A mediados de 1942 Hitler peleaba en un solo frente, el del Este. El resto de Europa era un inmenso patio de recreo para los alemanes, amos incontestables del continente desde la península de Bretaña a la de Crimea. Los ingleses, todavía libres, respiraban aliviados porque la ofensiva sobre las islas había cesado, pero aún estaban muy lejos de soñar con tomarse la revancha; de hecho no tenían muy claro si iban siquiera a poder tomársela.
Los americanos, por su parte, acababan de entrar en la guerra y aún estaban ultimando su estrategia global. En el Pacífico ya la tenían más o menos decidida: irían saltando de isla en isla, valiéndose de su poderío naval, hasta llegar al mismísimo Japón, para, esta vez sí, vengarse por lo de Pearl Harbor. En Europa barajaban distintas posibilidades, y ninguna era buena del todo. La carta normanda estaba sobre la mesa: armar un gran ejército, hacerlo desembarcar en las costas de Bélgica o del norte de Francia y desde allí avanzar hasta la guarida del lobo, copando a los alemanes mediante la superproductividad industrial norteamericana.
Atractiva sobre el papel, sí, pero irrealizable, al menos en aquel momento. Además, la Wehrmacht no era para tomársela a broma. Hitler contaba con el mayor y mejor entrenado ejército del mundo, una máquina de ganar batallas perfectamente engrasada que hubiese amargado cualquier intentona de agarrarse a la yugular del Reich. Descartado el ataque frontal, a los estrategas les quedaban otras dos salidas para abrir la partida europea: una, a través de Italia, la panza del cocodrilo; la otra, dando un pequeño rodeo por el norte de África, donde los aliados podrían foguearse con las tropas alemanas acantonadas en Libia, centro de operaciones del Eje en ese continente.
Escogieron la más prudente, la última de todas. Se puso en marcha entonces la Operación Torch (antorcha), un gran desembarco de tropas angloamericanas en las costas de Marruecos y Argelia, colonias francesas controladas por el Gobierno títere de Vichy. Aquí surgía una duda. Si los alemanes se tomaban muy en serio la operación, había un riesgo considerable de que obligasen a España a entrar en la guerra, o de que cuando menos la cruzaran para tomar Gibraltar, atravesaran el Estrecho y cortaran el paso a los aliados en Marruecos antes de que a éstos les diese tiempo a desplegarse y convencer al gobernador francés de que tenía que unírseles.
De los franceses no podian fiarse del todo, así que la cuestión era peliaguda y exigía la elaboración de un plan B, que dio en llamarse Operación Backbone (espina dorsal), concebido por los británicos para neutralizar un hipotético escenario bélico en el Estrecho de Gibraltar con España y Alemania como compañeras de armas. En líneas generales, este primer Blackbone preveía la invasión inmediata del Marruecos español y la ocupación preventiva de Andalucía, en cuyos límites septentrionales, es decir, en Sierra Morena, habría que resistir la embestida de las divisiones acorazadas alemanas. De este modo Gibraltar quedaría a salvo, y con él las colonias británicas en el Mediterráneo, a merced en aquel momento de alemanes e italianos.
Pero Hitler, concentrado más que nunca en la campaña oriental, ignoró por completo el desembarco africano, y pronto se encontró con los aliados en Túnez hostigando a sus tropas africanas y, lo que era más grave, a tiro de piedra de Sicilia. Cabía entonces la posibilidad de que, perdido Stalingrado, el alto mando alemán dirigiese su mirada sobre el sur de Europa, nuevo y, hasta hacía unos tres meses, insospechado punto caliente de la guerra.
Los americanos, por su parte, acababan de entrar en la guerra y aún estaban ultimando su estrategia global. En el Pacífico ya la tenían más o menos decidida: irían saltando de isla en isla, valiéndose de su poderío naval, hasta llegar al mismísimo Japón, para, esta vez sí, vengarse por lo de Pearl Harbor. En Europa barajaban distintas posibilidades, y ninguna era buena del todo. La carta normanda estaba sobre la mesa: armar un gran ejército, hacerlo desembarcar en las costas de Bélgica o del norte de Francia y desde allí avanzar hasta la guarida del lobo, copando a los alemanes mediante la superproductividad industrial norteamericana.
Atractiva sobre el papel, sí, pero irrealizable, al menos en aquel momento. Además, la Wehrmacht no era para tomársela a broma. Hitler contaba con el mayor y mejor entrenado ejército del mundo, una máquina de ganar batallas perfectamente engrasada que hubiese amargado cualquier intentona de agarrarse a la yugular del Reich. Descartado el ataque frontal, a los estrategas les quedaban otras dos salidas para abrir la partida europea: una, a través de Italia, la panza del cocodrilo; la otra, dando un pequeño rodeo por el norte de África, donde los aliados podrían foguearse con las tropas alemanas acantonadas en Libia, centro de operaciones del Eje en ese continente.
Escogieron la más prudente, la última de todas. Se puso en marcha entonces la Operación Torch (antorcha), un gran desembarco de tropas angloamericanas en las costas de Marruecos y Argelia, colonias francesas controladas por el Gobierno títere de Vichy. Aquí surgía una duda. Si los alemanes se tomaban muy en serio la operación, había un riesgo considerable de que obligasen a España a entrar en la guerra, o de que cuando menos la cruzaran para tomar Gibraltar, atravesaran el Estrecho y cortaran el paso a los aliados en Marruecos antes de que a éstos les diese tiempo a desplegarse y convencer al gobernador francés de que tenía que unírseles.
De los franceses no podian fiarse del todo, así que la cuestión era peliaguda y exigía la elaboración de un plan B, que dio en llamarse Operación Backbone (espina dorsal), concebido por los británicos para neutralizar un hipotético escenario bélico en el Estrecho de Gibraltar con España y Alemania como compañeras de armas. En líneas generales, este primer Blackbone preveía la invasión inmediata del Marruecos español y la ocupación preventiva de Andalucía, en cuyos límites septentrionales, es decir, en Sierra Morena, habría que resistir la embestida de las divisiones acorazadas alemanas. De este modo Gibraltar quedaría a salvo, y con él las colonias británicas en el Mediterráneo, a merced en aquel momento de alemanes e italianos.
Pero Hitler, concentrado más que nunca en la campaña oriental, ignoró por completo el desembarco africano, y pronto se encontró con los aliados en Túnez hostigando a sus tropas africanas y, lo que era más grave, a tiro de piedra de Sicilia. Cabía entonces la posibilidad de que, perdido Stalingrado, el alto mando alemán dirigiese su mirada sobre el sur de Europa, nuevo y, hasta hacía unos tres meses, insospechado punto caliente de la guerra.
Winston Churchill obstinado con la idea de atacar a Alemania desde el sur, retomó la Operación Backbone y la adaptó a la nueva situación. Ahora ya no se trataba de frenar in extremis una invasión alemana del África francesa –ésta se había pasado ya a los aliados–, sino de garantizarse el control del Estrecho para que la campaña italiana pudiese llevarse a cabo con éxito. Si los alemanes, con la anuencia de los españoles, que ya controlaban la orilla sur, tomaban Gibraltar, se convertirían en los dueños del Mediterráneo y los Aliados no podrían invadir Italia.
Había demasiado en juego como para dejar la empresa en manos de la casualidad. El nuevo plan consistía en dos desembarcos masivos sincronizados: uno sobre la costa atlántica, que se llamaría James Sector, con el objeto de tomar Tánger y Larache; y el otro sobre la costa mediterránea (King Sector), desde donde los aliados se harían con Ceuta y Tetuán. Melilla, la plaza española más oriental, sería conquistada desde Argelia y por tierra por una división americana.
Para persuadir a los españoles de que toda resistencia era inútil había que hacer una gran exhibición de fuerza. Estaba previsto que en Backbone participasen cinco portaaviones, siete cruceros y tres destructores; eso, en el agua: en el aire, 200 cazas y medio centenar de bombarderos que abatiesen a la mermada fuerza aérea española y ablandasen la resistencia de las ciudades del Protectorado. Una vez dueños de la costa y del espacio aéreo, ingleses y americanos se encargarían de ir tomando una plaza tras otra con carros de combate de última generación, los británicos MkIII y MkIV, que llegarían desde Casablanca en barcazas.
Poco podía oponer el castigado ejército español a semejante alarde de tecnología, acero y pólvora. En el Marruecos español había en 1942 siete divisiones, que englobaban unos 100.000 hombres, 200 carros de combate desfasados y no muy aptos para el combate y 60 aviones antiguos y con una guerra en las alas. La infantería española era, efectivamente, temible y muy correosa, pero una parte era de reemplazo... y no todos los soldados eran españoles. Churchill contó con ello y previó un levantamiento de la tropa cabileña financiado y armado desde el lado francés con la colaboración de militares republicanos exilados. En el plan se decía:
Había demasiado en juego como para dejar la empresa en manos de la casualidad. El nuevo plan consistía en dos desembarcos masivos sincronizados: uno sobre la costa atlántica, que se llamaría James Sector, con el objeto de tomar Tánger y Larache; y el otro sobre la costa mediterránea (King Sector), desde donde los aliados se harían con Ceuta y Tetuán. Melilla, la plaza española más oriental, sería conquistada desde Argelia y por tierra por una división americana.
Para persuadir a los españoles de que toda resistencia era inútil había que hacer una gran exhibición de fuerza. Estaba previsto que en Backbone participasen cinco portaaviones, siete cruceros y tres destructores; eso, en el agua: en el aire, 200 cazas y medio centenar de bombarderos que abatiesen a la mermada fuerza aérea española y ablandasen la resistencia de las ciudades del Protectorado. Una vez dueños de la costa y del espacio aéreo, ingleses y americanos se encargarían de ir tomando una plaza tras otra con carros de combate de última generación, los británicos MkIII y MkIV, que llegarían desde Casablanca en barcazas.
Poco podía oponer el castigado ejército español a semejante alarde de tecnología, acero y pólvora. En el Marruecos español había en 1942 siete divisiones, que englobaban unos 100.000 hombres, 200 carros de combate desfasados y no muy aptos para el combate y 60 aviones antiguos y con una guerra en las alas. La infantería española era, efectivamente, temible y muy correosa, pero una parte era de reemplazo... y no todos los soldados eran españoles. Churchill contó con ello y previó un levantamiento de la tropa cabileña financiado y armado desde el lado francés con la colaboración de militares republicanos exilados. En el plan se decía:
Los moros que viven en el Marruecos español estarán, por supuesto, encantados de librarse del régimen español. En realidad, no odian a los españoles, pero la guerra del Rif está todavía fresca en su memoria.
No daba puntada sin hilo, el del puro.
Para evitar un contraataque desde la Península, la flota británica bombardearía toda la fachada sur de España, desde Cádiz hasta Almería, concentrándose en puntos delicados como Málaga, Ronda o las inmediaciones de Gibraltar. Quedaba la incógnita de un movimiento relámpago de los alemanes en auxilio de sus aliados, incógnita que se despejaría en cuanto diesen comienzo las operaciones en Italia: con los aliados en Sicilia, Hitler no podría permitirse el lujo de abrirse un nuevo frente.
El momento llegó el 10 de julio de 1943, fecha en que el general Patton y su Séptimo Ejército desembarcaron en el siciliano Golfo de Gela. El día 22 ya estaban en Palermo; el 24, Benito Mussolini fue depuesto por sus propios hombres, como los antiguos emperadores romanos. Los éxitos iniciales en la campaña de Italia marcaron –para bien, claro– la suerte del Protectorado español en Marruecos y de la propia España, que se habría encontrado sin buscarlo con un morlaco muy difícil de lidiar en lo más duro de la posguerra.
La Operación Backbone se clasificó como secreto de Estado hasta que, medio siglo después, fue redescubierta en los Archivos Nacionales de Estados Unidos, entre toneladas de papel y polvo.
¿Ronda?
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