Si la primera vez que la palabra revolución aparece en la Historia es de la mano de Copérmico, su máximo exponente en el ámbito sociopolitico llegará con la insurrección francesa de 1789.
El éxito obtenido por aquella ruptura con el orden establecido fue el modelo de muchos procesos posteriores.
Dicen que en la noche del 14 de julio de 1789, cuando el duque de La Rochefoucauld-Liancourt comunicó a Luis XVI la toma de la Bastilla por el pueblo de París, el Rey exclamó: "C'est une revolte!", a lo que Líancourt respondió: "Non, Sire, c'est une révolution", ¿Cómo podía el astuto duque saber que lo que estaba en juego era algo más de que una mera revuelta, y por qué merecía el apelativo de revolución?
¿Qué hay de distintivo en las revoluciones que las distinguen de las meras revueltas o rebeliones? A primera vista, la respuesta es simple. Una revolución se diferencia de cualquier otro proceso de cambio social en que, además de usar la violencia para alterar el orden político, introduce una fase de transformación radical mucho más trascendental que da inicio a una nueva era.
Lo revolucionario es así cualitativamente distinto de lo que siempre ha caracterizado al proceso de mutación o cambio social y político.
Sin embargo, lo curioso del caso y lo que lo diferencia de otros procesos similares es la elección, por parte de nuestro personaje, de un término relativamente nuevo que hasta entonces carecía de una semántica clara.
El origen del vocablo revolución hay que retrotraerlo a la obra del astrónomo nicolás Copérnico (1473-1543) De revolutionibus orbium celestium. En sus páginas se refería al movimiento rotatorio de las estrellas, sujeto a las leyes de la naturaleza; un movimiento de carácter irresistible y ajeno a la acción del hombre.
Según la politóloga alemana Hannah Arendt (1906-1975),revolución equivalía en gran medida a la palabra griega anacyclosis, con origen también en la astronomía, y que fue empleada por Polibio para aludir al inexorable paso de distintos ciclos políticos.Según las propias palabras de Arendt, venía a significar "que las pocas formas de gobierno conocidas giran entre los mortales en una ocurrencia eterna y con la misma fuerza irresistible con que las estrellas siguen su camino preordenado en el firmamento".
Sin embargo, poco a poco, el término fue dando paso a un sentido bien distinto.
Curiosamente, seria la propia obra de Copérnico la que contribuiría a facilitarle una nueva semántica, ya que la descripción del cosmos que consiguió imponer sirvió también para introducir una nueva descripción, que rompía con la explicación convencional. Galileo, Descartes y otros introductores de la ciencia natural moderna acabaron de darle el golpe de muerte a la imagen tradicional de la naturaleza.
Fueron revolucionarios sin saberlo, aunque no pueda decirse que ignoraran la dimensión del cambio paradigmático que estaban alumbrando. Lo fascinante del caso es que la atribución de este carácter transformador tuvo que esperar a la aplicación práctica de esta misma idea sobre el orden social. Y esto no llegaría, en efecto, hasta la Revolución Francesa.
Lo cualitativamente distinto de esta revolución reside en su carácter de inexorabilidad y de novedad, de auténtica conciencia de estar dando paso a un mundo nuevo e ignoto. El radicalismo presente en la insurrección gala fue muy superior al que nos encontramos en las dos revoluciones anteriores: las inglesas de 1648 y 1688 Y la americana de 1776.
Todavía en estas dos últimas, el mismo término revolución -empleado en Inglaterra "únicamente para referirse a la Gloriosa de 1688" es utilizado en su sentido anterior, de restauración de un orden político justo violado por un tirano. Así, en las insurrecciones británicas y americana resuena aún el significado anterior de cambio o movimiento de diferentes órdenes políticos.
La mayoría de los que participaron en ellas buscaban restaurar el antiguo orden, supuestamente subvertido por el absolutismo de los Estuardos en un caso, o por el gobierno colonial, en el caso norteamericano. Otra cosa, desde luego, es que aquello finalmente diera lugar a una auténtica reorganización del sistema social y político, que sin duda sí se llegó a producir.
A través de estas transformaciones se acabó facilitando el acceso de una nueva clase al poder político, la burguesía. Además, se consiguió establecer un sistema parlamentario representativo, como fuente de legitimidad última del Estado.
En Francia, por el contrario, y bajo la influencia directa de los ideales de la Ilustración, el objetivo explícito perseguido era la ruptura de todo un sistema de organización tradicional y su sustitución por uno radicalmente nuevo. La idea de un cambio irresistible está presente en todos y cada uno de los actos de cuantos participaron en su gestación y desarrollo.
La posterior aparición de diferentes filosofías de la Historia, sobre todo a partir de Hegel, contribuyó a una consecuente traducción conceptual de este movimiento de necesidad histórica. De ahí la curiosa coincidencia entre las metáforas utilizadas por dos autores tan distantes como Robespierre o el propio Marx, que ven los procesos revolucionarios como corrientes o torrentes que arrastran de modo inexorable a los hombres hacia el resultado final.
Sin embargo, el modelo francés permanecerá desde entonces en la retina de todos cuantos aspiraban a introducir cambios radicales, tanto desde un punto de vista positivo como negativo.
El proceso revolucionario galo es bastante conocido en líneas generales.
En 1788, el rey Luis XVI se vio obligado a convocar los Estados Generales, donde el Tercer Estado -los representantes no incluidos en los estamentos del clero y la nobleza- se proclamaron enseguida como Asamblea nacional y se instituyeron en representantes auténticos de la nación.
El 14 de julio de 1789 se produjo la primera gran revuelta, que inició una serie casi ininterrumpida de levantamientos populares y de proclamaciones de distintas Constituciones -hasta tres- Así se llegó hasta el golpe de Bonaparte del 18 Brumario de 1799, en el que se puso fin a la Revolución propiamente dicha.
Dentro del proceso revolucionario, en enero de 1793, se había producido la ejecución en la guillotina de Luis XVI y en el mes de julio de ese año se eligió a Robespierre como el miembro más relevante del Comité de Salud Pública, iniciándose en ese punto los acontecimientos conocidos por la Historia como el período del Terror.
La dominación de los jacobinos -que pensaban que la voluntad del pueblo puede ser representada de manera más eficaz por un pequeño grupo de elite que actúa en su nombre pero que no es responsable ante él- llegó a su conclusión a finales de 1794, con las detenciones de Robespierre y Saint-Just. Las convulsiones políticas y sociales se suceden, sin embargo, hasta el comienzo del período napoleónico.
De forma significativa, el preámbulo de la primera Constitución de Bonaparte -del 13 de diciembre de 1799- señala explícitamente: "La Revolución, reducida a los principios que la iniciaron, termina hoy".
Como tantas otras proclamas, es obvio que ésta quedó también en meras palabras vacías.
Otro de los aspectos más relevantes de la Revolución Francesa es que se va a ver como un punto de inicio de todas las ulteriores insurrecciones políticas violentas, ya fueran revolucionarias o contrarrevolucionarias.
Es de allí de donde parten casi todas las estrategias políticas en torno a cómo llevar a la práctica los ideales de emancipación , así como conceptos políticos centrales tales como la izquierda y la derecha, el jacobinismo o el reaccionarismo -movimiento contrarrevolucionario-.
Sin embargo, lo más sorprendente puede que sea la forma en que fue interpretada por Karl Marx como el comienzo y la verificación del instrumento político por antonomasia que acaba con todo orden político establecido. Para Marx, se trata del mejor paradigma de la inexorabilidad del conflicto y la dominación de clase a partir de una cierta maduración de las fuerzas productivas.
En este sentido, es posible que no hubiera existido una revolución bolchevique sin esa previa conceptualización inicial del modelo.
Para Marx, la Revolución Francesa fue claramente un conflicto de clases, que constituyó todo un punto de referencia: aceleró el desarrollo capitalista al romper las vinculaciones feudales sobre la producción y condujo a la burguesía al poder.
La Revolución fue burguesa por naturaleza, porque sus orígenes y sus resultados también lo fueron.
En un primer momento, esta clase tuvo la necesidad de aliarse con los grupos populares para conseguir quebrar la espina dorsal de la aristocracia terrateniente y cortesana.De ahí su mensaje cargado de principios universalistas, En un segundo momento, sin embargo, rompió con ellos cuando el régimen del Terror amenazó con descontrolar sus logros. Por último, acabó aliándose con Napoleón para asegurarse los beneficios obtenidos en la protección de los derechos de propiedad y la reforma legislativa, potenciados después por Bonaparte.
El resultado fue la hegemonia social y económica de esa clase pudiente y se derivaría directamente de su origen -el conflicto de clase entre esa burguesía y la aristocracia por acceder al poder del Estado- de forma casi inexorable.
La futura insurrección proletaria sería anticipada a partir de imágenes tomadas de la Revolución Francesa, ya que sólo cambiarían las clases protagonistas y, desde luego, la diferente maduración de las condiciones, que presuponían un salto o progreso en el desarrollo de las fuerzas productivas.
Por tanto, no es descabellado afirmar que esta interpretación de la dialéctica entre libertad y necesidad con la que desde el principio se identificaron los protagonistas de la Revolución Francesa, una vez filtrada por las ideas de Marx, acabaría por constituir la base sobre la que se sustentaron todas las demás teorías revolucionarias.
Dicho de una forma más sencilla, sin una idea previa de progreso ínsita en el movimiento de la Historia y sin un increíble optimismo respecto a la capacidad de la acción humana para transformar el mundo, no es concebible la revolución.
De ahi que se trate de un fenómeno esencialmente moderno. No podemos perder de vista que la palabra modernidad viene de modernus -nuevo-, lo que conlleva la idea de que hay que organizarse de espaldas al pasado y con vistas al futuro.
El presente es visto como un proyecto de futuro, como el lugar hacia el que se proyectan las esperanzas y frustraciones y en el que se ansia encontrar la reconciliación de los fracasos y miserias. Lo auténticamente revolucionario de la insurreción no es ya tanto lo que significa de quiebra violenta de un determinado orden social y politico, sino la mentalidad que desde atrás lo alumbra como posible.
La revolución está en el origen del mundo moderno porque representa mejor que cualquier otra acción colectiva la prometéica capacidad para renovar y rehacer continuamente las condiciones de vida.
Puede que su semántica siga identificándose con toda transformación cualitativa y trascendental.
Sin embargo, su espíritu pervive en todo intento por salir de la "inmadurez autoculpable" (Kant), a la hora de emanciparse de cuanto no se ajusta a los dictados de la razón aliada a la acción politica.
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