Felipe II de Austria (o Habsburgo), llamado El Prudente (Valladolid, 21 de mayo de 1527 – San Lorenzo de El Escorial, 13 de septiembre de 1598), fue Rey de España desde el 15 de enero de 1556 hasta su muerte, de Nápoles y Sicilia desde 1554 y de Portugal y los Algarves (como Felipe I) desde 1580, realizando una ansiada unión dinástica con Portugal, que duró sesenta años. Fue asimismo Rey de Inglaterra, por su matrimonio con María I, entre 1554 y 1558.
Carlos V abdicó en su hijo Felipe II. El emperador no había cumplido todavía los sesenta, pero era ya un hombre acabado, prematuramente envejecido y baldado por la gota, El emperador vivió su jubilación en el monasterio de Yuste, en Extremadura,
Su hijo Felipe II físicamente, no se le parecía, como no fuera en el maxilar adelantado y el belfo caído. Era menudo, pálido, de pelo rubio fino, y ojos azules acuosos. Felipe II nunca aprendió idiomas (carencia que le acarrearía algún disgusto), pero poseía una cultura considerable, adquirida con buenos preceptores y por sus muchas y variadas lecturas. Era muy aficionado a la música y al ocultismo, y coleccionista compulsivo de todo lo coleccionable (monedas, medallas, estatuas, cuadros, armas, animales africanos).
De mozo, fue algo cazador y bailón; luego, se tornó triste y austero. Es natural, puesto que vivió toda su vida aplastado por el peso del Estado, siempre empapelado hasta las cejas. Felipe II fue un «débil con poder» (Marañón), un hipocondriaco inexpresivo y taciturno, distante ,frío y muy tímido, aunque estuviera investido de todo el poder del mundo.
Durante su gobierno, el Imperio español dirigió la exploración global y la extensión colonial a través del Atlántico y Océano Pacífico, convirtiéndose durante mucho tiempo en el principal país y potencia europea en todo el mundo. Su imperio, el Imperio español se convirtió bajo su gobierno en el primer imperio global, porque por primera vez un imperio abarcaba posesiones en todos los continentes.
El rígido protocolo Austria exigía que el cortesano aguardase a que el rey hablara primero. Felipe clavaba su helada mirada azul en el desventurado que venía a evacuar consultas durante un tiempo que al otro se le antojaba eterno y, cuando lo veía temblar, le decía: «Sosegaos.» De este modo, lejos de tranquilizarlo, lo desasosegaba más todavía. Felipe II era un burócrata, un hombre gris (aunque prefería el negro, color que desde entonces fue imitado por la corte).
Su padre había pasado la vida viajando; él optó por establecer su corte en un lugar fijo. La corte, hasta entonces, había sido itinerante, Carlos V casi la había fijado en Valladolid. Pero Felipe la trasladó a Madrid, que era un poblachón manchego, y luego a El Escorial, el faraónico, palacio real que construyó a su imagen y semejanza.
Por cierto que, corriendo el tiempo, inspiró la arquitectura grandilocuente de los nazis. Al megalómano Hitler le encantaba El Escorial y cada vez que uno de sus ministros aterrizaba en Madrid la visita al monasterio era obligada.
Felipe II no visitó apenas sus territorios fuera de la península y los administró a través de oficiales y virreyes quizá porque temía caer en el error de su padre, Carlos I, ausente de España durante los años de las rebeliones comuneras ,Convirtió España en el primer reino moderno, realizó reformas hidráulicas (presa del Monnegre) y una reforma de la red de caminos, con posadas, con una administración (y una burocracia) desconocida hasta entonces, los administrativos de Felipe II solían tener estudios universitarios, principalmente de las universidades de Alcalá y Salamanca, la nobleza también ocupaba puestos, aunque en menor cantidad.
Felipe II se comunicaba casi diariamente con sus embajadores, virreyes y oficiales repartidos por el imperio mediante un sistema de mensajeros que tardaba menos de tres días en llegar a cualquier parte de la península o unos ocho días en llegar a los Países Bajos
El rey se comunicaba con sus Consejos principalmente mediante la consulta, un documento con la opinión del Consejo sobre un tema solicitado por el rey. Asimismo existían seis Consejos regionales: el de Castilla, de Aragón, de Portugal, de Indias, de Italia y de Países Bajos y ejercían labores legislativas, judiciales y ejecutivas.
Felipe II también gustaba de contar con la opinión de un grupo selecto de consejeros, formado por el catalán Luis de Requesens, el castellano duque de Alba, el vasco Juan de Idiáquez, el cardenal borgoñés Antonio Perrenot de Granvela y los portugueses Ruy Gómez de Silva y Cristóbal de Moura repartidos por diferentes oficinas o siendo miembros del Consejo de Estado.
Felipe II y su secretario se encargaban directamente de los asuntos más importantes, otro grupo de secretarios se dedicaba a asuntos cotidianos. Con Felipe II la figura de secretario del rey alcanzó una gran importancia, entre sus secretarios destacan Gonzalo Pérez, su hijo Antonio Pérez, el cardenal Granvela y Mateo Vázquez de Leca.
En 1586 se crea la Junta Grande, formada por oficiales y controlada por secretarios. Otras juntas dependientes de ésta, eran la de Milicia, de Población, de Cortes, de Arbitrios y de Presidentes.
Desde El Escorial, Felipe II lo controlaba todo la maquinaria del Estado se había tornado extraordinariamente compleja.
Los cinco ministerios o consejos que tuvieron sus bisabuelos, los Reyes Católicos, habían aumentado a nueve con Carlos V, y él los elevó a catorce. Pero los altos funcionarios, virreyes y gobernadores, no disfrutaban de gran autonomía, pues el rey pretendía controlarlo todo desde su despacho.
Felipe II tuvo cuatro mujeres; sucesivas, claro. A los dieciséis años, todavía príncipe, lo casaron con María de Portugal, prima suya por partida doble (los dos eran nietos de Juana la Loca). La novia era gordita y risueña, y el príncipe se aficionó a ella; pero los recién casados no pudieron vivir una gran pasión porque el emperador les había asignado un ayo rodrigón y plenipotenciario que les racionaba el sexo.
Temía Carlos V que el exceso de fornicio quebrantara la salud de su heredero como quebrantó la de su tío Juan, el de los Reyes Católicos. No sabemos si sería por esa vigilancia que le restaba intimidad, pero lo cierto es que la coyunda llegó a resultar un penoso ejercicio para el joven Felipe. «Cuando cumple sus deberes conyugales sufre tal irritación nerviosa que procura hacerlo lo menos posible.» Fue en su madurez cuando aprendió a saborear los sazonados frutos del amor y hasta tuvo también, unas cuantas amantes. No obstante, lo de su relación con Ana de Mendoza, princesa de Éboli ,menudita, guapa, tuerta de un ojo, que tapaba con coquetuelo parche de seda, es seguramente un infundio sin la menor base histórica.
La primera mujer, la portuguesa, murió pronto, de sobreparto, después de alumbrar al infortunado príncipe don Carlos. Es alarmante la cantidad de mujeres de la casa real que fallecían de sobreparto. Ello se debe probablemente a la atención médica que recibían. Los médicos lo arreglaban todo con sangrías, que debilitaban al enfermo y, muy a menudo, lo llevaban prematuramente a la tumba. Los pobres, como no podían costearse los servicios de un médico, eso llevaban ganado.
El segundo matrimonio de Felipe II fue con su tía María Tudor, reina de Inglaterra, la cual, aunque aparentaba ser su abuela, sólo le llevaba once años. La señora era repulsiva, beata, neurótica, propensa a los embarazos histéricos y, lo peor de todo, tremendamente apasionada. Felipe hizo de tripas corazón y se sacrificó por razón de Estado. ¿lo que podría haber ocurrido de tener esta pareja hijos que heredasen a un tiempo España e Inglaterra? Sin duda, la historia del mundo hubiese sido otra. Pero este matrimonio tampoco duró mucho porque María falleció cuatro años después. La señora era ferozmente católica y antes de morir se llevó por delante a muchos protestantes. Por eso la apodaron Bloody Mary, Mary la Sangrienta, apelativo que hoy, ¡lo que son las cosas!, designa un famoso combinado.
El tercer matrimonio de Felipe II fue con la hija del rey de Francia, Isabel de Valois, que antes había sido prometida al príncipe Carlos, el primogénito de Felipe II. Este Carlos era un desequilibrado, típico fruto de la consanguinidad de los Austrias. El chico se enamoró de su madrastra, y ésta fue una de las causas de su temprana muerte (aunque, desde luego, no fue ejecutado por su padre como asegura la leyenda negra).Finalmente, Felipe, de nuevo viudo, se casó por cuarta vez, en esta ocasión con su sobrina Ana de Austria,de la que tuvo a Felipe III, que lo sucedería en el trono.
Felipe II no recibió de su padre el título imperial ni las tierras de Alemania. Carlos V prefirió dejarlas a su hermano Fernando, a sabiendas de que la herencia dividiría a los Austrias en dos ramas. La española se mantuvo hasta 1700 y la propiamente llamada austríaca perduró en Austria hasta 1918 (el famoso Imperio austrohúngaro de las películas de Berlanga y de las de Sissi emperatriz).
Felipe II heredó, eso sí, las otras posesiones europeas de la Casa de Austria, con su carga de conflictos corregida y aumentada, una guerra crónica con Francia y una deuda de veinte millones de ducados y dejó a su sucesor una cantidad que quintuplicaba esta deuda. El nuevo rey, lejos de alterar la política católica e imperial de su padre, la sostuvo (ya se sabe: «sostenella y no enmendalla»), y se embarcó en la ruinosa empresa de defender el catolicismo con el oro que obtenía de América y con los impuestos que exprimía de sus súbditos. toda España, a excepción de Aragón, Cataluña y Valencia, de cada siete ducados que el fisco recaudaba, seis procedían de Castilla. Castilla cargaba con el esfuerzo principal. En compensación también eran castellanos los funcionarios situados en los puestos más relevantes y no compartían con nadie los beneficios del monopolio americano.
En el reinado de Felipe II, en cuyos dominios no se ponía el sol, España sufrió tres bancarrotas, una cada veinte años más o menos. El gasto de tanta guerra, espías y sobornos desbordaba el presupuesto. Los fabulosos envíos de plata americana que los galeones descargaban en los muelles de Sevilla no bastaban. Tampoco bastaron los crecientes impuestos que abrumaban al pueblo trabajador (las clases pudientes, es decir, la Iglesia y la nobleza, seguían gozando de exención fiscal).
Felipe II recurrió, entonces, a vender ejecutorias de nobleza a plebeyos adinerados (que en lo sucesivo pasaban a engrosar la creciente lista de los que no pagaban impuestos), a vender títulos de ciudades a las villas y a enajenar todo lo enajenable. Nada bastó. Para hacer frente a sus dispendios militares, el monarca pidio dinero prestado a los banqueros genoveses (los Bonvisi y los Centurione) y alemanes (los Welser y los Fúcares). Aquellos buitres de las finanzas internacionales adelantaban el dinero necesario dónde y cuándo el rey lo necesitara para cobrarse después, con aumentos usurarios, en la plata que llegaba de América.
Las guerras de Felipe II fueron muchas y variadas: contra Francia, contra el papa, contra Inglaterra, contra el turco, contra los holandeses, contra los corsarios berberiscos y hasta contra los moriscos sublevados en las Alpujarras. Francia, sintiéndose amenazada por el matrimonio inglés de Felipe, se alió con el papa y los turcos.¡Tan extraños compañeros de cama hace la política! Felipe respondió invadiendo simultáneamente las tierras pontificias y las francesas. Acojonado, el papa solicitó la paz; pero los franceses sostuvieron la apuesta y fueron derrotados en San Quintín. En esta batalla, Felipe II se percató de que no podía ser como su padre, al que tanto admiraba. Asistió a ella, aunque a prudente distancia, armado de punta en blanco, y le disgustó tanto la experiencia que comentó: «¿Es posible que esto le gustara a mi padre?».
La situación interna de Francia degeneró. El avance del protestantismo dividió al país en dos bandos irreconciliables, católicos y calvinistas, que al final se trabaron en una guerra civil. El candidato protestante, un Borbón, lo vio claro: mientras Felipe II ayudara a los católicos, él no podría vencer. «¿Qué quieren? “razonó con su conciencia”. ¿Que reine un católico? Pues se hace uno católico y en paz. París bien vale una misa.» El muy ladino se convirtió al catolicismo y dejó a Felipe II sin argumentos para expulsarlo del trono. Ése fue el comienzo de la dinastía borbónica en Francia.
Luego estaban los flamencos rebeldes, por un lado; por otro, los turcos, que avanzaban irresistiblemente por Europa central y el Mediterráneo, y finalmente los ingleses, que incordiaban lo suyo apoyando a los rebeldes flamencos y enviando corsarios contra las colonias americanas. Las guerras por sostener el catolicismo o los dominios de la Casa de Austria se lo llevaron todo, pero Felipe II continuo sin vacilación, incluso con mayor convicción: «Prefiero perder mis Estados a gobernar sobre herejes.» .
Tenia problemas en todas partes. Como un bombero acudía de un frente a otro con la manguera del oro y la sangre sin dejar completamente sofocado ningún incendio, de modo que tarde o temprano todos se reproducían, incluso más devastadores que al principio.
En el Mediterráneo, los turcos continuaron avanzando, a pesar de la gran victoria de Lepanto, que, a la postre, no resolvió nada. En Flandes, la rebelión, atizada desde Francia e Inglaterra, fue a más. A pesar de la radical intervención del duque de Alba, aquello se convirtió en una especie de Vietnam español («universal sepulcro de España», lo llama Quevedo), que consumió tropas y hacienda para al finalmente perderse.
Como su padre con los protestantes alemanes, Felipe II tuvo que ceder ante los flamencos. Los protestantes se integraron en las provincias del norte (actual Holanda), mientras que al sur la mayoría católica formaría, más adelante, Bélgica. El fracaso de Flandes, además de precipitar la ruina de España, dejó un secular resentimiento en unos países en los que todavía las madres, para asustar a los niños inapetentes, amenazan con llamar al duque de Alba, que es el coco de aquellas latitudes.
«Chamuscar las barbas del rey de España.» Eso es lo que, según los patrioteros ingleses, hizo el famoso corsario Drake cuando asaltó el puerto de Cádiz y destruyó la flota española allí fondeada. Fue una más de las provocaciones que forzaron a Felipe II a escarmentar a los ingleses, con tan mala fortuna que el remedio fue peor que la enfermedad. El más sonado fracaso de Felipe II fue el de la Armada Invencible, enviada contra Inglaterra. En realidad, nunca se denominó invencible, el adjetivo se lo adjudicaron, para mayor escarnio, los enemigos de España, y paradójicamente, ha echado aquí más raíces que en ningún otro lugar.
El plan parecía bueno, incluso era bueno, siempre que se contara con el telégrafo o, en su defecto, con el teléfono o cualquiera de los inventos modernos que sirven para comunicarse a distancia, un móvil, un fax, incluso. Para el nivel técnico de su época era un plan demencial, absolutamente imprudente, como advirtieron al rey sus consejeros. Se trataba de expulsar del trono a Isabel y reinstaurar el catolicismo en la isla. Para ello, bastaba con transportar el ejército de Flandes al otro lado del canal de la Mancha.
Pero con las limitadas comunicaciones de la época era completamente imposible coordinar las dos fuerzas, barcos y tropas. Cuando llegaron los barcos, las tropas no estaban listas, y la Armada, acosada por los ingleses, tuvo que regresar a sus lejanas bases por el único camino que le quedaba libre, rodeando Irlanda en la época de las tormentas. Como es natural, los historiadores han exculpado a Felipe II y han cargado toda la responsabilidad del desastre en el comandante en jefe de la flota, el duque de Medina Sidonia, cuyo comportamiento, en realidad, fue ejemplar y hasta heroico. Además este hombre tuvo la vergüenza torera de apartarse del mundo, regresar a casa y no decir ni pío el resto de su vida. La Armada Invencible se saldó con treinta y cinco barcos perdidos y dos de cada tres hombres muertos, de los que solamente mil cuatrocientos perecieron en combate. Los dieciocho mil restantes murieron en naufragios, por enfermedad y privaciones, o desembarcaron en Irlanda y fueron asesinados por los ingleses.
Los ingleses asocian el nombre de España a la Armada y fundamentan su orgullo nacional en aquella victoria. Desde la escuela les inculcan la fantástica y legendaria versión que tejió la propaganda protestante: España era el gigante Goliat, poderoso y armado hasta los dientes, y fue vencido por el diminuto David británico. Imaginan la Armada española mucho más poderosa de lo que en realidad fue y reducen las fuerzas inglesas a un puñado de heroicos navíos, tripulados por audaces patriotas. La decepcionante realidad es que los ingleses movilizaron 226 naves y los españoles solamente 137, de las cuales la mayoría eran simples mercantes, torpes de maniobra. A ello cabe añadir que la artillería española daba pena.
Los arqueólogos han rescatado muchos cañones de los naufragios de la Invencible en las costas de Irlanda. Muchos de ellos eran ya obsoletos en tiempos de la Armada; otros, fabricados precipitadamente para la ocasión, no habrían pasado un mínimo control de calidad: están mal fundidos, con las ánimas torcidas y el hierro poroso. Con estos datos, ya se puede hacer una idea de quién derrotó a la Armada. No los ingleses, ciertamente, sino la chapuza hispánica, el tente mientras cobro.
Felipe II no escarmentó. Envió otras tres armadas contra Inglaterra, que fracasaron igualmente, siempre por el mismo motivo: pensadas para navegar en las propicias aguas del verano, los retrasos las retenían hasta el otoño, y cuando se hacían a la mar, las tormentas propias de la estación las cogían de recio y las dejaban echas unos zorros. Lo dicho, la perseverante chapuza hispánica.
Un sistema sofisticado de escolta y de inteligencia frustraron la mayoría de los ataques corsarios a la Flota de Indias a partir de la década de 1590: las expediciones bucaneras de Francis Drake, Martin Frobisher y John Hawkins en el comienzo de dicha década fueron derrotadas.
Los éxitos de Felipe II, si exceptuamos Lepanto, fueron más bien domésticos: el aplastamiento de la sublevación morisca, la represión de la rebelión aragonesa y la anexión de Portugal, después de que su sobrino, el rey don Sebastián, desapareciera sin dejar herederos. Los moriscos del antiguo reino de Granada, abrumados por los impuestos y enfurecidos por los decretos que prohibían el uso de su lengua y la observancia de sus costumbres, se alzaron en armas con la esperanza de recibir apoyo de los turcos; pero los turcos no comparecieron, la rebelión fue violentamente sofocada, y los supervivientes, desterrados a distintos lugares del reino, donde tampoco se asimilaron.
El conflicto de la corona con los aragoneses se debió al contencioso de Felipe II con su secretario Antonio Pérez, que hizo valer su condición de aragonés para ampararse en los fueros de aquel reino y escapar de la justicia real. Entonces, Felipe II intentó burlar la inmunidad haciéndolo procesar por la Inquisición, pero Aragón se levantó en armas, y el rey tuvo que enviar tropas para sofocar la rebelión.
Felipe II heredó Portugal, y su considerable Imperio, después de sobornar generosamente a una parte de la nobleza portuguesa para que apoyara su candidatura. Nunca fue aceptado por los suspicaces portugueses, y eso que los halagó ratificando sus libertades, privilegios y permitiéndoles que administraran sus colonias.
El Rey Prudente, y más papista que el papa, esquilmó España y se gastó el dinero que tenía y el que pidió prestado en mantener el catolicismo en Europa. Si seguimos llamando Siglo de Oro a la época de los Austrias es porque, paradójicamente, la literatura, la pintura y la mística florecieron hasta alcanzar sus más altas cotas, A la España pluriforme y multirracial de la Edad Media sucedió la reaccionaria y recelosa de los Austrias, un país en el que la libertad escandalizaba. En el Quijote se censura a Alemania «porque allí cada uno vive como quiere porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia».Ya empezaba el «viva las cadenas». España, paladín de la Contrarreforma, acató con entusiasmo las directrices del Concilio de Trento.
El pensamiento se hizo sospechoso. Se desconfiaba de los libros y de la cultura. El buen cristiano acataba, a puño cerrado, con la sencilla fe del carbonero, los dogmas y enseñanzas de la Iglesia y no necesitaba saber más. La lectura era un hábito protestante que lleva a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana.
Abrumada por su destino imperial, España se convirtió en «el Tibet de Europa» (Ortega y Gasset), se aisló a lo extranjero, y se cerró a las ideas liberales que el Renacimiento sembraba en Europa. España se había erigido en defensora del honor de Dios.
El honor de Dios exigía que los portadores de sangre maldita, descendientes de judíos, fuesen apartados de todo cargo o empleo oficial. No debían aspirar a nada. Por espacio de más de un siglo, el candidato a ingresar en una orden religiosa, en una hermandad o en una cofradía, el aspirante que pretendía un cargo o un honor, un canonicato o cualquier otra sinecura en la administración o en la Iglesia (esa secular aspiración hispánica de vivir de los Presupuestos Generales del Estado), tenía que presentar un estatuto de limpieza de sangre, en el que probaba documentalmente y con testigos la pureza de su linaje y que sus antepasados no habían sido ni moros ni judíos.
La gente sencilla acató con entusiasmo las exigencias de la limpieza de sangre. Ellos no tenían nada que perder. Los conversos no se habían mezclado con ellos, sino con la aristocracia y la burguesía. El aperreado ganapán descubría, de pronto, que tenía un motivo para sentirse importante. Aunque estuviera en lo más bajo de la escala social, podía mirar por encima del hombro a muchos vecinos de mayor posición y riqueza, pero manchados con el estigma de una bisabuela judía o un pariente converso. De pronto, los desheredados de la fortuna descubrieron que tenían pedigrí y se aferraron a él como lapas. Ser limpio de sangre, descendiente de cristianos viejos, sin mezcla alguna de judío, de moro o de hereje, era un honor del que otros más ricos o nobles no podían presumir. Los nobles tenían honra, excelencia y virtud heredadas de su linaje; los pobres tenían un don más precioso: el honor, es decir, la pureza de sangre.
La vida social se degradó. Cundieron la miseria moral, la incultura, el fanatismo religioso y el desprecio al trabajo, actitudes propias de la aristocracia, a la que ahora imitaba el pueblo, alentado por su concepto del honor. La figura del hidalgo pobre y muerto de hambre como el del Lazarillo se hizo familiar. En un país eminentemente agrícola, los campos estaban abandonados. Cualquier pretexto era válido para declarar día feriado. Apenas quedaban cien jornadas laborables en el año. Tampoco estimulaba el trabajo una economía demencial, que favorecía las importaciones y la adquisición de caros productos manufacturados procedentes de la materia prima que ella misma vendía a bajo precio .
En el ambiente de apatía generalizada, las costumbres se corrompieron, el trabajo se consideró marca de bajeza y muchos individuos que en otra circunstancia hubieran sido buenos artesanos o labradores se dieron en la picaresca y a vivir a salto de mata, en las mismas lindes de la delincuencia, cuando no inmersos en ella. Nubes de mendigos invadían los caminos e iban de una ciudad a otra, especialmente a Sevilla, trampeando con la vida.
Muchos se empleaban como criados sólo por la comida. En alguna ocasión un señor al que se censuraba el excesivo número de criados que mantenía replicó: «No los tengo porque los necesite, sino porque ellos me necesitan a mí.»En materia moral, las costumbres libres del período anterior se corrigieron, al menos externamente. En el imperio de la doble moral, la obsesión del pecado de la carne presidía las relaciones entre los dos sexos: «Nuestros sentidos están ayunos de lo que es la mujer —escribe Quevedo— y ahítos de lo que parece.»
La mayor parte de la vida de Felipe II su salud fue delicada. Padeció numerosas enfermedades, y durante sus diez últimos años de vida la gota le tuvo postrado. Llegó a perder la movilidad de la mano derecha sin poder firmar los documentos. Comulgó por última vez el 8 de septiembre, ya que los médicos se lo prohibieron a partir de ese momento por miedo a ahogarse al tragar la hostia. A las cinco de la madrugada del domingo 13 de septiembre de 1598 fallecía en el Monasterio de El Escorial el monarca más poderoso de la tierra en aquel momento, en cuyos dominios nunca se ponía el sol. Tenía 71 años y su agonía duró 53 días, en los que sufrió todo tipo de enfermedades: gota, artrosis, fiebres tercianas, accesos e hidropesía entre otras. Fue sepultado en el Monasterio del Escorial, que él había ordenado construir.
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Alyssa Avalos
Me ha gustado mucho el artículo, esta época me apasiona. No obstante, la leyenda negra, que con parte de realidad nos sigue oprimiendo en la visión que sobré nuestro propio pasado tenemos. No se trata de enaltecer de forma ciega nuestra historia, sino de ser objetivos. En su artículo he encontrado sin embargo una parte de cada, y, en alguna ocasión una visión muy negativa de la figura de Felipe II.
ResponderEliminarNo se menciona como El Escorial constituyo la mayor pinacoteca del mundo, me mayor biblioteca, y no sólo cerrada a la figura del rey y de los monjes