El final de la guerra trajo aparejada la forzada reconversión de la España republicana en la España de Franco.
Como es natural, la historia la escribieron los vencedores: la patria, prostituida por el liberalismo y embaucada por el marxismo, había estado a punto de sucumbir, pero un valeroso paladín, el invicto caudillo Franco, al frente de la facción más sana del ejército, la había rescatado del borde del abismo. En el forcejeo,cierto es, la había dejado hecha unos zorros, pero la había salvado, que era lo importante. ¿La desampararía ahora, convaleciente y extenuada, en medio de la calle, a merced de las energías disolventes, de los designios subterráneos, del contubernio judeomasónico, de la Antiespaña? ¿Permitiría el vencedor que nuevamente cayera en las garras del Kremlin, o debía cargar el peso de la tutela sobre sus viriles hombros?
Pío XII, el nuevo papa, había proclamado que «de España ha salido la salvación del mundo» y había llamado a España «la nación elegida por Dios, el baluarte inexpugnable de la fe católica». El bando vencedor,que estaba a partir un piñón con el Vaticano, declaró por boca de Franco: «España tiene un destino providencial en esta vieja Europa [...]: salvar del marxismo la civilización cristiana.»
Sin un instante de vacilación, el Caudillo y la Iglesia, representantes respectivamente del ejército y de Dios, asumieron la dura tarea. Doctores tuvo la Iglesia y pensadores el Movimiento Nacional que suministraron, quemando arduas vigilias, el bagaje ideológico del nuevo régimen.
Por otra parte, Europa se enzarzó en la segunda guerra mundial, y los resonantes éxitos alemanes parecían confirmar que el viento de la historia soplaba del lado de las dictaduras. No obstante, la guerra parecía ir para largo. No era momento de bajar la guardia, sino de permanecer atento, las armas prestas,impasible el ademán, por lo que pudiera venir. Franco estrechó su amistad con Italia y Alemania,y procuró que el prestigio guerrero del Duce y del Führer se reflejara en el suyo propio como Caudillo. En esto se dejó orientar por su entusiasta cuñado, Serrano Suñer, ferviente admirador de los fascismos europeos. Nadaba el Caudillo a favor de la corriente nazifascista sin sospechar que estaba apostando por el caballo perdedor,pero fue cauto y no se implicó directamente en la guerra.
La propaganda franquista vendería esta circunstancia, ya a toro pasado, como el triunfo de su astucia gallega sobre las presiones de Hitler y Mussolini. La realidad, según después se ha sabido, es que Franco estaba dispuesto a entrar en guerra, pero al Führer sólo le interesaban el volframio y las naranjas. No obstante, aceptó la División Azul de voluntarios contra Rusia.
¿Cómo era Franco? A los veintisiete años de su muerte una legión de hagiógrafos y detractores se disputan la verdad del personaje y nos dan imágenes distorsionadas y extremas de él, o ángel o demonio.Por poner un ejemplo, mientras sus detractores se mofan de su voz atiplada y maricona, a Jiménez Caballero le «parece broncínea voz con diamantinos armónicos».
Franco era un militar, con las tópicas cualidades que imprime ese oficio y las no menos tópicas limitaciones que acarrea. Era, además, esposo de doña Carmen Polo, y un jefe de Estado que durante unos cuantos años no las tuvo todas consigo, factores quizá más determinantes de lo que parece. Por eso, hay una imagen del Franquiño adolescente, alegre, parlanchín y bailón completamente distinta a la del Franco adulto, soso, serio y distante como un jefe apache, aquel hombre que dejaba helados a sus interlocutores por su frialdad y falta de cordialidad, pero luego iba de pesca con su dentista y amigo,y cuando estaban a solas, le contaba chistes verdes.
Fue un hombre voluntarioso y ambicioso. Sus compañeros de academia lo superaban en prestancia y estatura; Franquiño los superó en estudio y aplicación, y cuando otros andaban todavía bostezando en aburridas guarniciones peninsulares, él ya había hecho una brillante carrera en la guerra de Marruecos y se había ganado a pulso, balazo incluido, el fajín de general.
No tuvo más pasión que la del mando, que no la hay más alta, y a ella le consagró su vida. Por eso no tuvo inconveniente en seguir el consejo de Mussolini: «Un rey será siempre su enemigo; a mí me pesó mucho no haberme desprendido de la casa de Saboya.» Al acabar la guerra se mantuvo en el poder, contra el parecer de algunos generales monárquicos, y evitó restaurar la monarquía, aunque, como era monárquico, nunca dejó de pensar que, después de él, se reanudaría la línea dinástica.
Horro de pasiones, tanto espirituales como físicas, nuestro hombre no tuvo más vicios que la caza y la pesca. Por ese lado, cosechó abundantes éxitos, ya que, dado que la tradición hispánica requería que los alzafuelles de palacio facilitaran hembras al monarca, en su tálamo cinegético nunca faltaron perdices, ciervos, truchas, salmones y hasta una ballena de veinte toneladas.
No era Franco un hombre de gran cultura, pero tampoco tan ceporro como muchos conmilitones suyos. Pudo no ser una inteligencia privilegiada, pero fue más listo que sus posibles competidores. Por eso,aunque era el general menos comprometido de los que se sumaron al golpe de Estado, acabó liderándolo cuando la rebelión se había consolidado.
Franco era un producto típico de la burguesía provinciana española, modelada en el regeneracionismo, para la que la decadencia nacional era el castigo que la Providencia imponía a España por sus veleidades liberales y laicas, tan opuestas a la esencia cristiana de nuestro pueblo. También era un gallego pragmático, que, cuando las circunstancias lo requerían, modificaba sus convicciones sin mayor esfuerzo. Como hombre de orden y de derechas repudiaba el liberalismo, la política de partidos y la masonería, y apoyaba el catolicismo como norma de vida. Pero en sus últimos años aceptaba tácitamente que su sucesor tendría que adaptarse a la modernidad europea. A mediados de los sesenta, cuando la presión social reclamaba cierta permisividad sexual, transigió con las iniciativas liberadoras de su joven ministro Fraga Iribarne, aunque no las compartiera: «Yo no creo en esta libertad —confió a Fraga—, pero es un paso al que nos obligan muchas razones importantes.»
Lo mismo debió pensar cuando consintió los contactos del régimen con la socialdemocracia; cuando,cercano a la muerte, barruntaba que su sucesor tendría que restituir España al juego democrático. Era consciente de que en España, ínfimo satélite en la órbita de los americanos, del liberalismo capitalista y de las multinacionales, un país occidental con obreros propietarios del pisito y el coche y con casi todas lasl etras del televisor en color pagadas, el fantasma del comunismo y de la revolución estaba ya definitivamente conjurado. Cuando asesinaron a Carrero Blanco, autoritario puro y duro,y más franquista que Franco,comentó: «No hay mal que por bien no venga», refrán para el que se han propuesto toda clase de interpretaciones. ¿Querría indicarnos que de buena se habían librado los de las trencas, el rock—and— roll y haz—el—amor—y—no—la—guerra?
El Caudillo vivía en un palacio dieciochesco, rodeado de muebles antiguos y tapices de Goya. Los obispos lo llevaban y traían bajo palio, pero su alcoba era de una austeridad monástica, de una simplicidad cuartelera: dos camas de caoba cubiertas con colchas verde manzana y separadas por la repisita del teléfono; sobre la mesita de noche, un modesto flexo, y sobre la cómoda, el brazo incorrupto de santa Teresa,bien a la vista, dentro de su artístico relicario.
A base de autodisciplina, como un bonzo nepalí, el Caudillo consiguió dominar sus necesidades fisiológicas. Su legendaria capacidad de retención urinaria atormentaba a sus colaboradores, que, cuando lo acompañaban en un viaje oficial, nunca encontraban ocasión de aliviarse. El ministro Fraga se percató de que el régimen comenzaba a hacer aguas el día que el dictador interrumpió uno de sus interminables consejos de ministros para ir al retrete.
La derrota de la República había acarreado el exilio de muchos intelectuales. Nuevos inquilinos, intelectuales de derechas comprometidos con el régimen, ocuparon prestamente los pesebres vacíos de las universidades. Fieles a las consignas, estos estómagos agradecidos suministraron el maquillaje cultural necesario para que España se asemejara lo más posible a sus modelos nazifascistas europeos.
Italia y Alemania eran naciones de nuevo cuño, formadas sólo en el siglo xix, que habían llegado tarde al reparto de los imperios y anhelaban formarlos ahora. Por mimetismo, España, que no tenía dónde caerse muerta(de hambre), dio en soñar con sus tiempos imperiales. Ideólogos al servicio del régimen señalaron las puras esencias de la raza, cuyo cultivo restablecería la pasada grandeza imperial. España, «Unidad de Destino en lo Universal», los Reyes Católicos, el cardenal Cisneros, el «prefiero perder mis Estados a gobernar sobre herejes», el «más vale honra sin barcos que barcos sin honra», el «es preferible morir con dignidad a vivir con vilipendio», comparecieron en todos los discursos. «Trento está en nosotros: somos más papistas que el papa», proclamaba, con orgullo, el rector de la Universidad de Valencia.
Mientras tanto, en los campos de Europa, en los desiertos de África, en las estepas rusas y en el pringoso mar proseguía un pulso emocionante entre democracias y dictaduras, que llegó a su momento culminante en 1943, cuando se manifestó que el músculo alemán no daba más de sí, en tanto que sus oponentes recibían el refuerzo decisivo de Estados Unidos, con su inmenso potencial económico y humano.Hitler y Mussolini habían perdido la partida.Los republicanos y liberales, que esperaban que las democracias invadieran España para derrocar a Franco y restablecer la República, sufrieron la gran decepción. La caída de Hitler había favorecido la ascensión de otra dictadura aún más peligrosa, la URSS.
Concluida la guerra, a las democracias no les inquietaba tanto una España débil regida por un anticomunista furibundo como la posibilidad de una República manipulada por revolucionarios al servicio de Rusia.Franco destituyó a Serrano Suñer, guardó la camisa azul en el baúl de los recuerdos y corrigió el rumbo del Estado, manteniéndolo en estricta neutralidad mientras hacía los cálculos para virar hacia las democracias occidentales en cuanto se presentara una coyuntura favorable. Hasta otorgó un paternalista Fuero de los Españoles, que garantizaba a sus súbditos libertad dentro de un orden, del suyo.
Pero las democracias no se dejaron engañar y le hicieron el cerco diplomático, más por contentar a sus bases que por un sincero deseo de que cayera. Sólo algunos países autoritarios, como el Vaticano y Portugal, mantuvieron a sus embajadores en Madrid. Y Suiza, siempre tan pragmática y pesetera.España reaccionó con orgullo hidalgo, despreciando al mundo como la zorra desprecia las uvas.¿Que no nos quieren? Menos los queremos nosotros. Una muchedumbre enardecida se congregó en la plaza de Oriente un frío 9 de diciembre para testimoniar su inquebrantable adhesión al Caudillo. Entre las pancartas que se agitaban sobre la marea humana, se leía:
Si ellos tienen ONU nosotros tenemos dos.
Como una Albania de los años cuarenta, el asolado país, haciendo de la necesidad virtud, se arrellanó en su sillón frailero, elevó la castaña a categoría de plato nacional y se broqueló de desdén hacia lo extranjero.«Los falangistas no sentimos hoy nostalgia del bienestar material», se escuchaba en lo discursos.«Queremos la vida dura, la vida difícil de los pueblos viriles», solicitó Franco, y la Providencia escuchó su ruego: a la destrucción de la guerra, sin ferrocarriles, sin fábricas, sin viviendas, se sumaron años de pertinaz sequía. El hambre y el estraperlo fueron el acompañamiento de una década de miseria y sufrimiento,epidemias, sarna, chinches, piojos grises, estilográficas a plazos, lámparas de carburo y gasógenos, talleres de restauración de cepillos de dientes y de carreras de medias, colas de indigentes frente a la sopa sobrante de los cuarteles, tranvías abarrotados, trajes vueltos, retales, sobras, recortes, realquilados... Los extranjeros que visitaron España en aquel tiempo consignan su hedor a paño húmedo, a miseria, a roña acumulada, a aceite refrito, a grasa rancia.....
Mientras el país aguantaba los retortijones del hambre y muchos estómagos se habituaban a digerir algarrobas, en las tribunas resonaban las sustanciosas palabras del viejo tronco castellano:viril, jerarquía,imperial, señero, vibrante, augusto,a las que se añadió una nueva, la más brillante, un préstamo de Mussolini, aunque la vendieran como recién salida del troquel de la lengua:autarquía.
Autarquía significaba «auto-abastecimiento», apañarse con lo propio sin ayuda ajena. Había que cerrar las puertas al corrupto mundo exterior. Hasta el diccionario se expurgó de extranjerismos: el coñac se rebautizó jeriñac; la ensaladilla rusa se llamó imperial, y hasta Margarita Gautier trocó su apellido gabacho por el autóctono Gutiérrez por voluntad de un gobernador civil.
La minoría idealista de los vencedores, cada vez más minoría, se ahogó en la burocracia y en la vacua retórica. El vivir cotidiano se tejía sobre una urdimbre de complicidades, de corruptelas, de especulación, enchufismo, tráfico de influencias, cohechos... Agustín de Foxá diagnosticó: «Tenemos una dictadura dulcificada por la corrupción.» Encima de esta olla podrida flotaba el inconfundible aroma de la beata burguesía.
Catolicismo y nación se fundían y confundían en perfecta simbiosis. La Iglesia recuperó, con aumentos, sus antiguos privilegios y se adueñó nuevamente de la educación del pueblo o, al menos, de la educación de la burguesía y de las clases medias, de la que saldría la clase dirigente del futuro (porque, consciente de sus limitaciones, desistió de evangelizar a la clase humilde).La radio, eficaz instrumento del régimen, suministró la necesaria evasión a muchas familias, que bostezaban con el estómago medio vacío en torno al desmayado brasero: partidos de fútbol, corridas de toros,seriales radiofónicos, quiniela semanal, copla patriótica de Conchita Piquer y Pepe Blanco y, sobre todo, los niños de San Ildefonso cantando el gordo de la lotería nacional sobre la que tantos sueños se cimentaban.Lo que no había era pan para todos .
En 1948, el bloqueo ruso de Berlín y la expansión del comunismo en China contribuyeron a despejarlas nubes del horizonte patrio. Comenzaba la guerra fría, y Franco, visceral anticomunista, ganaba simpatías en el mundo libre. El Caudillo cobró confianza y anunció: «Los tiempos difíciles han pasado», pero luego,recordando la depreciación de la peseta y la creciente inflación, atemperó su optimismo y añadió, como si su fe en la autarquía zozobrase: «Necesitamos imperiosamente producir.» Comenzaron los cambios. Discretamente desaparecieron de las cartas oficiales los saludos y las fórmulas vagamente fascistas. España se disponía a salir de su aislamiento para incorporarse a Europa. Los aparatosos haigas de los estraperlistas comenzaron a ceder terreno a los primeros Wolkswagen o Gracias manolo (por Manuel Arburúa, el ministro que concedía licencias de importación a sus enchufados). Era la avanzada de la clase media europea, próxima a hacerse carne y habitar entre nosotros.
En los míseros años cuarenta, la depauperada España no lograba levantar cabeza; en los cincuenta,escarmentada del fatigoso carril de las rutas imperiales, se instaló en carreteras de tercera, que la condujeron, con baches y pinchazos, a las actuales autovías de peaje.El gran cambio sobrevino entre 1952 y 1953.
Como es natural, la historia la escribieron los vencedores: la patria, prostituida por el liberalismo y embaucada por el marxismo, había estado a punto de sucumbir, pero un valeroso paladín, el invicto caudillo Franco, al frente de la facción más sana del ejército, la había rescatado del borde del abismo. En el forcejeo,cierto es, la había dejado hecha unos zorros, pero la había salvado, que era lo importante. ¿La desampararía ahora, convaleciente y extenuada, en medio de la calle, a merced de las energías disolventes, de los designios subterráneos, del contubernio judeomasónico, de la Antiespaña? ¿Permitiría el vencedor que nuevamente cayera en las garras del Kremlin, o debía cargar el peso de la tutela sobre sus viriles hombros?
Pío XII, el nuevo papa, había proclamado que «de España ha salido la salvación del mundo» y había llamado a España «la nación elegida por Dios, el baluarte inexpugnable de la fe católica». El bando vencedor,que estaba a partir un piñón con el Vaticano, declaró por boca de Franco: «España tiene un destino providencial en esta vieja Europa [...]: salvar del marxismo la civilización cristiana.»
Sin un instante de vacilación, el Caudillo y la Iglesia, representantes respectivamente del ejército y de Dios, asumieron la dura tarea. Doctores tuvo la Iglesia y pensadores el Movimiento Nacional que suministraron, quemando arduas vigilias, el bagaje ideológico del nuevo régimen.
Por otra parte, Europa se enzarzó en la segunda guerra mundial, y los resonantes éxitos alemanes parecían confirmar que el viento de la historia soplaba del lado de las dictaduras. No obstante, la guerra parecía ir para largo. No era momento de bajar la guardia, sino de permanecer atento, las armas prestas,impasible el ademán, por lo que pudiera venir. Franco estrechó su amistad con Italia y Alemania,y procuró que el prestigio guerrero del Duce y del Führer se reflejara en el suyo propio como Caudillo. En esto se dejó orientar por su entusiasta cuñado, Serrano Suñer, ferviente admirador de los fascismos europeos. Nadaba el Caudillo a favor de la corriente nazifascista sin sospechar que estaba apostando por el caballo perdedor,pero fue cauto y no se implicó directamente en la guerra.
La propaganda franquista vendería esta circunstancia, ya a toro pasado, como el triunfo de su astucia gallega sobre las presiones de Hitler y Mussolini. La realidad, según después se ha sabido, es que Franco estaba dispuesto a entrar en guerra, pero al Führer sólo le interesaban el volframio y las naranjas. No obstante, aceptó la División Azul de voluntarios contra Rusia.
¿Cómo era Franco? A los veintisiete años de su muerte una legión de hagiógrafos y detractores se disputan la verdad del personaje y nos dan imágenes distorsionadas y extremas de él, o ángel o demonio.Por poner un ejemplo, mientras sus detractores se mofan de su voz atiplada y maricona, a Jiménez Caballero le «parece broncínea voz con diamantinos armónicos».
Franco era un militar, con las tópicas cualidades que imprime ese oficio y las no menos tópicas limitaciones que acarrea. Era, además, esposo de doña Carmen Polo, y un jefe de Estado que durante unos cuantos años no las tuvo todas consigo, factores quizá más determinantes de lo que parece. Por eso, hay una imagen del Franquiño adolescente, alegre, parlanchín y bailón completamente distinta a la del Franco adulto, soso, serio y distante como un jefe apache, aquel hombre que dejaba helados a sus interlocutores por su frialdad y falta de cordialidad, pero luego iba de pesca con su dentista y amigo,y cuando estaban a solas, le contaba chistes verdes.
Fue un hombre voluntarioso y ambicioso. Sus compañeros de academia lo superaban en prestancia y estatura; Franquiño los superó en estudio y aplicación, y cuando otros andaban todavía bostezando en aburridas guarniciones peninsulares, él ya había hecho una brillante carrera en la guerra de Marruecos y se había ganado a pulso, balazo incluido, el fajín de general.
No tuvo más pasión que la del mando, que no la hay más alta, y a ella le consagró su vida. Por eso no tuvo inconveniente en seguir el consejo de Mussolini: «Un rey será siempre su enemigo; a mí me pesó mucho no haberme desprendido de la casa de Saboya.» Al acabar la guerra se mantuvo en el poder, contra el parecer de algunos generales monárquicos, y evitó restaurar la monarquía, aunque, como era monárquico, nunca dejó de pensar que, después de él, se reanudaría la línea dinástica.
Horro de pasiones, tanto espirituales como físicas, nuestro hombre no tuvo más vicios que la caza y la pesca. Por ese lado, cosechó abundantes éxitos, ya que, dado que la tradición hispánica requería que los alzafuelles de palacio facilitaran hembras al monarca, en su tálamo cinegético nunca faltaron perdices, ciervos, truchas, salmones y hasta una ballena de veinte toneladas.
No era Franco un hombre de gran cultura, pero tampoco tan ceporro como muchos conmilitones suyos. Pudo no ser una inteligencia privilegiada, pero fue más listo que sus posibles competidores. Por eso,aunque era el general menos comprometido de los que se sumaron al golpe de Estado, acabó liderándolo cuando la rebelión se había consolidado.
Franco era un producto típico de la burguesía provinciana española, modelada en el regeneracionismo, para la que la decadencia nacional era el castigo que la Providencia imponía a España por sus veleidades liberales y laicas, tan opuestas a la esencia cristiana de nuestro pueblo. También era un gallego pragmático, que, cuando las circunstancias lo requerían, modificaba sus convicciones sin mayor esfuerzo. Como hombre de orden y de derechas repudiaba el liberalismo, la política de partidos y la masonería, y apoyaba el catolicismo como norma de vida. Pero en sus últimos años aceptaba tácitamente que su sucesor tendría que adaptarse a la modernidad europea. A mediados de los sesenta, cuando la presión social reclamaba cierta permisividad sexual, transigió con las iniciativas liberadoras de su joven ministro Fraga Iribarne, aunque no las compartiera: «Yo no creo en esta libertad —confió a Fraga—, pero es un paso al que nos obligan muchas razones importantes.»
Lo mismo debió pensar cuando consintió los contactos del régimen con la socialdemocracia; cuando,cercano a la muerte, barruntaba que su sucesor tendría que restituir España al juego democrático. Era consciente de que en España, ínfimo satélite en la órbita de los americanos, del liberalismo capitalista y de las multinacionales, un país occidental con obreros propietarios del pisito y el coche y con casi todas lasl etras del televisor en color pagadas, el fantasma del comunismo y de la revolución estaba ya definitivamente conjurado. Cuando asesinaron a Carrero Blanco, autoritario puro y duro,y más franquista que Franco,comentó: «No hay mal que por bien no venga», refrán para el que se han propuesto toda clase de interpretaciones. ¿Querría indicarnos que de buena se habían librado los de las trencas, el rock—and— roll y haz—el—amor—y—no—la—guerra?
El Caudillo vivía en un palacio dieciochesco, rodeado de muebles antiguos y tapices de Goya. Los obispos lo llevaban y traían bajo palio, pero su alcoba era de una austeridad monástica, de una simplicidad cuartelera: dos camas de caoba cubiertas con colchas verde manzana y separadas por la repisita del teléfono; sobre la mesita de noche, un modesto flexo, y sobre la cómoda, el brazo incorrupto de santa Teresa,bien a la vista, dentro de su artístico relicario.
A base de autodisciplina, como un bonzo nepalí, el Caudillo consiguió dominar sus necesidades fisiológicas. Su legendaria capacidad de retención urinaria atormentaba a sus colaboradores, que, cuando lo acompañaban en un viaje oficial, nunca encontraban ocasión de aliviarse. El ministro Fraga se percató de que el régimen comenzaba a hacer aguas el día que el dictador interrumpió uno de sus interminables consejos de ministros para ir al retrete.
La derrota de la República había acarreado el exilio de muchos intelectuales. Nuevos inquilinos, intelectuales de derechas comprometidos con el régimen, ocuparon prestamente los pesebres vacíos de las universidades. Fieles a las consignas, estos estómagos agradecidos suministraron el maquillaje cultural necesario para que España se asemejara lo más posible a sus modelos nazifascistas europeos.
Italia y Alemania eran naciones de nuevo cuño, formadas sólo en el siglo xix, que habían llegado tarde al reparto de los imperios y anhelaban formarlos ahora. Por mimetismo, España, que no tenía dónde caerse muerta(de hambre), dio en soñar con sus tiempos imperiales. Ideólogos al servicio del régimen señalaron las puras esencias de la raza, cuyo cultivo restablecería la pasada grandeza imperial. España, «Unidad de Destino en lo Universal», los Reyes Católicos, el cardenal Cisneros, el «prefiero perder mis Estados a gobernar sobre herejes», el «más vale honra sin barcos que barcos sin honra», el «es preferible morir con dignidad a vivir con vilipendio», comparecieron en todos los discursos. «Trento está en nosotros: somos más papistas que el papa», proclamaba, con orgullo, el rector de la Universidad de Valencia.
Mientras tanto, en los campos de Europa, en los desiertos de África, en las estepas rusas y en el pringoso mar proseguía un pulso emocionante entre democracias y dictaduras, que llegó a su momento culminante en 1943, cuando se manifestó que el músculo alemán no daba más de sí, en tanto que sus oponentes recibían el refuerzo decisivo de Estados Unidos, con su inmenso potencial económico y humano.Hitler y Mussolini habían perdido la partida.Los republicanos y liberales, que esperaban que las democracias invadieran España para derrocar a Franco y restablecer la República, sufrieron la gran decepción. La caída de Hitler había favorecido la ascensión de otra dictadura aún más peligrosa, la URSS.
Concluida la guerra, a las democracias no les inquietaba tanto una España débil regida por un anticomunista furibundo como la posibilidad de una República manipulada por revolucionarios al servicio de Rusia.Franco destituyó a Serrano Suñer, guardó la camisa azul en el baúl de los recuerdos y corrigió el rumbo del Estado, manteniéndolo en estricta neutralidad mientras hacía los cálculos para virar hacia las democracias occidentales en cuanto se presentara una coyuntura favorable. Hasta otorgó un paternalista Fuero de los Españoles, que garantizaba a sus súbditos libertad dentro de un orden, del suyo.
Pero las democracias no se dejaron engañar y le hicieron el cerco diplomático, más por contentar a sus bases que por un sincero deseo de que cayera. Sólo algunos países autoritarios, como el Vaticano y Portugal, mantuvieron a sus embajadores en Madrid. Y Suiza, siempre tan pragmática y pesetera.España reaccionó con orgullo hidalgo, despreciando al mundo como la zorra desprecia las uvas.¿Que no nos quieren? Menos los queremos nosotros. Una muchedumbre enardecida se congregó en la plaza de Oriente un frío 9 de diciembre para testimoniar su inquebrantable adhesión al Caudillo. Entre las pancartas que se agitaban sobre la marea humana, se leía:
Si ellos tienen ONU nosotros tenemos dos.
Como una Albania de los años cuarenta, el asolado país, haciendo de la necesidad virtud, se arrellanó en su sillón frailero, elevó la castaña a categoría de plato nacional y se broqueló de desdén hacia lo extranjero.«Los falangistas no sentimos hoy nostalgia del bienestar material», se escuchaba en lo discursos.«Queremos la vida dura, la vida difícil de los pueblos viriles», solicitó Franco, y la Providencia escuchó su ruego: a la destrucción de la guerra, sin ferrocarriles, sin fábricas, sin viviendas, se sumaron años de pertinaz sequía. El hambre y el estraperlo fueron el acompañamiento de una década de miseria y sufrimiento,epidemias, sarna, chinches, piojos grises, estilográficas a plazos, lámparas de carburo y gasógenos, talleres de restauración de cepillos de dientes y de carreras de medias, colas de indigentes frente a la sopa sobrante de los cuarteles, tranvías abarrotados, trajes vueltos, retales, sobras, recortes, realquilados... Los extranjeros que visitaron España en aquel tiempo consignan su hedor a paño húmedo, a miseria, a roña acumulada, a aceite refrito, a grasa rancia.....
Mientras el país aguantaba los retortijones del hambre y muchos estómagos se habituaban a digerir algarrobas, en las tribunas resonaban las sustanciosas palabras del viejo tronco castellano:viril, jerarquía,imperial, señero, vibrante, augusto,a las que se añadió una nueva, la más brillante, un préstamo de Mussolini, aunque la vendieran como recién salida del troquel de la lengua:autarquía.
Autarquía significaba «auto-abastecimiento», apañarse con lo propio sin ayuda ajena. Había que cerrar las puertas al corrupto mundo exterior. Hasta el diccionario se expurgó de extranjerismos: el coñac se rebautizó jeriñac; la ensaladilla rusa se llamó imperial, y hasta Margarita Gautier trocó su apellido gabacho por el autóctono Gutiérrez por voluntad de un gobernador civil.
La minoría idealista de los vencedores, cada vez más minoría, se ahogó en la burocracia y en la vacua retórica. El vivir cotidiano se tejía sobre una urdimbre de complicidades, de corruptelas, de especulación, enchufismo, tráfico de influencias, cohechos... Agustín de Foxá diagnosticó: «Tenemos una dictadura dulcificada por la corrupción.» Encima de esta olla podrida flotaba el inconfundible aroma de la beata burguesía.
Catolicismo y nación se fundían y confundían en perfecta simbiosis. La Iglesia recuperó, con aumentos, sus antiguos privilegios y se adueñó nuevamente de la educación del pueblo o, al menos, de la educación de la burguesía y de las clases medias, de la que saldría la clase dirigente del futuro (porque, consciente de sus limitaciones, desistió de evangelizar a la clase humilde).La radio, eficaz instrumento del régimen, suministró la necesaria evasión a muchas familias, que bostezaban con el estómago medio vacío en torno al desmayado brasero: partidos de fútbol, corridas de toros,seriales radiofónicos, quiniela semanal, copla patriótica de Conchita Piquer y Pepe Blanco y, sobre todo, los niños de San Ildefonso cantando el gordo de la lotería nacional sobre la que tantos sueños se cimentaban.Lo que no había era pan para todos .
En 1948, el bloqueo ruso de Berlín y la expansión del comunismo en China contribuyeron a despejarlas nubes del horizonte patrio. Comenzaba la guerra fría, y Franco, visceral anticomunista, ganaba simpatías en el mundo libre. El Caudillo cobró confianza y anunció: «Los tiempos difíciles han pasado», pero luego,recordando la depreciación de la peseta y la creciente inflación, atemperó su optimismo y añadió, como si su fe en la autarquía zozobrase: «Necesitamos imperiosamente producir.» Comenzaron los cambios. Discretamente desaparecieron de las cartas oficiales los saludos y las fórmulas vagamente fascistas. España se disponía a salir de su aislamiento para incorporarse a Europa. Los aparatosos haigas de los estraperlistas comenzaron a ceder terreno a los primeros Wolkswagen o Gracias manolo (por Manuel Arburúa, el ministro que concedía licencias de importación a sus enchufados). Era la avanzada de la clase media europea, próxima a hacerse carne y habitar entre nosotros.
En los míseros años cuarenta, la depauperada España no lograba levantar cabeza; en los cincuenta,escarmentada del fatigoso carril de las rutas imperiales, se instaló en carreteras de tercera, que la condujeron, con baches y pinchazos, a las actuales autovías de peaje.El gran cambio sobrevino entre 1952 y 1953.
De pronto, terminaron las restricciones de agua y luz,desaparecieron las cartillas de racionamiento y se alcanzó la renta per cápita de antes de la guerra. El régimen recibió el respaldo internacional tras sus acuerdos con Estados Unidos, y Franco se vistió de paisano y abrazó a Eisenhower en Barajas. (A Hitler, en Hendaya, sólo le había estrechado la mano, aunque, eso sí,entre las dos suyas y muy cordialmente.) Los americanos no nos suministraron locomotoras, como a los países del reciente Plan Marshall, pero nos socorrieron con sus excedentes de mantequilla, queso en lata y leche en polvo. Tampoco aportaron infraestructura industrial, pero enviaron al padre Peyton para que nos predicara la Cruzada del Rosario en Familia («La familia que reza unida, permanece unida»). La familia española estaba tan unida en torno al brasero de la mesa camilla que jamás hubiera pensado en disgregarse, pero, no obstante, el sueño americano reforzó la dimensión espiritual del vínculo. Fue un amor correspondido: España abierta de piernas, hechizaba al americano con tablaos flamencos, vino barato y alegría; el americano ponía Hollywood y el Reader's Digest.
Los primeros signos de progreso material no se hicieron esperar. Como si una varita mágica nos hubiera tocado, la cochambrosa sala de estar se transformó en living,a las incómodas sillas de enea sucedió el tresillo de cretona estampada mixto de skay verde con tachuelas blancas; el brasero dio paso a la estufa de gas butano; el anafe de soplillo, a la cocinita de petróleo; el disco de baquelita, al microsurco; los calzoncillos hasta las rodillas, al braslip;la mastodóntica motocicleta Ossa, a la grácil Vespa; el carricoche de tracción animal, al motocarro.
Llegaron las ollas a presión, los cacharros de aluminio y acero inoxidable,los fregaderos de marmolina, las medias de nailon, el tergal inarrugable, las lavadoras automáticas, el colchón de muelles, las cafeterías con camareras, el plexiglás, los pisitos a plazos, los bolígrafos... La gente firmaba resmas de letras, heraldos del consumismo, con inocente entusiasmo.
Creció el poder adquisitivo,creció la esperanza, creció el pluriempleo; los bancos extendieron su benéfica obra social hasta cubrir al completo a la ciudadanía; crecieron la especulación del suelo y el desorden urbano.El agro hizo las maletas (de madera, atadas con cuerdas) para trasladarse a la ciudad, donde se malvivía mejor que en el campo.Más de un millón de campesinos echó dos vueltas de llave a la desvencijada casa del pueblo y se hacinó en chabolas de chapa y uralita a las afueras de la gran ciudad.
Se adivinaban las primeras grietas en el compacto edificio de la España eterna
La década que abarca de 1957 a 1967 constituye el período decisivo del franquismo. El Caudillo, con su proverbial astucia, se percató de que, salvados los traidores bajíos de la política internacional, la nave patria enfilaba ya, viento en popa, los escollos de una economía desastrosa. Renovarse o morir. Había que dejarse de pamemas y echarse en brazos del sistema capitalista y
de la economía de mercado.
Franco se afeitó el bigotito, archivó las carpetas del proyecto autárquico y desatornilló de sus poltronas a unos cuantos ministros falangistas para sentar en ellas a jóvenes tecnócratas opusdeístas.Una bocanada de aire fresco, con ciertos efluvios a incienso, circuló por las camarillas del poder.
Elegantes ministros y pulidos subsecretarios se movían con soltura con la estampa de san Ramiro de Maeztuen la billetera, junto a la foto de familia numerosa («Nos han hecho ministros», se felicitó san Jose maría Escrivá, marqués de Peralta). Los españoles que cada noche salían al balcón, muchos en camiseta, otros en pijama a rayas, a escrutar el firmamento en busca de la parpadeante lucecita delSputnik no eran conscientes de estar doblando la bisagra de una nueva era, ni advertían que después de tres lustros de difícil equilibrio en el trampolín de la escasez, se estaban columpiando sobre el embalse del aperturismo, de laliberalización, del neocapitalismo, de la abundancia consumista, de la sociedad del confort. La zambullida nos tomó por sorpresa. En un santiamén, se abrieron las esclusas, y dos millones de trabajadores españoles se vaciaron sobre Europa, mientras cuatro, seis, ocho millones de turistas europeos en paños menores trashumaban cada verano a nuestras cálidas playas, ávidos de insolación, de paella, de sangría y de burro—taxi typical.
El negocio de exportar pobres e importar ricos atascaba de divisas las arcas del Estado;por otra parte, crecían las inversiones extranjeras, aprovechando que los salarios eran bajos y no había huelgas. Había que ser muy mal nacido y radioescucha de la emisora Pirenaica para negarse a admitir que el pueblo disfrutaba de un bienestar sin precedentes.
Gas butano, tresillos de skay adornados con pañitos de croché y cojines de lana, secador de pelo, batidora Turmix, frigorífico, transistores vía Ceuta o Andorra,muebles de formica y diseño nórdico, cuartos de baño con bidé en una de cada cuatro viviendas, agua caliente en una de cada dos, utilitario familiar.
Del subdesarrollo pasábamos al consumismo; del desempleo, al pluriempleo. Un mundo nuevo amanecía.Franco, como un viejo patriarca rodeado de numerosa y feliz familia, podía sentirse orgulloso. Pero no se durmió en los laureles: se multiplicaba, timoneaba la nave del Estado con pulso firme, inauguraba pantanos, se hería en la falange (con minúscula) «estando cazando en El Pardo», capturaba una ballena en el Cantábrico y enviaba la pelota de golf más lejos que nadie.
Había paz (XXV Años, en 1964), había pan,había fútbol, había concursos («Un millón para el mejor»), había quinielas millonarias. ¿Qué más podíamos desear? Vivíamos mejor que nadie. Por las carreteras españolas los primeros Seat 600 iniciaban su tímido rodaje en manos de inexpertos neoconductores. Los primeros Planes de Desarrollo iniciaban su tímido rodaje en manos de inexpertos ministros de Economía proclives a los frenazos y a los acelerones.
España, como una prometedora adolescente bien nutrida, daba el estirón. Quizá quedaba algo desgalichada y asimétrica: en la costa, jornal seguro de albañiles y camareros; en el interior, pasaporte y maleta para Alemania. Arreciaba el éxodo del campo a la ciudad. Desertores del arado dejaban el pueblo, las boinas capadas, las tocas negras y los valores morales, hasta entonces salvaguardados por el qué dirán de un vecindario chismoso, y se volvían permisivos y modernos en cuanto desembarcaban en el anonimato de la gran ciudad.
La cartilla de ahorros se olvidó en el fondo del secreter de la cómoda, la gente vivía al día,quería disfrutar y resarcirse de las privaciones pasadas, consumía en cómodos plazos: «Compre ahora y pague después.»La Iglesia y el Estado franquista se habían prometido amor eterno apenas acabada la guerra. El Concordato de 1953 fue su boda formal. España, como una novia bonita y morena, aportaba como dote los ministerios de Educación e Información. La Iglesia se las prometía felices, pensando que, con esos dos instrumentos en la mano, tenía asegurada su influencia durante otros mil años.
No advirtió que la novia iba preñada de modernidad y que las débiles costuras ideológicas del traje nupcial iban a estallar de un momento a otro. La fe, arremetida por el progreso, flaqueó. Incluso en el propio Vaticano cocían habas: el Concilio Vaticano II dejó estupefactos a los obispos españoles. ¡El Papa quería adaptar la Iglesia al mundo y no al contrario! Se produjo una desbandada general; grupos contestatarios exigían que la Iglesia se ocupara menos de la moralidad y más de la justicia social.
La jerarquía se escindió en dos bandos: preconciliares integristas y conciliares progresistas. De éstos, comenzaron a salir algunos curas disidentes, con preocupación social, incluso obreros, lo que ocasionó grave escándalo y quebranto entre los obispos franquistas.Luego, pensándolo mejor, los consintieron. La Iglesia, tan sabia, evita poner todos los huevos en la misma cesta. Ve venir los cambios y sabe ganar la delantera. En las zonas industriales, comenzaba a haber huelgas y curas obreros entre los huelguistas. En el País Vasco empezaba a levantar cabeza el nacionalismo, y el terrorismo asomaba las peludas orejas, con curas encubridores suministrando infraestructura logística e incluso algo más.
Hacia 1957, los españoles, que hasta entonces habían creído que la esencia de la vida consistía en apretarse el cinturón, contemplaron con sorpresa cómo les germinaban debajo de los pies las semillas del consumo traídas, en vuelo estacional, por turistas y emigrantes. El terreno estaba bien estercolado. En tan sólo diez años, entre 1960 y 1970, la renta per cápita del país había crecido en un 82 %.Tras la remodelación ministerial de 1965, el gobierno se escindió en dos bloques antagónicos: por una parte, los retroinmovilistas, capitaneados por el vicepresidente y hombre de confianza del Caudillo,Carrero Blanco; por la otra, progresistas, abanderados por Fraga Iribarne, que aspiraba a normalizar el país.
La dictadura se desprendió de los lastres nacional sindicalistas y ascendió a régimen autoritario dispuesto a ceder en lo superficial para mantener lo fundamental.El 22 de noviembre de 1966, Franco presentó a las Cortes la Ley Orgánica del Estado, y Fraga Iribarne comenzó su combate por el título de la modernidad con la Ley de Prensa. Al año siguiente, 1967, floreció la Ley Orgánica del Estado, y la Virgen se apareció a unas niñas sobre un lentisco del Palmar de Troya, en la provincia de Sevilla. España se debatía rasgada por tensiones interiores, como parturienta a punto de cesárea.
El rojerío progresista avanzaba sus peones. En los foros políticos, arreciaban voces exigiendo coeducación. En 1970, el presupuesto de Educación superó al del ejército por vez primera en la historia del régimen.El radicalismo estudiantil, que en París se lanzó a la calle para destruir los coches de la burguesía, en España se lanzó a los catres de los cuchitriles estudiantiles a destruir los virgos, considerados también símbolo de la burguesía, del dominio papista y vestigio retro de la dictadura. Las barricadas se hacían esperar.España se estaba volviendo roja y libertaria, pero los alevines de la clase media, los chicos burgueses que hicieron el bachillerato en Acción Católica y las chicas que fueron Hijas de María en colegios de monjas, las nuevas generaciones que el régimen había amamantado generosamente a sus pechos, se tomaban su tiempo antes de lanzarse a la revolución. Fue al final, ya en la universidad, cuando se convirtieron por millares al marxismo—leninismo y se catequizaron con el Libro Rojo de Mao, tan profundo.
Y después de Franco, ¿qué?, venía preguntándose la ciudadanía desde el final mismo de la guerra. Después de Franco pues vuelta a la monarquía, que se podia esperar.
Los primeros signos de progreso material no se hicieron esperar. Como si una varita mágica nos hubiera tocado, la cochambrosa sala de estar se transformó en living,a las incómodas sillas de enea sucedió el tresillo de cretona estampada mixto de skay verde con tachuelas blancas; el brasero dio paso a la estufa de gas butano; el anafe de soplillo, a la cocinita de petróleo; el disco de baquelita, al microsurco; los calzoncillos hasta las rodillas, al braslip;la mastodóntica motocicleta Ossa, a la grácil Vespa; el carricoche de tracción animal, al motocarro.
Llegaron las ollas a presión, los cacharros de aluminio y acero inoxidable,los fregaderos de marmolina, las medias de nailon, el tergal inarrugable, las lavadoras automáticas, el colchón de muelles, las cafeterías con camareras, el plexiglás, los pisitos a plazos, los bolígrafos... La gente firmaba resmas de letras, heraldos del consumismo, con inocente entusiasmo.
Creció el poder adquisitivo,creció la esperanza, creció el pluriempleo; los bancos extendieron su benéfica obra social hasta cubrir al completo a la ciudadanía; crecieron la especulación del suelo y el desorden urbano.El agro hizo las maletas (de madera, atadas con cuerdas) para trasladarse a la ciudad, donde se malvivía mejor que en el campo.Más de un millón de campesinos echó dos vueltas de llave a la desvencijada casa del pueblo y se hacinó en chabolas de chapa y uralita a las afueras de la gran ciudad.
Se adivinaban las primeras grietas en el compacto edificio de la España eterna
La década que abarca de 1957 a 1967 constituye el período decisivo del franquismo. El Caudillo, con su proverbial astucia, se percató de que, salvados los traidores bajíos de la política internacional, la nave patria enfilaba ya, viento en popa, los escollos de una economía desastrosa. Renovarse o morir. Había que dejarse de pamemas y echarse en brazos del sistema capitalista y
de la economía de mercado.
Franco se afeitó el bigotito, archivó las carpetas del proyecto autárquico y desatornilló de sus poltronas a unos cuantos ministros falangistas para sentar en ellas a jóvenes tecnócratas opusdeístas.Una bocanada de aire fresco, con ciertos efluvios a incienso, circuló por las camarillas del poder.
Elegantes ministros y pulidos subsecretarios se movían con soltura con la estampa de san Ramiro de Maeztuen la billetera, junto a la foto de familia numerosa («Nos han hecho ministros», se felicitó san Jose maría Escrivá, marqués de Peralta). Los españoles que cada noche salían al balcón, muchos en camiseta, otros en pijama a rayas, a escrutar el firmamento en busca de la parpadeante lucecita delSputnik no eran conscientes de estar doblando la bisagra de una nueva era, ni advertían que después de tres lustros de difícil equilibrio en el trampolín de la escasez, se estaban columpiando sobre el embalse del aperturismo, de laliberalización, del neocapitalismo, de la abundancia consumista, de la sociedad del confort. La zambullida nos tomó por sorpresa. En un santiamén, se abrieron las esclusas, y dos millones de trabajadores españoles se vaciaron sobre Europa, mientras cuatro, seis, ocho millones de turistas europeos en paños menores trashumaban cada verano a nuestras cálidas playas, ávidos de insolación, de paella, de sangría y de burro—taxi typical.
El negocio de exportar pobres e importar ricos atascaba de divisas las arcas del Estado;por otra parte, crecían las inversiones extranjeras, aprovechando que los salarios eran bajos y no había huelgas. Había que ser muy mal nacido y radioescucha de la emisora Pirenaica para negarse a admitir que el pueblo disfrutaba de un bienestar sin precedentes.
Gas butano, tresillos de skay adornados con pañitos de croché y cojines de lana, secador de pelo, batidora Turmix, frigorífico, transistores vía Ceuta o Andorra,muebles de formica y diseño nórdico, cuartos de baño con bidé en una de cada cuatro viviendas, agua caliente en una de cada dos, utilitario familiar.
Del subdesarrollo pasábamos al consumismo; del desempleo, al pluriempleo. Un mundo nuevo amanecía.Franco, como un viejo patriarca rodeado de numerosa y feliz familia, podía sentirse orgulloso. Pero no se durmió en los laureles: se multiplicaba, timoneaba la nave del Estado con pulso firme, inauguraba pantanos, se hería en la falange (con minúscula) «estando cazando en El Pardo», capturaba una ballena en el Cantábrico y enviaba la pelota de golf más lejos que nadie.
Había paz (XXV Años, en 1964), había pan,había fútbol, había concursos («Un millón para el mejor»), había quinielas millonarias. ¿Qué más podíamos desear? Vivíamos mejor que nadie. Por las carreteras españolas los primeros Seat 600 iniciaban su tímido rodaje en manos de inexpertos neoconductores. Los primeros Planes de Desarrollo iniciaban su tímido rodaje en manos de inexpertos ministros de Economía proclives a los frenazos y a los acelerones.
España, como una prometedora adolescente bien nutrida, daba el estirón. Quizá quedaba algo desgalichada y asimétrica: en la costa, jornal seguro de albañiles y camareros; en el interior, pasaporte y maleta para Alemania. Arreciaba el éxodo del campo a la ciudad. Desertores del arado dejaban el pueblo, las boinas capadas, las tocas negras y los valores morales, hasta entonces salvaguardados por el qué dirán de un vecindario chismoso, y se volvían permisivos y modernos en cuanto desembarcaban en el anonimato de la gran ciudad.
La cartilla de ahorros se olvidó en el fondo del secreter de la cómoda, la gente vivía al día,quería disfrutar y resarcirse de las privaciones pasadas, consumía en cómodos plazos: «Compre ahora y pague después.»La Iglesia y el Estado franquista se habían prometido amor eterno apenas acabada la guerra. El Concordato de 1953 fue su boda formal. España, como una novia bonita y morena, aportaba como dote los ministerios de Educación e Información. La Iglesia se las prometía felices, pensando que, con esos dos instrumentos en la mano, tenía asegurada su influencia durante otros mil años.
No advirtió que la novia iba preñada de modernidad y que las débiles costuras ideológicas del traje nupcial iban a estallar de un momento a otro. La fe, arremetida por el progreso, flaqueó. Incluso en el propio Vaticano cocían habas: el Concilio Vaticano II dejó estupefactos a los obispos españoles. ¡El Papa quería adaptar la Iglesia al mundo y no al contrario! Se produjo una desbandada general; grupos contestatarios exigían que la Iglesia se ocupara menos de la moralidad y más de la justicia social.
La jerarquía se escindió en dos bandos: preconciliares integristas y conciliares progresistas. De éstos, comenzaron a salir algunos curas disidentes, con preocupación social, incluso obreros, lo que ocasionó grave escándalo y quebranto entre los obispos franquistas.Luego, pensándolo mejor, los consintieron. La Iglesia, tan sabia, evita poner todos los huevos en la misma cesta. Ve venir los cambios y sabe ganar la delantera. En las zonas industriales, comenzaba a haber huelgas y curas obreros entre los huelguistas. En el País Vasco empezaba a levantar cabeza el nacionalismo, y el terrorismo asomaba las peludas orejas, con curas encubridores suministrando infraestructura logística e incluso algo más.
Hacia 1957, los españoles, que hasta entonces habían creído que la esencia de la vida consistía en apretarse el cinturón, contemplaron con sorpresa cómo les germinaban debajo de los pies las semillas del consumo traídas, en vuelo estacional, por turistas y emigrantes. El terreno estaba bien estercolado. En tan sólo diez años, entre 1960 y 1970, la renta per cápita del país había crecido en un 82 %.Tras la remodelación ministerial de 1965, el gobierno se escindió en dos bloques antagónicos: por una parte, los retroinmovilistas, capitaneados por el vicepresidente y hombre de confianza del Caudillo,Carrero Blanco; por la otra, progresistas, abanderados por Fraga Iribarne, que aspiraba a normalizar el país.
La dictadura se desprendió de los lastres nacional sindicalistas y ascendió a régimen autoritario dispuesto a ceder en lo superficial para mantener lo fundamental.El 22 de noviembre de 1966, Franco presentó a las Cortes la Ley Orgánica del Estado, y Fraga Iribarne comenzó su combate por el título de la modernidad con la Ley de Prensa. Al año siguiente, 1967, floreció la Ley Orgánica del Estado, y la Virgen se apareció a unas niñas sobre un lentisco del Palmar de Troya, en la provincia de Sevilla. España se debatía rasgada por tensiones interiores, como parturienta a punto de cesárea.
El rojerío progresista avanzaba sus peones. En los foros políticos, arreciaban voces exigiendo coeducación. En 1970, el presupuesto de Educación superó al del ejército por vez primera en la historia del régimen.El radicalismo estudiantil, que en París se lanzó a la calle para destruir los coches de la burguesía, en España se lanzó a los catres de los cuchitriles estudiantiles a destruir los virgos, considerados también símbolo de la burguesía, del dominio papista y vestigio retro de la dictadura. Las barricadas se hacían esperar.España se estaba volviendo roja y libertaria, pero los alevines de la clase media, los chicos burgueses que hicieron el bachillerato en Acción Católica y las chicas que fueron Hijas de María en colegios de monjas, las nuevas generaciones que el régimen había amamantado generosamente a sus pechos, se tomaban su tiempo antes de lanzarse a la revolución. Fue al final, ya en la universidad, cuando se convirtieron por millares al marxismo—leninismo y se catequizaron con el Libro Rojo de Mao, tan profundo.
Y después de Franco, ¿qué?, venía preguntándose la ciudadanía desde el final mismo de la guerra. Después de Franco pues vuelta a la monarquía, que se podia esperar.
Buenísimo de verdad el artículo. Pero seguirte en twitter un poco complicado, ¿no? ¿'username'?
ResponderEliminarDe momento no uso el twitter ni el facebook , si me decido a usarlos , lo hare publico , gracias por tu comentario , un saludo .
ResponderEliminarFranco, el De Gaulle español
ResponderEliminarDe España se podía salir y entrar. De la admirada Union Soviética para los progres, no.
Con Franco pasamos de la alpargata a la rueda. Agua corriente para todos (la gente se empezó a duchar todos los días), teléfono, electricidad, vivienda en propiedad, segunda residencia, becas, educación pública de calidad, seguridad social universal, pagas extra, vacaciones, vehículo propio, autopistas (para Cataluña sobre todo), VPO, universidad barata y para todos, títulos universitarios para muchos, formación profesional, erradicación del analfabetismo, alcanzar el90 & de la renta per capita de Europa, sin IRPF, sin corrupción, con poca delincuencia, con la oposición sólo del PC y de los terroristas de la ETA (masones y socialistas seguían de vacaciones en Méjico, disfrutando de lo robado durante la guerra), pocas cárceles y población penal, Liberta d e culto, idioma
Equiparabla a Eisenhower o De Gaulle.
Nos libró de una dictadura comunista y una democracia popular
los antifranquistas creen que su ignorancia, sustituida por mitos de tres al cuarto, les otorga una aureola moral y democrática. Creen que haber librado a España de una revolución totalitaria no tiene ningún mérito. Que haber evitado a España la II Guerra Mundial carece de importancia, o incluso ocurrió a pesar de Franco. Que haber derrotado al maquis comunista es un crimen. Que haber asegurado la paz más larga en dos siglos, persistente aún, es una fruslería. Que haber traido la época de mayor prosperidad y desarrollo económico vivido por el pais en dos siglos, carece de excesivo interés o sucedió a pesar del franquismo. Que carece de valor haber disuelto (salvo en minorias irreconciliables) los odios que destrozaron a la república... En suma. creen que reconocer los enormes logros de aquel régimen es una actitud "fascista", la cual debiera ser penada con cárcel o al menos rechazada de cualquier medio de comunicación y condenada a muerte civil
ResponderEliminarEl antifranquismo es estéril y esterilizador porque se basa en la mentira sistemática. Hay dos tipos de antifranquistas: los cínicos y los ingenuos. Los primeros, tipo Cebrian, Guerra, los golfos subvencionados de la memoria histórica, determinados historiadores y periodistas, son conscientes de sus embustes; pero también saben que el embuste se ha convertido en un negocio, muy productivo para muchos de ellos. Los ingenuos, la gran mayoría, si algo revelan es el éxito de la falsificación histórica y política entre un público de muy escaso sentido crítico y conocimiento del pasado, infantilizado a conciencia por la demagogia y la televisión basura. Ah, tenemos un tercer tipo: el de aquellos líderes del PP que escupen sobre la tumba de sus padres.
ResponderEliminarNo es casual que el antifranquismo venga condensado en una ley totalitaria como la de la memoria histórica (LMH). Clave de una involución antidemocrática de la que casi todos los políticos se hacen los desentendidos.
Todo un paradigma de la modernidad y bienestar, curioso que desde la transición es cuando hemos formado parte de Europa y la modernidad. Se ha bajado mucho más la tasa de analfabetismo, y la sociedad ha avanzado hacia una sociedad más moderna laica y sin las ataduras eclesiásticas de antaño. España estuvo maniatada y fuera de la órbita europea con Franco. Si fuera por él seriamos el norte de África y no el sur de Europa. Hay que ser majara para no darse cuenta. Aplaudir a un mentecato semejante. Encumbrarlo como hacen los norcoreanos con sus líderes, vaya tela... No debieron conocer la España rural de entonces, de los señoritos, latifundistas y de analfabetos dóciles y serviles. Mientras en otras naciones se llegaba a la Luna... pero nada, a aplaudir a este golpista que no tuvo la gran mayoría de la población a su lado hasta que venció por la fuerza de las armas y de sus aliados fascistas que como de todos es sabido dejaron un huella deplorable en la humanidad (ejem os suena Hitler no? los ensayos de Hendaya?).
ResponderEliminarCaramba, y luego algunos acusan a otros de desenfocar la historia.
ResponderEliminarO eso o el comentarista número 3 alabando el franquismo está de guasa. Cuando dice lo de “la electricidad, la vivienda en propiedad y el vehículo propio”, hasta cierto punto es divertido por su infantil aspecto bucólico; cuando habla de la” erradicación del analfabetismo” es ya de nota, esperpéntica, por supuesto; pero toda esta ignominia se minimiza cuando, alcanzando unas cotas de incultura insospechables, habla del franquismo como época “sin corrupción”, cuando precisamente una dictadura es en sí misma una pura corrupción.
Y lo de la “libertad del idioma” lo voy a pasar por alto. A estas alturas explicar ciertas cosas a personas con tanto desconocimiento –o con tantos prejuicios- es una absoluta pérdida de tiempo.
LO QUE FRANCO NOS DEJÓ Y LO QUE TENEMOS
ResponderEliminar1) Paro: 510.500 desempleados. Tasa de paro: 3,78% (25% de paro en 2014).
2) 2ª potencia mundial en el sector servicios.
3) 8ª potencia industrial del mundo. La industria representaba en 1975 el 36% del PIB. En la actualidad no llega al 15% del PIB.
4) La economía productiva estaba fuertemente protegida, y aislada del mercado financiero.
5) Ley de Bases de la Seguridad Social.
6) 515 embalses a lo largo y ancho de toda la geografía española.
7) Construcción de más de 9 millones de viviendas de Protección Oficial para españoles.
8) Clase Media: 56% de la población (43% en 2008). ¿Y en 2014? ¿Y en 2020?
9) Paga Extra de Navidad y Paga Extra del 18 de Julio.
10) Subidas de sueldo cada 2 años (bienio) y cada 5 años (quinquenio).
11) 700 mil funcionarios públicos. (Más de 3 millones en la actualidad).
12) 12,8% de deuda sobre el PIB (100% en 2014).
13) 21 universidades laborales y numerosas escuelas laborales.
14) 1 mes ó 30 días naturales de vacaciones retribuidas al año.
15) Tres niveles de ayudas a familias numerosas, según número de hijos.
16) Incremento mensual en nóminas, de pequeña cantidad en metálico, por cada hijo de cada trabajador/ra (conocido como "Puntos").
17) Retorno gratuito en medios de transportes públicos urbanos en billetes expendidos hasta las 9:00 horas.
18) Todos los bienes privados eran inembargables. (Art. 32 Fuero de los Españoles).
19) Persecución implacable sobre toda forma de usura (Cap. IX - 3º Fuero del Trabajo). La usura sólo fue despenalizada de iure en 1995. Además, Franco prohibió las fusiones bancarias.
20) El trabajo tenía prioridad sobre cualquier otro aspecto. No se podía molestar u obstruir a personas en el ejercicio de su trabajo.
21) Los sueldos estaban totalmente exentos de retenciones y del pago de impuestos.
ResponderEliminar22) El Impuesto de Tráfico de Empresa, (ITE, actual IVA) era del 2%. (Actualmente se aplica el 21%).
23) La apertura de pequeños negocios o comercios apenas necesitaba de requisitos legales más allá de seguridad e higiene.
24) Una única ley y normativa nacional agilizaba y dinamizaba la economía productiva interterritorial.
25) Las diputaciones provinciales coordinaban la relación política entre estado y municipios, suplantando CC.AA. a coste despreciable.
26) La austeridad del Estado y el rigor en la aplicación de la ley, reducía los niveles de corrupción a despreciables.
27) Prohibición de interrumpir el suministro de agua, electricidad o carbón en hogares por impago.
28) La total independencia del mercado productivo sobre el financiero y su protección contra la usura, arrojaba excelentes resultados contables empresariales y salariales, quedando el 100% de la rentabilidad en manos de los que generaban la riqueza.
29) El nivel adquisitivo de los españoles podía rondar entre 1.000% y 1.500% sobre el nivel adquisitivo actual.
30) 6 grandes carreteras nacionales, más la de Toledo, incidían en la 1ª circunvalación M-30 de Madrid. Conocidas como radiales, vertebraban el tráfico rodado de la Red Nacional de Carreteras. (Posteriormente fueron desdobladas habilitándolas como autovías).
31) El domicilio de los españoles era inviolable. Nadie podía acceder sin su consentimiento u orden judicial. (Ahora policías con orden judicial revientan puertas y apalean moradores, antes de tirarlos a la calle, si se resisten a dejarse robar).
32) Los bajos niveles de delincuencia, casi despreciables, ofrecían alta seguridad en poblaciones y en todo el territorio nacional, 24 horas al día. Millones de hogares, templos y otros, nunca usaban llaves en sus puertas.
33) La entrega de Viviendas de Protección Oficial era rigurosamente selectiva, previo informes de autoridades locales, y bajo precios que rondaban entre nada y poco más que simbólicos, en función de circunstancia y número de hijos.
34) Dada la autosuficiencia financiera del grueso de la economía productiva, la incidencia en la inflación interna era muy baja, ayudando a soportar las fluctuaciones del mercado externo.
35) Al entrar en una empresa, era obligatorio contratar al trabajador como permanente, de modo que tenía la seguridad necesaria para crear una familia. No existían contratos precarios. Una vez superado el periodo de prueba (que era de 3 ó 6 meses dependiendo de la categoría laboral) no había mas alternativa que el contrato indefinido. No existía el despido libre. En caso de despido improcedente, era el trabajador el de elegia entre readmisión o indemnización. Esto lo cambio Felipe Gonzalez, siendo a partir de entonces el empresario el que elegia entre despido o indemnización, en caso de despido improcedente. Es el momento en que en España se instaura el despido libre; con indemnización, pero libre para el empresario. Lo que ha ido viniendo después es el despido cada vez con menos indemnización.
36) En el seno del sindicato vertical se gestó el sindicato de orientación comunista CC.OO., posteriormente autoescindido. También Felipe González llegó a ser Secretario General del PS Europeo, del PSOE y Presidente del Gobierno de España. Durante el franquismo gozó de protección del Estado. Y a pesar de estar prohibidos, la existencia de partidos políticos y sindicatos era de conocimiento público como lo eran la mayoría de sus actividades.