Hubo un tiempo en que la inflación no existía, una época gloriosa en que el dinero era de metal precioso y jamás perdía su valor, en que los ahorros de toda una vida llegaban intactos a la vejez del ahorrador. Esa edad de oro (y de plata) no está tan lejana, a apenas un siglo vista (atrás).
En aquel entonces no se podía emitir más dinero del que permitía el oro o la plata de que disponía el emisor. Las cecas, primero privadas y luego expropiadas por el Estado, acuñaban lo que podían, no lo que querían. Cuando se adoptó como medio de pago, el papel moneda no era un papel sin más, sino un certificado de depósito del metal custodiado en una cámara sellada del banco. Aquél era un mundo, en definitiva, muy diferente al actual.
Pero, ¡ay!, no es oro todo lo que reluce, ni siquiera ese oro que nuestros tatarabuelos creían tener a buen recaudo en el Banco de España.
Los políticos de la Restauración eran tan proclives a gastar lo que no tenían como lo son los que hoy sufrimos. Los Cánovas y los Sagasta eran muy manirrotos. Recaudaban los impuestos y, cuando veían que no les llegaba, recurrían a otras fuentes para cerrar el presupuesto. La principal era emitir deuda fuera de España. Para asegurar la colocación de los bonos, los ministros de Alfonso XII ponían como garantía la isla de Cuba y sus riquezas coloniales.
Con tanto y tan bueno encima de la mesa, ¿quién no le iba a prestar dinero al rey de España?
Perdida Cuba en mala hora, el Gobierno se quedó sin colateral, así que se las ingenió para seguir cuadrando las cuentas sin necesidad de apretarse el cinturón. El camino más directo para ampliar la masa monetaria y gastar más es la inflación, es decir, aumentar artificialmente el dinero existente.
Tan obtusa meta puede conseguirse emitiendo metálico sin respaldo –tal y como se hace desde hace cuarenta años– o envileciendo el respaldo, esto es, el metal, mediante aleaciones que rebajan el valor intrínseco del mismo.
En 1890 en España imperaba lo que se conoce como patrón bimetálico de oro y plata, mejor de lo que tenemos hoy, el patrón de las dos tintas sobre celulosa. El oro que afluía desde todo el país se custodiaba en las cajas del Banco de España. Una cantidad se quedaba ahí, cogiendo polvo, para respaldar los billetes en papel moneda, emitidos por vez primera en 1874. Otra salía al extranjero para atender los pagos de la deuda. La plata, entre tanto, servía para acuñar monedas, todas las monedas, ya que desde 1876 la de plata era la única legal y de curso forzoso.
Los Gobiernos, todos, tanto los liberales como los conservadores, vieron en el envilecimiento de las humildes monedas de plata un medio tosco pero práctico para salir del paso. Como habían hecho los reyes antiguos, empezaron a rebajar el contenido de plata de la moneda más común, la de cinco pesetas, conocida popularmente como duro.
Eso les permitía emitir más duros que nunca a un precio realmente rebajado. Sólo en 1898, año fatal en que se perdio Cuba , se acuñaron más duros que en cualquier otro año del siglo: casi 200 millones de pesetas de una tacada.
El mercado captó la señal a la primera.
No es que el Banco de España tuviese más plata, sino que el duro valía menos, exactamente la mitad. En el cambio de siglo la moneda de cinco pesetas equivalía aproximadamente a 2,5 pesetas/plata. Esto animó a los falsificadores a crear sus propias versiones del cada vez menos popular y demandado duro de plata.
No se sabe muy bien dónde apareció por primera vez, pero sí la primera en que los duros de pega fueron nombrados en sede parlamentaria. Fue durante una sesión en la que un diputado por Gerona se quejaba amargamente de que en su provincia se había descubierto una ceca ilegal de "moneda sevillana". Un diputado hispalense saltó del escaño y le recriminó ofendido que, aparte de la moneda, eso era "también falsificar el apellido".
Los duros sevillanos o gerundenses, tanto da, corrían de un lado a otro de la Piel de Toro a una velocidad asombrosa, haciendo buena la ley que un comerciante inglés, Thomas Gresham, había enunciado tres siglos antes: la moneda mala desplaza a la buena. Los españoles de la época, según descubrían que les habían colado un duro sevillano, inmediatamente lo separaban del resto de monedas y se lo procuraban colocar a otro.
Se formaron, pues, dos mercados de duros, los dos adulterados en distinta cuantía y con dos valores reales diferentes.
El negocio de la falsificación de duros, un negocio que, todo hay que decirlo, había iniciado el propio Gobierno para financiar sus gastos, se extendió por toda España y hasta cruzó el Atlántico. Había cecas de duros sevillanos en Cataluña, en Alicante y, naturalmente, en Sevilla, ciudad que involuntariamente les había dado nombre.
Se detectaron partidas de duros acuñados en México con, según se decía, una plata de excelente calidad, superior incluso a la que empleaba el Banco de España para acuñar los duros buenos.
El mercado quedó, literalmente, tan saturado de duros, que llegaron a no tener valor apenas. Los niños jugaban con ellos en la calle, y los más apañados calzaban las sillas y las mesas con monedas de cinco pesetas que, a esas alturas, ya nadie sabía si eran falsas o auténticas. Se había producido lo que los economistas conocen como repudio de la moneda, que es lo más bajo que puede caer algo que se declara como dinero.
La gente no quería duros... ni a cuatro pesetas, ni a tres, ni a dos, ni a una.
Para 1905, los obreros no aceptaban el jornal en duros y pedían a cambio monedas de peseta; para otro tipo de pagos se exigían billetes que, a fin de cuentas, estaban respaldados con oro contante y sonante. Las compañías de ferrocarril, entonces aún en manos privadas, no los admitían en sus taquillas, y hacer la compra con ellos en un mercado se había convertido en una tarea imposible.
El Estado, que era el responsable último de todo aquel desaguisado monetario, tomó cartas en el asunto.
En 1908 el ministro de Hacienda ordenó un gigantesco rescate de duros falsos. Todo el que tuviese duros podía canjearlos por otros supuestamente buenos. Se armó la marimonera: colas, enfados, canjes mal hechos en los que se entregaba un duro malo a cambio de uno malo, y un dineral tirado a la basura... Todo por la manía que tienen los políticos de gastar más de lo que ingresan.
El escándalo de los duros sevillanos, cuyo nombre ha pervivido hasta nuestros fiduciarios días como sinónimo de falsedad, consolidó el papel moneda en España.
A partir de 1910 los fajos de billetes del Banco de España sustituyeron a la bolsa de monedas de oro como símbolo del dinero. El papel era un valor seguro, certificaba que el portador poseía una cantidad de oro que el banco tenía a bien guardar en una caja fuerte.
Las monedas dejaron de acuñarse en plata y de tener valor intrínseco. En los años 20 las acuñaciones en níquel eran comunes, y, la verdad, no es muy interesante envilecer el níquel, porque no vale demasiado.
En sólo unos años el oro y la plata se habían convertido en bárbaras reliquias reservadas para la acuñación de monedas conmemorativas.
El Gobierno respiró aliviado. Ya, sin freno metálico, podía crear dinero de la nada cuándo, dónde y cómo le pareciese. Y en ello estamos.
En aquel entonces no se podía emitir más dinero del que permitía el oro o la plata de que disponía el emisor. Las cecas, primero privadas y luego expropiadas por el Estado, acuñaban lo que podían, no lo que querían. Cuando se adoptó como medio de pago, el papel moneda no era un papel sin más, sino un certificado de depósito del metal custodiado en una cámara sellada del banco. Aquél era un mundo, en definitiva, muy diferente al actual.
Pero, ¡ay!, no es oro todo lo que reluce, ni siquiera ese oro que nuestros tatarabuelos creían tener a buen recaudo en el Banco de España.
Los políticos de la Restauración eran tan proclives a gastar lo que no tenían como lo son los que hoy sufrimos. Los Cánovas y los Sagasta eran muy manirrotos. Recaudaban los impuestos y, cuando veían que no les llegaba, recurrían a otras fuentes para cerrar el presupuesto. La principal era emitir deuda fuera de España. Para asegurar la colocación de los bonos, los ministros de Alfonso XII ponían como garantía la isla de Cuba y sus riquezas coloniales.
Con tanto y tan bueno encima de la mesa, ¿quién no le iba a prestar dinero al rey de España?
Perdida Cuba en mala hora, el Gobierno se quedó sin colateral, así que se las ingenió para seguir cuadrando las cuentas sin necesidad de apretarse el cinturón. El camino más directo para ampliar la masa monetaria y gastar más es la inflación, es decir, aumentar artificialmente el dinero existente.
Tan obtusa meta puede conseguirse emitiendo metálico sin respaldo –tal y como se hace desde hace cuarenta años– o envileciendo el respaldo, esto es, el metal, mediante aleaciones que rebajan el valor intrínseco del mismo.
En 1890 en España imperaba lo que se conoce como patrón bimetálico de oro y plata, mejor de lo que tenemos hoy, el patrón de las dos tintas sobre celulosa. El oro que afluía desde todo el país se custodiaba en las cajas del Banco de España. Una cantidad se quedaba ahí, cogiendo polvo, para respaldar los billetes en papel moneda, emitidos por vez primera en 1874. Otra salía al extranjero para atender los pagos de la deuda. La plata, entre tanto, servía para acuñar monedas, todas las monedas, ya que desde 1876 la de plata era la única legal y de curso forzoso.
Los Gobiernos, todos, tanto los liberales como los conservadores, vieron en el envilecimiento de las humildes monedas de plata un medio tosco pero práctico para salir del paso. Como habían hecho los reyes antiguos, empezaron a rebajar el contenido de plata de la moneda más común, la de cinco pesetas, conocida popularmente como duro.
Eso les permitía emitir más duros que nunca a un precio realmente rebajado. Sólo en 1898, año fatal en que se perdio Cuba , se acuñaron más duros que en cualquier otro año del siglo: casi 200 millones de pesetas de una tacada.
El mercado captó la señal a la primera.
No es que el Banco de España tuviese más plata, sino que el duro valía menos, exactamente la mitad. En el cambio de siglo la moneda de cinco pesetas equivalía aproximadamente a 2,5 pesetas/plata. Esto animó a los falsificadores a crear sus propias versiones del cada vez menos popular y demandado duro de plata.
No se sabe muy bien dónde apareció por primera vez, pero sí la primera en que los duros de pega fueron nombrados en sede parlamentaria. Fue durante una sesión en la que un diputado por Gerona se quejaba amargamente de que en su provincia se había descubierto una ceca ilegal de "moneda sevillana". Un diputado hispalense saltó del escaño y le recriminó ofendido que, aparte de la moneda, eso era "también falsificar el apellido".
Los duros sevillanos o gerundenses, tanto da, corrían de un lado a otro de la Piel de Toro a una velocidad asombrosa, haciendo buena la ley que un comerciante inglés, Thomas Gresham, había enunciado tres siglos antes: la moneda mala desplaza a la buena. Los españoles de la época, según descubrían que les habían colado un duro sevillano, inmediatamente lo separaban del resto de monedas y se lo procuraban colocar a otro.
Se formaron, pues, dos mercados de duros, los dos adulterados en distinta cuantía y con dos valores reales diferentes.
El negocio de la falsificación de duros, un negocio que, todo hay que decirlo, había iniciado el propio Gobierno para financiar sus gastos, se extendió por toda España y hasta cruzó el Atlántico. Había cecas de duros sevillanos en Cataluña, en Alicante y, naturalmente, en Sevilla, ciudad que involuntariamente les había dado nombre.
Se detectaron partidas de duros acuñados en México con, según se decía, una plata de excelente calidad, superior incluso a la que empleaba el Banco de España para acuñar los duros buenos.
El mercado quedó, literalmente, tan saturado de duros, que llegaron a no tener valor apenas. Los niños jugaban con ellos en la calle, y los más apañados calzaban las sillas y las mesas con monedas de cinco pesetas que, a esas alturas, ya nadie sabía si eran falsas o auténticas. Se había producido lo que los economistas conocen como repudio de la moneda, que es lo más bajo que puede caer algo que se declara como dinero.
La gente no quería duros... ni a cuatro pesetas, ni a tres, ni a dos, ni a una.
Para 1905, los obreros no aceptaban el jornal en duros y pedían a cambio monedas de peseta; para otro tipo de pagos se exigían billetes que, a fin de cuentas, estaban respaldados con oro contante y sonante. Las compañías de ferrocarril, entonces aún en manos privadas, no los admitían en sus taquillas, y hacer la compra con ellos en un mercado se había convertido en una tarea imposible.
El Estado, que era el responsable último de todo aquel desaguisado monetario, tomó cartas en el asunto.
En 1908 el ministro de Hacienda ordenó un gigantesco rescate de duros falsos. Todo el que tuviese duros podía canjearlos por otros supuestamente buenos. Se armó la marimonera: colas, enfados, canjes mal hechos en los que se entregaba un duro malo a cambio de uno malo, y un dineral tirado a la basura... Todo por la manía que tienen los políticos de gastar más de lo que ingresan.
El escándalo de los duros sevillanos, cuyo nombre ha pervivido hasta nuestros fiduciarios días como sinónimo de falsedad, consolidó el papel moneda en España.
A partir de 1910 los fajos de billetes del Banco de España sustituyeron a la bolsa de monedas de oro como símbolo del dinero. El papel era un valor seguro, certificaba que el portador poseía una cantidad de oro que el banco tenía a bien guardar en una caja fuerte.
Las monedas dejaron de acuñarse en plata y de tener valor intrínseco. En los años 20 las acuñaciones en níquel eran comunes, y, la verdad, no es muy interesante envilecer el níquel, porque no vale demasiado.
En sólo unos años el oro y la plata se habían convertido en bárbaras reliquias reservadas para la acuñación de monedas conmemorativas.
El Gobierno respiró aliviado. Ya, sin freno metálico, podía crear dinero de la nada cuándo, dónde y cómo le pareciese. Y en ello estamos.
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