El infante don Juan, como no era el primogénito, no estaba destinado a reinar, por lo tanto no lo prepararon para tan alta misión, aunque recibió una educación esmerada y, desde pequeño, aprovechando que su madre era inglesa, su abuela alemana y su nurse francesa, habló varios idiomas.
En 1930, ingresó en la Escuela Naval de San Fernando para seguir la carrera de marino, pero la caída de la monarquía y el exilio de la familia real interrumpieron sus estudios apenas comenzados.
Gracias a su pariente Jorge V de Inglaterra pudo completarlos en la academia naval británica, en la cual se graduó como oficial.Don Juan era un marino de una pieza, brutote, tatuado, elemental, impulsivo, noble de corazón y proclive al vozarrón y al taco.
En 1933,servía en el crucero Enterprise de la marina británica, que estaba fondeado en aguas de Bombay, en la India, cuando recibió un telegrama de su padre, el ex rey Alfonso XIII:«Por renuncia de tus hermanos mayores, quedas tú como heredero. Cuento contigo para que cumplas con tu deber con España.» El mundo se le vino encima al joven oficial.
Tuvo que abandonar el Enterprise y regresar a Roma para hacerse cargo de sus nuevas obligaciones.Durante la guerra civil española intentó por tres veces, siempre en vano, que Franco lo admitera a su lado para luchar contra la República.
Alegaba don Juan su experiencia en la marina de guerra inglesa: «He navegado dos años y medio en el crucero Enterprise de la Cuarta Escuadra; he seguido luego un curso especial de artillería en el acorazado Iron Duke y,por último, antes de abandonar la marina británica con la graduación de teniente de navío, estuve tres meses en el destructor Winchester.»
Ni por ésas. Franco se negó a admitirlo. El 28 de febrero de 1941, Alfonso XIII falleció en la habitación 23 del primer piso del Gran Hotel de Roma, donde residía, y don Juan, a sus veintisiete años, se hizo cargo de la jefatura de la Casa Real. No tenía por delante un camino de rosas. El resto de su vida fue esperar a que Franco le cediera la corona y contemplar la evolución política de España desde la orilla portuguesa, en su chalecito de Estoril, «Villa Giralda», donde recibía el besamanos y acatamiento de los monárquicos detoda la vida, que iban a visitarlo y de camino aprovechaban para ir a Fátima y al Casino.
Don Juan hubiera sido, quizá, un buen marino, que el mar era su verdadera vocación, pero falto como estaba, por formación y por temperamento, de las cualidades necesarias para navegar en las procelosas y turbias aguas de la política, toda su vida se dejó dirigir por un Consejo Privado, constituido por prestigiosos monárquicos, dentro del cual coexistían distintas corrientes no siempre confluentes. Al predominio de unas o de otras, en cada época, se pueden atribuir los bandazos del pensamiento político de don Juan,y los renuncios y contradicciones en que incurrió en su relación con Franco, que acabaron perjudicando su causa.
Esto explica que el mismo personaje que en 1935 apoyó con entusiasmo al grupo Acción Española, claramente reaccionario, moderara su postura diez años después, cuando la derrota de las dictaduras europeas dejaba entrever que el futuro pertenecía a las democracias. Don Juan, adelantándose a muchos españoles,se declararía ya abiertamente demócrata a partir de 1965, cuando su avispado consejero José María de Areilza le hizo ver, y a algunos significados personajes del Consejo Privado también, que el porvenir de la monarquía pasaba por su adecuación a los nuevos tiempos. Areilza era un diplomático de gran talla, pragmático y con gran visión de futuro,y convencido, como todo diplomático que se precie, de que París (o Madrid) bien vale una misa.
Sin embargo, el enfrentamiento de don Juan con Franco venía de mucho antes, de marzo de 1945,cuando publicó el Manifiesto de Lausanne, en el que conminaba solemnemente al general Franco para que,reconociendo el fracaso de su concepción totalitaria del Estado, abandonara el poder y diera libre paso a la monarquía. Al año siguiente, publicó las Bases Institucionales de la Monarquía, como si ya anduviera preparando el gobierno en la sombra.
A Franco, como fácilmente se adivina, todo esto le sentaba como si le mentaran a su santa madre. Además, por vía diplomática le llegó la noticia de que don Juan se había ofrecido a las potencias vencedoras en la guerra como alternativa de gobierno en España al frente de una monarquía respetuosa de las libertades públicas. La misma fuente hablaba de su disposición para llegar a España como rey, a bordo de un navío de la Armada británica, en una hipotética invasión de las Canarias
El siguiente paso del pretendiente no mejoró su situación ante el dictador. En 1947, cuando arreciaba el aislamiento internacional de Franco y parecía que los días del régimen estaban contados, replicó a la Ley Sucesoria promulgada por Franco con el llamado Manifiesto de Estoril, en el cual firmaba como rey.Ésta fue la gota que colmó el vaso de la paciencia del Caudillo. Franco nunca le perdonó estas veleidades políticas y decidió que cuando restaurara la monarquía lo haría en otra persona. Porque Franco era monárquico y nunca dejó de serlo; lo que ocurre es que le tomó gusto al mando y decidió que la estabilidad y el progreso de España requerían que él estuviera al timón mientras Dios le diera vida, que se la dio y larga.
Tiempo habría y siglos por delante para que la monarquía siguiera su curso. En cuanto a don Juan, ya que estaba incordiándolo con papelitos y declaraciones a la prensa, decidió castigarlo impidiendo que reinara y lo condenó a ser hijo de rey y padre de rey, pero nunca rey.
Se salió plenamente con la suya. Ésta es otra de las cosas que dejó atadas y bien atadas.
Volviendo a don Juan y a su bondad intrínseca, quizá su ya mentada dependencia de consejeros con opiniones contra puestas disculpe las aparentes traiciones que se observan en su trayectoria política; por ejemplo, en 1948, cuando la flamante Confederación de Fuerzas Monárquicas se adhirió a la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas junto a socialistas y republicanos exiliados, en un común intento para forzar la salida del dictador. ¡Indalecio Prieto y la monarquía codo con codo!
Al poco tiempo, don Juan mostró simpatías hacia el Movimiento en la entrevista con Franco en el yate
Azor,frente a San Sebastián.En esta histórica ocasión, Franco, que ya había decidido saltarse la línea de sucesión y que don Juan se quedara sin reinar, le pidió, y él aceptó, que su primogénito, don Juan Carlos, cursara bachillerato en España y se fuera preparando para sus eventuales responsabilidades como rey.Después de la escena del Azor,don Juan evitó enfrentarse con Franco, incluso hizo declaraciones de fidelidad a los ideales del Movimiento Nacional y mencionó la ayuda divina y los aciertos del Generalísimo al frente de la nación, y hasta le ofreció la máxima condecoración, el Toisón de Oro, que Franco rechazó con brusquedad castrense, señalándole, además, que carecía de potestad para ofrecerla.
El gallego era muy suyo en cuestiones de mando y prerrogativas
El hombre que había de reinar, es decir, el primogénito de don Juan y nieto de Alfonso XIII era Juan Carlos, un niño guapo y avispado, nacido en Roma, en 1938, durante el exilio de sus padres.
Había padecido una infancia desarraigada, primero en Lausana, en Suiza, donde residía su abuela, la ex reina de España; después, interno en un colegio religioso de Friburgo. Hay que imaginarse su desamparo cuando llegó a España, después de la histórica entrevista del Azor,a los diez años de edad y sin apenas hablar español,para estudiar bachillerato en una finca de los banqueros Urquijo, «Las Jarillas», reconvertida en laboratorio educativo para el futuro príncipe y otros ocho niños procedentes de familias de dirigentes franquistas para que aquel encierro pareciera un colegio.
Fue una educación muy particular, inspirada por el dictador, en la que predominaron preceptores afines al Opus Dei. Franco deseaba que el futuro rey estuviera políticamente más cerca de él que de su padre carnal.
El muchacho creció soportando humillaciones a la sombra del poder, espiado por sus más directos colaboradores, abucheado públicamente a veces, tanto por falangistas como por monárquicos juanistas, que lo consideraban un intruso impuesto por Franco. Y además, aguantando la vela frente a su propio padre.
Todo su papel consistía en esperar y en no defraudar al amo supremo, ni al ejército ni a la Iglesia, ya que no a la Falange y mucho menos a la oposición democrática, ferozmente republicana (eso predicaban entonces).
Por eso, el ejército y la Iglesia, ambas reunidas en el almirante Carrero Blanco, fueron sus principales valedores en 1969, cuando, presionando sobre Franco, consiguieron que lo nombrara, de una vez por todas, sucesor a título de rey.
Don Juan Carlos se había casado con Sofía de Grecia, una princesa de la casa real helena, de origen prusiano y danés (y emparentada, además, con las dinastías de Inglaterra y Rusia).
Su bisabuelo materno fue el káiser Guillermo II; el paterno, el príncipe Guillermo de Dinamarca, entronizado en Grecia como Jorge I, en 1852.
Los apellidos de la esposa de Don Juan Carlos son Schleswig—Holstein Sonderburg y Glücks-burgo.
En febrero de 1968, con ocasión del bautizo del príncipe Felipe, primer hijo varón de Juan Carlos, la ex reina Victoria Eugenia, ya anciana, regresó a España por unos días. Durante la ceremonia bautismal,cuando Franco le presentó sus respetos, ella afectuosamente le dijo: «General, ya tiene usted dónde escoger entre el abuelo, el hijo y el nieto.» Con flema británica, la anciana señora no se quebraba la cabeza sobre el tema, pero entre los monárquicos los había muy capaces de abrírsela al adversario, pues las diferencias entre juanistas, partidarios del padre, y juancarlistas, partidarios del hijo, se iban ahondando.
Los unos, como cabe suponer, por fidelidad a las leyes monárquicas; los otros, por puro pragmatismo.Los vientos de la política soplaban de este último lado. Carrero Blanco, López Rodó y el Opus Dei (en una maniobra combinada que denominaron Operación Salmón) instaron a Franco, con el debido respeto,para que eligiera sucesor. «La elección de sucesor —argumentaba Carrero ante el general— tendrá el efecto beneficioso de una traqueotomía.» Fascinado por tan delicada metáfora, Franco se decidió y escogió sucesor, al año siguiente, 1969.
Carrero fue el primero en saberlo y se lo comunicó con alivio a López Rodó:«Ya parió.» Con parecido ingenio, Don Juan Carlos había escrito a su madre, en clave metafórica borbónica: «El grano ya ha reventado.»Como era de esperar, de los tres candidatos señalados por la ex reina, Franco había escogido no al abuelo, don Juan, a quien seguía sin perdonar sus insumisiones pasadas, sino al hijo, Don Juan Carlos,despreciando todas las normas de sucesión. ¿Acaso no estaba por encima de la historia?
Aquí fue la tragedia. Don Juan, viéndolas venir, tenía muy advertido a su hijo que por nada del mundo debería acceder a que el dictador se saltara graciosamente el orden sucesorio. A juzgar por sus declaraciones a la prensa extranjera, Don Juan Carlos estuvo al principio de acuerdo con su padre y se presentaba como un hijo abnegado y obediente. El 27 de noviembre de 1968 declaró al semanario Point de Vue: «Jamás aceptaré reinar mientras mi padre viva.» Pero después cambió de idea, alegando el interés de España y su supremo deber de soldado, y acató las Leyes Fundamentales del Reino, entre las cuales se incluía,naturalmente, la Ley de Sucesión.
Detrás de todo el asunto, hay que ver la mano peluda de Carrero, al que el joven príncipe agradeció «horrores» su apoyo. A la intencionada pregunta del periodista Emilio Romero«¿puede abdicar don Juan?» respondió el príncipe: «Por poder, puede.»
Así que Don Juan Carlos estaba dispuesto a reinar antes que su padre. Este cambio de postura mereció la desaprobación de los juanistas, incluido el propio don Juan, que sólo había consentido su educación española como sucesor suyo, no de Franco.
Inmediatamente, protestó en una nota oficial: «No se ha contado conmigo ni con la voluntad libremente manifestada del pueblo español [...] Ninguna responsabilidad me cabe en esta instauración.»
Entre el padre y el hijo se produjo una gran tensión por lo que técnicamente era una traición, agravada por el hecho de que Juan Carlos había visitado recientemente a su padre en Estoril y no le había comunicado nada. Don Juan, que se había enterado de la noticia por la prensa, como los demás españoles, lo tomó muy a mal, convencido como estaba de que su hijo conocía de antemano la decisión de Franco y se la había ocultado.
Juan Carlos, disciplinadamente, pero con el corazón escindido por encontrados sentimientos, acató la decisión de Franco, subordinando su fidelidad filial a sus sagrados deberes hacia la patria, y se apresuró aaceptar. Pero envió un mensaje conciliador, que no calmó la ira de su padre biológico: «Es lógico que los más fieles mantenedores de los principios dinásticos acepten algún sacrificio en sus aspiraciones. Y si son verdaderos patriotas comprenderán que ante todo está el bien de España.» Le pedía una cierta flexibilidad a don Juan, pero don Juan era un hombre más visceral que paciente, se consideraba llanamente traicionado y no cedió en sus planteamientos legitimistas hasta 1977.
Incluso en la primera ocasión que se le presentó,reclamó a su hijo la placa de Príncipe de Asturias que le había otorgado (años después, ya pasada la tormenta, se la entregaría a su nieto Felipe).
Los juanistas sacaron a relucir que el príncipe, como Fernando VII, no vacilaba en atropellar los derechos de su padre con tal de alcanzar el trono, ni vacilaba en jurar lealtad a Franco y fidelidad a los principios del Movimiento Nacional y a las Leyes Fundamentales del Reino.
No obstante, los hagiógrafos de la corona, más papistas que el papa, han inventado la historia de la conspiración: hijo y padre como uña y carne, de acuerdo desde el primer momento para engañar a Franco y sin otra ambición que devolver España a la democracia. Eso, a pesar de que Don Juan Carlos no tolera que en su presencia se critique a Franco, «porque cada uno debe saber de dónde viene y fue Franco el que me puso en el trono».
La proclamación de Don Juan Carlos como sucesor no mejoró su situación personal porque no significaba que Franco hubiera decidido retirarse pronto.
Don Juan Carlos y Doña Sofía, como los parientes pobres que esperan una herencia, soportaron todavía muchos desplantes y desprecios de la familia de Franco y de los falangistas. Incluso durante un tiempo peligró la candidatura de Don Juan Carlos puesto que la ley reservaba a Franco la posibilidad de designar a otro heredero.
En 1972, la nieta de Franco, María del Carmen Martínez Bordiú, se casó con Alfonso de Borbón, hijo del infante don Jaime (aquel infante sordo-mudo, en el que, en su día, recayó la sucesión de la corona española antes de desplazarse hacia el tercer hijo varón de Alfonso XIII, don Juan).
A raíz de esta boda, los príncipes vivieron la ansiedad de una posible candidatura rival para la corona de España, que la ambiciosa familia de Franco intentaba forzar aprovechando que el general andaba ya mermado de facultades. No obstante, después de las declaraciones institucionales de tres años antes, la propuesta llegaba un poco tarde, y las maniobras de las Cármenes (doña Carmen Polo y su hija) para coronar a una Franco como reina de España no dieron fruto.
Pero durante unos meses, la pelota estuvo en el tejado, y Alfonso se titulaba príncipe, y la nieta de Franco, su esposa, princesa, tratamiento reservado en España a los herederos del trono. En una fiesta, el marqués de Villaverde, yerno de Franco, requirió de un camarero: «Un whisky para el príncipe.» Don Juan Carlos, que estaba a su lado, creyendo que se refería a él, corrigió: «No, whisky no, he pedido una limonada.» A lo que Villaverde replicó: «No: he dicho para el príncipe», y señalaba a su yerno, don Alfonso
En los años setenta, Franco era ya octogenario y estaba para poco. Inaugurados ya los pantanos,acondicionados los paradores nacionales, cazados los ciervos, abatidos los jabalíes, pescadas las truchas,paseados los palios, habiéndolo dejado todo atado y bien atado, desertó del NODO, se replegó del vivir cotidiano, se retiró del mundo y se convirtió en una delgada presencia que veía pasar los últimos vagones del tren de la vida desde el apeadero de El Pardo, como si la cosa no fuera con él.
Franco iba ya de retirada y parecía que el ascenso de la democracia era imparable, pero, de pronto,el almirante Carrero Blanco, ascendió a segundo de a bordo, se subió al pescante y, tomando las riendas delas vacilantes manos del Caudillo, frenó la cabalgadura.
Carrero Blanco era un leal funcionario franquista.Guiado por López Rodó y otros miembros del Opus Dei, intentó instaurar un fascismo católico. El frenazo del aperturismo despidió a muchos por encima de las orejas de la caballería, entre ellos al propio Fraga,destituido en 1969 por su incapacidad para acabar con «la pornografía y el maoísmo».
En 1973 se designó a Carrero Blanco presidente del gobierno. Franco seguía detentando la jefatura del Estado. Mientras tanto, crecía la inquietud social. Las fuerzas de la oposición, que durante años habían permanecido silenciosas, comenzaban a moverse cautamente, sólo lo suficiente para no alarmar al aparato del régimen y a la gente de orden temerosa del futuro.
Porque la inmensa mayoría de los españoles, aunque monárquicos in péctore (¿sería mejor términocriptomonárquicos?) según hoy demuestran las encuestas y las espontáneas declaraciones de los políticos, entonces ignoraban que lo eran, o quizá sólo lo sospechaban y no se atrevían a proclamarlo, inmersos como estában todos en el bendito limbo del apoliticismo.
Es que los penosos años de la dictadura habían atrofiado el sentido político de la inmensa mayoría del pueblo español y nadie daba un duro por el futuro del príncipe designado, que falangistas y juanistas llevaban treinta años desprestigiando como tonto del haba y hasta lo apodaban Juan Carlos el Breve.
No obstante, el progreso era imparable, o lo parecía, y la democracia estaba, aparentemente, a la vuelta de la esquina.El mundo había cambiado irreversiblemente. Los subversivos, después de unos años de predicación alternativa en favor del amor, habían decidido hacer también la guerra.
En 1970, apedrearon al papa en Cerdeña, y el presidente Nixon vivió una experiencia semejante en el otro confín del globo. En 1973 estrellaron al propio Carrero Blanco contra la cornisa de la casa de los jesuitas.
El proyecto nacionalcatólico naufragó en los discursos de su heredero Arias Navarro, converso aperturista, dispuesto a atender las demandas de una sociedad cambiante, aunque con la otra mano sostenía firmemente el garrote de la ley y el orden y, para que el mensaje fuera cabalmente entendido, ejecutó a garrote vil a un anarquista que en su captura mato a un inspector de policia.
Franco, ya en sus ochenta, no tenía ninguna intención de retirarse, pero incluso sus más incondicionales se planteaban el futuro de España el día en que, por «imperativo biológico», eufemismo acuñado para aludir a la muerte del dictador, la jefatura del Estado quedara vacante.
En el año 1974, Franco, aquejado de flebitis, dejó en manos de su sucesor el timón de la nave del Estado. Fue sólo durante los tres meses de la calma chicha estival, como si se hubiese tomado unas vacaciones, porque, en cuanto llegó el otoño, el dictador se repuso y asumió de nuevo el mando, dejando en situación un tanto desairada al sustituto, que ya se tenía por fijo en la plaza.
La tímida apertura continuaba. Se consintieron los partidos políticos bajo el nombre de asociaciones (con la excepción del Partido Comunista, la bestia parda del régimen).
En la calle se producían algaradas que la policía reprimía. Al terrorismo de ETA y del FRAP, que arreciaba en el río revuelto, respondió el régimen en septiembre con una severa ley antiterrorista y el fusilamiento de cinco terroristas.
Fue una concesión al ejército y a los poderes fácticos, que exigían mano dura para enfrentarse a la escalada de violencia terrorista. El cumplimiento de la sentencia provocó cierta repulsa internacional y la réplica del régimen, menos espontánea que otras veces, en la consabida manifestación multitudinaria de la plaza de Oriente para vitorear al Caudillo, ya casi una momia puesta a orear en el balcón, un viejecito tembloroso,de voz atiplada, que al dar los gritos del ritual falangista que coronaban estas manifestaciones patrióticas,se equivocó al pronunciar el nombre de España por tercera vez y le salió un espúreo « ¡Espiña!», que fue magnificado por los altavoces (en el telediario lo ocultaron superponiendo ruido de helicóptero).
A todo esto, Hassan II, el tirano marroquí protegido por Estados Unidos, aprovechó astutamente el desconcierto y el vacío de poder que se vivía en España para invadir el Sahara con una muchedumbre de desarrapados que enarbolaban el Corán: la Marcha Verde. El órdago le salió a pedir de boca, y el gobierno español, que bastantes problemas tenía en casa para buscarse otros fuera de ella, entregó al moro aquellas arenas (y aquellas pesquerías y aquellos fosfatos) sin tener en cuenta la opinión de sus pobladores, a los que, hasta ayer mismo, titulaba ciudadanos españoles. Una chapuza más.
En octubre, la salud de Franco empeoró bruscamente, y el dictador tuvo que ser ingresado en un centro hospitalario, mientras Don Juan Carlos se hacía cargo, otra vez interinamente, de la jefatura del Estado.
Por imposición de la familia, el equipo médico habitual mantuvo vivo al enfermo durante semanas, prolongando dramáticamente su agonía. Murió, por fin, el 20 de noviembre de 1975 y lo enterraron en su pirámide del Valle de los Caídos, entre grandes manifestaciones de duelo.
No todo el mundo lo lloró. El champán, el cava y, en general, todo espumoso de taponazo, se agotaron en las tiendas y supermercados. Dos días después proclamaron rey de España al hombre que Franco había designado para sucederle. Después de una larga, comprometida y tortuosa espera, comenzaba, por fin, el largo reinado de Juan Carlos I el Breve.
En 1930, ingresó en la Escuela Naval de San Fernando para seguir la carrera de marino, pero la caída de la monarquía y el exilio de la familia real interrumpieron sus estudios apenas comenzados.
Gracias a su pariente Jorge V de Inglaterra pudo completarlos en la academia naval británica, en la cual se graduó como oficial.Don Juan era un marino de una pieza, brutote, tatuado, elemental, impulsivo, noble de corazón y proclive al vozarrón y al taco.
En 1933,servía en el crucero Enterprise de la marina británica, que estaba fondeado en aguas de Bombay, en la India, cuando recibió un telegrama de su padre, el ex rey Alfonso XIII:«Por renuncia de tus hermanos mayores, quedas tú como heredero. Cuento contigo para que cumplas con tu deber con España.» El mundo se le vino encima al joven oficial.
Tuvo que abandonar el Enterprise y regresar a Roma para hacerse cargo de sus nuevas obligaciones.Durante la guerra civil española intentó por tres veces, siempre en vano, que Franco lo admitera a su lado para luchar contra la República.
Alegaba don Juan su experiencia en la marina de guerra inglesa: «He navegado dos años y medio en el crucero Enterprise de la Cuarta Escuadra; he seguido luego un curso especial de artillería en el acorazado Iron Duke y,por último, antes de abandonar la marina británica con la graduación de teniente de navío, estuve tres meses en el destructor Winchester.»
Ni por ésas. Franco se negó a admitirlo. El 28 de febrero de 1941, Alfonso XIII falleció en la habitación 23 del primer piso del Gran Hotel de Roma, donde residía, y don Juan, a sus veintisiete años, se hizo cargo de la jefatura de la Casa Real. No tenía por delante un camino de rosas. El resto de su vida fue esperar a que Franco le cediera la corona y contemplar la evolución política de España desde la orilla portuguesa, en su chalecito de Estoril, «Villa Giralda», donde recibía el besamanos y acatamiento de los monárquicos detoda la vida, que iban a visitarlo y de camino aprovechaban para ir a Fátima y al Casino.
Don Juan hubiera sido, quizá, un buen marino, que el mar era su verdadera vocación, pero falto como estaba, por formación y por temperamento, de las cualidades necesarias para navegar en las procelosas y turbias aguas de la política, toda su vida se dejó dirigir por un Consejo Privado, constituido por prestigiosos monárquicos, dentro del cual coexistían distintas corrientes no siempre confluentes. Al predominio de unas o de otras, en cada época, se pueden atribuir los bandazos del pensamiento político de don Juan,y los renuncios y contradicciones en que incurrió en su relación con Franco, que acabaron perjudicando su causa.
Esto explica que el mismo personaje que en 1935 apoyó con entusiasmo al grupo Acción Española, claramente reaccionario, moderara su postura diez años después, cuando la derrota de las dictaduras europeas dejaba entrever que el futuro pertenecía a las democracias. Don Juan, adelantándose a muchos españoles,se declararía ya abiertamente demócrata a partir de 1965, cuando su avispado consejero José María de Areilza le hizo ver, y a algunos significados personajes del Consejo Privado también, que el porvenir de la monarquía pasaba por su adecuación a los nuevos tiempos. Areilza era un diplomático de gran talla, pragmático y con gran visión de futuro,y convencido, como todo diplomático que se precie, de que París (o Madrid) bien vale una misa.
Sin embargo, el enfrentamiento de don Juan con Franco venía de mucho antes, de marzo de 1945,cuando publicó el Manifiesto de Lausanne, en el que conminaba solemnemente al general Franco para que,reconociendo el fracaso de su concepción totalitaria del Estado, abandonara el poder y diera libre paso a la monarquía. Al año siguiente, publicó las Bases Institucionales de la Monarquía, como si ya anduviera preparando el gobierno en la sombra.
A Franco, como fácilmente se adivina, todo esto le sentaba como si le mentaran a su santa madre. Además, por vía diplomática le llegó la noticia de que don Juan se había ofrecido a las potencias vencedoras en la guerra como alternativa de gobierno en España al frente de una monarquía respetuosa de las libertades públicas. La misma fuente hablaba de su disposición para llegar a España como rey, a bordo de un navío de la Armada británica, en una hipotética invasión de las Canarias
El siguiente paso del pretendiente no mejoró su situación ante el dictador. En 1947, cuando arreciaba el aislamiento internacional de Franco y parecía que los días del régimen estaban contados, replicó a la Ley Sucesoria promulgada por Franco con el llamado Manifiesto de Estoril, en el cual firmaba como rey.Ésta fue la gota que colmó el vaso de la paciencia del Caudillo. Franco nunca le perdonó estas veleidades políticas y decidió que cuando restaurara la monarquía lo haría en otra persona. Porque Franco era monárquico y nunca dejó de serlo; lo que ocurre es que le tomó gusto al mando y decidió que la estabilidad y el progreso de España requerían que él estuviera al timón mientras Dios le diera vida, que se la dio y larga.
Tiempo habría y siglos por delante para que la monarquía siguiera su curso. En cuanto a don Juan, ya que estaba incordiándolo con papelitos y declaraciones a la prensa, decidió castigarlo impidiendo que reinara y lo condenó a ser hijo de rey y padre de rey, pero nunca rey.
Se salió plenamente con la suya. Ésta es otra de las cosas que dejó atadas y bien atadas.
Volviendo a don Juan y a su bondad intrínseca, quizá su ya mentada dependencia de consejeros con opiniones contra puestas disculpe las aparentes traiciones que se observan en su trayectoria política; por ejemplo, en 1948, cuando la flamante Confederación de Fuerzas Monárquicas se adhirió a la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas junto a socialistas y republicanos exiliados, en un común intento para forzar la salida del dictador. ¡Indalecio Prieto y la monarquía codo con codo!
Al poco tiempo, don Juan mostró simpatías hacia el Movimiento en la entrevista con Franco en el yate
Azor,frente a San Sebastián.En esta histórica ocasión, Franco, que ya había decidido saltarse la línea de sucesión y que don Juan se quedara sin reinar, le pidió, y él aceptó, que su primogénito, don Juan Carlos, cursara bachillerato en España y se fuera preparando para sus eventuales responsabilidades como rey.Después de la escena del Azor,don Juan evitó enfrentarse con Franco, incluso hizo declaraciones de fidelidad a los ideales del Movimiento Nacional y mencionó la ayuda divina y los aciertos del Generalísimo al frente de la nación, y hasta le ofreció la máxima condecoración, el Toisón de Oro, que Franco rechazó con brusquedad castrense, señalándole, además, que carecía de potestad para ofrecerla.
El gallego era muy suyo en cuestiones de mando y prerrogativas
El hombre que había de reinar, es decir, el primogénito de don Juan y nieto de Alfonso XIII era Juan Carlos, un niño guapo y avispado, nacido en Roma, en 1938, durante el exilio de sus padres.
Había padecido una infancia desarraigada, primero en Lausana, en Suiza, donde residía su abuela, la ex reina de España; después, interno en un colegio religioso de Friburgo. Hay que imaginarse su desamparo cuando llegó a España, después de la histórica entrevista del Azor,a los diez años de edad y sin apenas hablar español,para estudiar bachillerato en una finca de los banqueros Urquijo, «Las Jarillas», reconvertida en laboratorio educativo para el futuro príncipe y otros ocho niños procedentes de familias de dirigentes franquistas para que aquel encierro pareciera un colegio.
Fue una educación muy particular, inspirada por el dictador, en la que predominaron preceptores afines al Opus Dei. Franco deseaba que el futuro rey estuviera políticamente más cerca de él que de su padre carnal.
El muchacho creció soportando humillaciones a la sombra del poder, espiado por sus más directos colaboradores, abucheado públicamente a veces, tanto por falangistas como por monárquicos juanistas, que lo consideraban un intruso impuesto por Franco. Y además, aguantando la vela frente a su propio padre.
Todo su papel consistía en esperar y en no defraudar al amo supremo, ni al ejército ni a la Iglesia, ya que no a la Falange y mucho menos a la oposición democrática, ferozmente republicana (eso predicaban entonces).
Por eso, el ejército y la Iglesia, ambas reunidas en el almirante Carrero Blanco, fueron sus principales valedores en 1969, cuando, presionando sobre Franco, consiguieron que lo nombrara, de una vez por todas, sucesor a título de rey.
Don Juan Carlos se había casado con Sofía de Grecia, una princesa de la casa real helena, de origen prusiano y danés (y emparentada, además, con las dinastías de Inglaterra y Rusia).
Su bisabuelo materno fue el káiser Guillermo II; el paterno, el príncipe Guillermo de Dinamarca, entronizado en Grecia como Jorge I, en 1852.
Los apellidos de la esposa de Don Juan Carlos son Schleswig—Holstein Sonderburg y Glücks-burgo.
En febrero de 1968, con ocasión del bautizo del príncipe Felipe, primer hijo varón de Juan Carlos, la ex reina Victoria Eugenia, ya anciana, regresó a España por unos días. Durante la ceremonia bautismal,cuando Franco le presentó sus respetos, ella afectuosamente le dijo: «General, ya tiene usted dónde escoger entre el abuelo, el hijo y el nieto.» Con flema británica, la anciana señora no se quebraba la cabeza sobre el tema, pero entre los monárquicos los había muy capaces de abrírsela al adversario, pues las diferencias entre juanistas, partidarios del padre, y juancarlistas, partidarios del hijo, se iban ahondando.
Los unos, como cabe suponer, por fidelidad a las leyes monárquicas; los otros, por puro pragmatismo.Los vientos de la política soplaban de este último lado. Carrero Blanco, López Rodó y el Opus Dei (en una maniobra combinada que denominaron Operación Salmón) instaron a Franco, con el debido respeto,para que eligiera sucesor. «La elección de sucesor —argumentaba Carrero ante el general— tendrá el efecto beneficioso de una traqueotomía.» Fascinado por tan delicada metáfora, Franco se decidió y escogió sucesor, al año siguiente, 1969.
Carrero fue el primero en saberlo y se lo comunicó con alivio a López Rodó:«Ya parió.» Con parecido ingenio, Don Juan Carlos había escrito a su madre, en clave metafórica borbónica: «El grano ya ha reventado.»Como era de esperar, de los tres candidatos señalados por la ex reina, Franco había escogido no al abuelo, don Juan, a quien seguía sin perdonar sus insumisiones pasadas, sino al hijo, Don Juan Carlos,despreciando todas las normas de sucesión. ¿Acaso no estaba por encima de la historia?
Aquí fue la tragedia. Don Juan, viéndolas venir, tenía muy advertido a su hijo que por nada del mundo debería acceder a que el dictador se saltara graciosamente el orden sucesorio. A juzgar por sus declaraciones a la prensa extranjera, Don Juan Carlos estuvo al principio de acuerdo con su padre y se presentaba como un hijo abnegado y obediente. El 27 de noviembre de 1968 declaró al semanario Point de Vue: «Jamás aceptaré reinar mientras mi padre viva.» Pero después cambió de idea, alegando el interés de España y su supremo deber de soldado, y acató las Leyes Fundamentales del Reino, entre las cuales se incluía,naturalmente, la Ley de Sucesión.
Detrás de todo el asunto, hay que ver la mano peluda de Carrero, al que el joven príncipe agradeció «horrores» su apoyo. A la intencionada pregunta del periodista Emilio Romero«¿puede abdicar don Juan?» respondió el príncipe: «Por poder, puede.»
Así que Don Juan Carlos estaba dispuesto a reinar antes que su padre. Este cambio de postura mereció la desaprobación de los juanistas, incluido el propio don Juan, que sólo había consentido su educación española como sucesor suyo, no de Franco.
Inmediatamente, protestó en una nota oficial: «No se ha contado conmigo ni con la voluntad libremente manifestada del pueblo español [...] Ninguna responsabilidad me cabe en esta instauración.»
Entre el padre y el hijo se produjo una gran tensión por lo que técnicamente era una traición, agravada por el hecho de que Juan Carlos había visitado recientemente a su padre en Estoril y no le había comunicado nada. Don Juan, que se había enterado de la noticia por la prensa, como los demás españoles, lo tomó muy a mal, convencido como estaba de que su hijo conocía de antemano la decisión de Franco y se la había ocultado.
Juan Carlos, disciplinadamente, pero con el corazón escindido por encontrados sentimientos, acató la decisión de Franco, subordinando su fidelidad filial a sus sagrados deberes hacia la patria, y se apresuró aaceptar. Pero envió un mensaje conciliador, que no calmó la ira de su padre biológico: «Es lógico que los más fieles mantenedores de los principios dinásticos acepten algún sacrificio en sus aspiraciones. Y si son verdaderos patriotas comprenderán que ante todo está el bien de España.» Le pedía una cierta flexibilidad a don Juan, pero don Juan era un hombre más visceral que paciente, se consideraba llanamente traicionado y no cedió en sus planteamientos legitimistas hasta 1977.
Incluso en la primera ocasión que se le presentó,reclamó a su hijo la placa de Príncipe de Asturias que le había otorgado (años después, ya pasada la tormenta, se la entregaría a su nieto Felipe).
Los juanistas sacaron a relucir que el príncipe, como Fernando VII, no vacilaba en atropellar los derechos de su padre con tal de alcanzar el trono, ni vacilaba en jurar lealtad a Franco y fidelidad a los principios del Movimiento Nacional y a las Leyes Fundamentales del Reino.
No obstante, los hagiógrafos de la corona, más papistas que el papa, han inventado la historia de la conspiración: hijo y padre como uña y carne, de acuerdo desde el primer momento para engañar a Franco y sin otra ambición que devolver España a la democracia. Eso, a pesar de que Don Juan Carlos no tolera que en su presencia se critique a Franco, «porque cada uno debe saber de dónde viene y fue Franco el que me puso en el trono».
La proclamación de Don Juan Carlos como sucesor no mejoró su situación personal porque no significaba que Franco hubiera decidido retirarse pronto.
Don Juan Carlos y Doña Sofía, como los parientes pobres que esperan una herencia, soportaron todavía muchos desplantes y desprecios de la familia de Franco y de los falangistas. Incluso durante un tiempo peligró la candidatura de Don Juan Carlos puesto que la ley reservaba a Franco la posibilidad de designar a otro heredero.
En 1972, la nieta de Franco, María del Carmen Martínez Bordiú, se casó con Alfonso de Borbón, hijo del infante don Jaime (aquel infante sordo-mudo, en el que, en su día, recayó la sucesión de la corona española antes de desplazarse hacia el tercer hijo varón de Alfonso XIII, don Juan).
A raíz de esta boda, los príncipes vivieron la ansiedad de una posible candidatura rival para la corona de España, que la ambiciosa familia de Franco intentaba forzar aprovechando que el general andaba ya mermado de facultades. No obstante, después de las declaraciones institucionales de tres años antes, la propuesta llegaba un poco tarde, y las maniobras de las Cármenes (doña Carmen Polo y su hija) para coronar a una Franco como reina de España no dieron fruto.
Pero durante unos meses, la pelota estuvo en el tejado, y Alfonso se titulaba príncipe, y la nieta de Franco, su esposa, princesa, tratamiento reservado en España a los herederos del trono. En una fiesta, el marqués de Villaverde, yerno de Franco, requirió de un camarero: «Un whisky para el príncipe.» Don Juan Carlos, que estaba a su lado, creyendo que se refería a él, corrigió: «No, whisky no, he pedido una limonada.» A lo que Villaverde replicó: «No: he dicho para el príncipe», y señalaba a su yerno, don Alfonso
En los años setenta, Franco era ya octogenario y estaba para poco. Inaugurados ya los pantanos,acondicionados los paradores nacionales, cazados los ciervos, abatidos los jabalíes, pescadas las truchas,paseados los palios, habiéndolo dejado todo atado y bien atado, desertó del NODO, se replegó del vivir cotidiano, se retiró del mundo y se convirtió en una delgada presencia que veía pasar los últimos vagones del tren de la vida desde el apeadero de El Pardo, como si la cosa no fuera con él.
Franco iba ya de retirada y parecía que el ascenso de la democracia era imparable, pero, de pronto,el almirante Carrero Blanco, ascendió a segundo de a bordo, se subió al pescante y, tomando las riendas delas vacilantes manos del Caudillo, frenó la cabalgadura.
Carrero Blanco era un leal funcionario franquista.Guiado por López Rodó y otros miembros del Opus Dei, intentó instaurar un fascismo católico. El frenazo del aperturismo despidió a muchos por encima de las orejas de la caballería, entre ellos al propio Fraga,destituido en 1969 por su incapacidad para acabar con «la pornografía y el maoísmo».
En 1973 se designó a Carrero Blanco presidente del gobierno. Franco seguía detentando la jefatura del Estado. Mientras tanto, crecía la inquietud social. Las fuerzas de la oposición, que durante años habían permanecido silenciosas, comenzaban a moverse cautamente, sólo lo suficiente para no alarmar al aparato del régimen y a la gente de orden temerosa del futuro.
Porque la inmensa mayoría de los españoles, aunque monárquicos in péctore (¿sería mejor términocriptomonárquicos?) según hoy demuestran las encuestas y las espontáneas declaraciones de los políticos, entonces ignoraban que lo eran, o quizá sólo lo sospechaban y no se atrevían a proclamarlo, inmersos como estában todos en el bendito limbo del apoliticismo.
Es que los penosos años de la dictadura habían atrofiado el sentido político de la inmensa mayoría del pueblo español y nadie daba un duro por el futuro del príncipe designado, que falangistas y juanistas llevaban treinta años desprestigiando como tonto del haba y hasta lo apodaban Juan Carlos el Breve.
No obstante, el progreso era imparable, o lo parecía, y la democracia estaba, aparentemente, a la vuelta de la esquina.El mundo había cambiado irreversiblemente. Los subversivos, después de unos años de predicación alternativa en favor del amor, habían decidido hacer también la guerra.
En 1970, apedrearon al papa en Cerdeña, y el presidente Nixon vivió una experiencia semejante en el otro confín del globo. En 1973 estrellaron al propio Carrero Blanco contra la cornisa de la casa de los jesuitas.
El proyecto nacionalcatólico naufragó en los discursos de su heredero Arias Navarro, converso aperturista, dispuesto a atender las demandas de una sociedad cambiante, aunque con la otra mano sostenía firmemente el garrote de la ley y el orden y, para que el mensaje fuera cabalmente entendido, ejecutó a garrote vil a un anarquista que en su captura mato a un inspector de policia.
Franco, ya en sus ochenta, no tenía ninguna intención de retirarse, pero incluso sus más incondicionales se planteaban el futuro de España el día en que, por «imperativo biológico», eufemismo acuñado para aludir a la muerte del dictador, la jefatura del Estado quedara vacante.
En el año 1974, Franco, aquejado de flebitis, dejó en manos de su sucesor el timón de la nave del Estado. Fue sólo durante los tres meses de la calma chicha estival, como si se hubiese tomado unas vacaciones, porque, en cuanto llegó el otoño, el dictador se repuso y asumió de nuevo el mando, dejando en situación un tanto desairada al sustituto, que ya se tenía por fijo en la plaza.
La tímida apertura continuaba. Se consintieron los partidos políticos bajo el nombre de asociaciones (con la excepción del Partido Comunista, la bestia parda del régimen).
En la calle se producían algaradas que la policía reprimía. Al terrorismo de ETA y del FRAP, que arreciaba en el río revuelto, respondió el régimen en septiembre con una severa ley antiterrorista y el fusilamiento de cinco terroristas.
Fue una concesión al ejército y a los poderes fácticos, que exigían mano dura para enfrentarse a la escalada de violencia terrorista. El cumplimiento de la sentencia provocó cierta repulsa internacional y la réplica del régimen, menos espontánea que otras veces, en la consabida manifestación multitudinaria de la plaza de Oriente para vitorear al Caudillo, ya casi una momia puesta a orear en el balcón, un viejecito tembloroso,de voz atiplada, que al dar los gritos del ritual falangista que coronaban estas manifestaciones patrióticas,se equivocó al pronunciar el nombre de España por tercera vez y le salió un espúreo « ¡Espiña!», que fue magnificado por los altavoces (en el telediario lo ocultaron superponiendo ruido de helicóptero).
A todo esto, Hassan II, el tirano marroquí protegido por Estados Unidos, aprovechó astutamente el desconcierto y el vacío de poder que se vivía en España para invadir el Sahara con una muchedumbre de desarrapados que enarbolaban el Corán: la Marcha Verde. El órdago le salió a pedir de boca, y el gobierno español, que bastantes problemas tenía en casa para buscarse otros fuera de ella, entregó al moro aquellas arenas (y aquellas pesquerías y aquellos fosfatos) sin tener en cuenta la opinión de sus pobladores, a los que, hasta ayer mismo, titulaba ciudadanos españoles. Una chapuza más.
En octubre, la salud de Franco empeoró bruscamente, y el dictador tuvo que ser ingresado en un centro hospitalario, mientras Don Juan Carlos se hacía cargo, otra vez interinamente, de la jefatura del Estado.
Por imposición de la familia, el equipo médico habitual mantuvo vivo al enfermo durante semanas, prolongando dramáticamente su agonía. Murió, por fin, el 20 de noviembre de 1975 y lo enterraron en su pirámide del Valle de los Caídos, entre grandes manifestaciones de duelo.
No todo el mundo lo lloró. El champán, el cava y, en general, todo espumoso de taponazo, se agotaron en las tiendas y supermercados. Dos días después proclamaron rey de España al hombre que Franco había designado para sucederle. Después de una larga, comprometida y tortuosa espera, comenzaba, por fin, el largo reinado de Juan Carlos I el Breve.
Magnífico artículo, como siempre, pero me queda un cierto regusto amargo por un detalle, por la referencia a los postreros fusilamientos en el franquismo. Vale que la pena de muerte es una barbaridad, máxime en regímenes que dudosamente ofrezcan las debitas garantías jurídicas, pero...¿"activistas políticos"? No me parece ese el término más adecuado para referirse a terroristas.
ResponderEliminarEsta es la lista de los fusilados y los Cargos por los que los juzgaron.
ResponderEliminarÁngel Otaegui Etxebarria miembro de ETA condenado por la muerte del cabo De la Guardia Civil Gregorio Posadas Zurrón, en Azpeitia, el 3 de abril de 1974.en un atentado.
Juan Paredes Manot, Txiki,miembro de ETA Condenado por la muerte del cabo primero de la Policía Armada Ovidio Díaz López.el 6 de junio 1974 en un atraco.
José Humberto Baena Alonso miembro de FRAP condenado por la muerte del policía armado Lucio Rodríguez, el 14 de julio de 1975 en un atentado.
Ramón García Sanz y José Luis Sánchez-Bravo Sollas miembros de FRAP Condenados por la muerte del teniente de la Guardia Civil Antonio Pose Rodríguez, el 16 de agosto 1975 en un atentado.
Tienes razon en tu comentario por lo cual modifico el termino , gracias por tu punto de vista , un saludo.