El 8 de abril de 1605 nacía el monarca Felipe Domingo de la Cruz y de Todos los Santos, que reinaría como Felipe IV. A este monarca se le ha restado brillo por el mucho que desprendió su valido, el conde-duque de Olivares, mentor del Rey y verdadero gobernante hasta su caída en desgracia.
Felipe IV fue un joven delgado y de regio porte, rubio, de piel y ojos muy claros, con cierto atractivo, de no ser por su acusada mandíbula, que recuperaba en todo su esplendor el proverbial prognatismo de los Austrias. Tuvo inquietud por lo bello, también por las mujeres, y aunque sólo reconoció un hijo natural, Juan José de Austria, se le atribuían por decenas. En su corte hubo sitio para los más afamados pintores y los más talentosos poetas. Corrompida, asidua de fiestas y banquetes, embriagada de ingenio, de la corte de Felipe IV se dijo que ninguna otra vio tan alegremente perder un imperio.
La política de Felipe IV estuvo marcada por aquel annus horribilis que fue 1640 y que dividiría su reinado en al menos dos etapas. La primera comenzó brillante, con victorias militares en todos los frentes, algunas tan sonadas como la rendición de Breda, inmortalizada por Velázquez. España defendía sus intereses en Italia, apoyaba a los Habsburgo austriacos en Alemania y se desangraba en el eterno frente holandés, sin perder de vista la defensa de las colonias. Al acecho estaba Francia, con el sibilino cardenal Richelieu presto a dar la puntilla al Imperio, si éste se dejaba. Nordlinger fue el punto de inflexión. La victoria agónica de los Tercios, reflejo de una grandeza que se iba empañando, forzó la entrada de Francia en el conflicto. Richelieu veía que el Imperio, aun maltrecho, era capaz de resistir a sus rivales. Entonces varió el viento.
En 1637 se perdía Breda, en 1638 Francia acosaba Fuenterrabía, en 1639 la Armada se hundía en las Dunas y en 1640 estallaba la revuelta interior en Portugal y Cataluña perdiéndose ambos territorios, el primero de forma irreversible. La Paz de Westfalia rubricaba la independencia de Holanda y enterraba la idea imperial, mientras que la humillante Paz de los Pirineos consolidaba un cambio en el liderazgo europeo. España había dejado de ser la potencia hegemónica.
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