guerra contra los persas: Arístides, Temístocles y Cimón, fueron ostraquizados; lo peor de todo es que fueron ellos mismos los que se ostraquizaron mutuamente.
Arístides, el héroe de la batalla de Maratón, sufrió las intrigas de Temístocles, héroe de la de Salamina, y fue condenado a un breve ostracismo de tres años. A Cimón, hijo del prestigioso general Milciades, le traicionó también el partido de Temístocles, que le acusó de andar en tratos con Esparta. El genial estratego tuvo también su ración de ostracismo, esta vez vitalicia, a modo de venganza por la cantidad de enredos que había protagonizado en la polis.
El sistema de votación era bastante manipulable. Plutarco cuenta una anécdota muy ilustrativa al respecto:
El procedimiento era ciego y aspiraba a ser tan justo e imparcial como la misma democracia que Clístenes y los suyos estaban implantando por vez primera en la Historia. Todos los años habría de convocarse una reunión para expulsar u ostraquizar a algún cargo público del que se sospechase ambicionara hacerse con el poder absoluto. Se suponía que durante el año los miembros de la Asamblea habían tenido tiempo suficiente para analizar quién o quiénes eran merecedores de la condena.
La antigua Atenas era, a pesar de su importancia y de la impronta que ha dejado en la Historia, una ciudad realmente pequeña. Los ciudadanos propiamente dichos pasaban a duras penas de los 20.000, y ni siquiera todos vivían en la urbe, que por aquel entonces disponía de un modesto imperio marítimo repartido por todo el mar Egeo y parte del Jónico. Con tan poco ciudadano, lo normal es que todos se conociesen, aunque sólo fuese de oídas.
La Asamblea se reunía en el Ágora, que, a diferencia de la sagrada Acrópolis, se encontraba en pleno centro de la ciudad, muy cerca del barrio de Cerámico, llamado así porque los alfareros solían tener sus taller en él. Esta coincidencia fue la que explica el nombre a la condena. Ostracismo proviene de ostraka, que significa concha de ostra en griego y que, por extensión, también aludía a los trozos de cerámica descartados por los alfareros.
Los miembros de la Asamblea escribían el nombre del ostraquizable en esas conchas, y luego se procedía al recuento: Quien tuviese más votos en tan peculiar comicio tendría que empaquetar sus cosas y largarse de la ciudad durante el tiempo que la propia Asamblea determinase: por lo general, diez años. El ostracismo era, en líneas generales, una condena benigna. No suponía la pérdida de la vida, ni la privación de la libertad, tampoco la expropiación de los bienes del condenado, quien, una vez cumplida su pena, regresaba a Atenas y recuperaba todo lo que había dejado atrás. La idea no era tanto castigar como obligar a tomarse unas vacaciones forzosas al prototirano, para que se pensase otra vez eso de dar un golpe de estado contra la polis.
El primero en ser castigado con el ostracismo fue, según cuenta Aristóteles, un pariente de Pisístrato, antiguo tirano benéfico, padre de Hipías e Hiparco, dos tiranos de los pies a la cabeza que preludiaron la llegada de la democracia. Como casi todas las cosas bienintencionadas, en un principio el ostracismo funcionó bien, pues respondía al espíritu justiciero e imparcial que Clístenes le había insuflado. Pero al cabo de sólo un par de décadas ya era estaba irremediablemente viciada con la corrupción o degeneración de los propios magistrados de la república.
La ley de las consecuencias no deseadas empezó a operar como sólo ella sabe, de un modo diabólico, transformando el ostracismo en un arma política muy seductora. Cuando una facción quería librarse de un rival, no tenía más que caldear contra él los ánimos de los asambleístas. Como el ostracismo era sólo aplicable a los que se dedicaban a la política, a lo largo del siglo V todo el que pudo ser ostraquizado lo fue. Se convirtió en algo normal que unos y otros utilizasen los pedacitos de cerámica para vengarse y allanar el camino de los suyos hacia el poder. Los tres grandes vencedores de la guerra contra los persas: Arístides, Temístocles y Cimón, fueron ostraquizados; lo peor de todo es que fueron ellos mismos los que se ostraquizaron mutuamente.
Arístides, el héroe de la batalla de Maratón, sufrió las intrigas de Temístocles, héroe de la de Salamina, y fue condenado a un breve ostracismo de tres años. A Cimón, hijo del prestigioso general Milciades, le traicionó también el partido de Temístocles, que le acusó de andar en tratos con Esparta. El genial estratego tuvo también su ración de ostracismo, esta vez vitalicia, a modo de venganza por la cantidad de enredos que había protagonizado en la polis.
El sistema de votación era bastante manipulable. Plutarco cuenta una anécdota muy ilustrativa al respecto:
Estaban en la operación de escribir en las conchas, cuando un hombre del campo que no sabía escribir dio la concha a Arístides, a quien casualmente tenía a mano, y le encargó que escribiese "Arístides". Éste se sorprendió y le preguntó si le había hecho algún agravio: "Ninguno –respondió el hombre del campo–, ni siquiera le conozco, pero ya estoy fastidiado de escuchar continuamente que le llamen El Justo".
Al cabo de sólo una generación, el ostracismo había conseguido justo lo contrario de lo que perseguía su inspirador. En lugar de servir como freno a los tiranos, se erigió en una herramienta de incalculable valor para los que ambicionaban el poder. La ley que lo regulaba fue abolida un siglo después de promulgada, tras los enfrentamientos entre Hipérbolo, Alcibíades y Nicias, tripleta de políticos que trató de ostraquizarse mutuamente como años antes habían hecho los generales que habían derrotado a Jerjes.
La Asamblea la sustituyó por otra condena: la atimia, que en griego significa "desprecio" y que privaba al condenado de todos sus derechos de ciudadanía. Esta pena se conserva hoy en muchos sistemas legales, que contemplan, por ejemplo, la pérdida del derecho a ser elegido para un cargo público. La del ostracismo también la hemos heredado, aunque sólo en un sentido figurado: ser condenado al ostracismo en el mundo actual consiste, básicamente, en ser ignorado por los demás.
A Atenas, la atimia no le sirvió de mucho. Unos años después, ya en el siglo IV, los macedonios, que tenían mucho de belicosos y poco de democráticos, invadieron Grecia y se la anexionaron a su recién nacido imperio. Atenas fue una de las víctimas, y con ella su característico sistema político de democracia directa.
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