1975: la Transicion española

Después de Franco, ¿qué?

Después de la larga noche de la dictadura, España amaneció al claro sol de la monarquía constitucional.

Alguien que no le traicione la memoria puede decir como fue posible «¡Pero si en España no había monárquicos...!» y es que los chicos de izquierdas Carrillo, Tierno Galván, Felipe González y todas sus crispadas cohortes llevaban cuarenta años asegurando que proclamarían la república en cuanto Franco faltara, lo que parecía fácil en un país donde prácticamente no había monárquicos.

Los menos radicales creían que, por lo menos,había que organizar un referéndum para que el pueblo decidiese qué forma de gobierno quería, si república o monarquía. 
Unos y otros pregonaban, que la monarquía es una institución arcaica incompatible con  el verdadero espíritu democrático, puesto que presupone la existencia de una familia, la estirpe real, cuyos miembros, sin más mérito que el privilegio que les otorga su nacimiento, ocupan la máxima magistratura de la nación y viven como príncipes a costa de los presupuestos del Estado.

Por lo tanto, exigían que, a la muerte de Franco, se constituyera un gobierno provisional, capaz de dirigir, sin manipulaciones, con luz y taquígrafos, el proceso constituyente democrático y de garantizar elecciones libres.

No hubo tal, claro, sino un gobierno continuista, prolongación de los sucesivos gobiernos de Franco, cuya legitimidad manaba del histórico golpe de Estado o alzamiento.

Franco había asegurado que lo dejaba todo atado y bien atado. Lo dejó. Era monárquico y dejó a un rey en el poder (aunque, conculcando la Ley de Sucesión para castigar al legítimo heredero por no haberle guardado el respeto debido).

Lo que Franco ató no lo ha desatado la democracia. Él, había maquillado su régimen, una dictadura militar, llamándola democracia orgánica.

El régimen que lo sucedió, anudado a la dictadura, fruto de unas instituciones que no podían otorgar una legitimidad de la que ellas mismas carecían, es continuación de aquél, aunque ya equiparado, o casi, a las democracias occidentales en lo que a libertades formales se refiere.

Con el dictador todavía de cuerpo presente, su sucesor juró en las Cortes lealtad a los principios del Movimiento Nacional y a las Leyes Fundamentales del Reino. Esto lo legitimaba ante el aparato de la dictadura, pero su verdadera legitimidad, la democrática, la recibió en los días siguientes, cuando presidentes y vicepresidentes del mundo libre (norteamericanos, alemanes, franceses...) respaldaron, con su presencia, la monarquía instaurada en el sucesor de Franco.

Todo estaba previsto. No hubo vuelta de tortilla, ni ajuste de cuentas como unos esperaban y otros temían. Tampoco hubo un referéndum para que el pueblo español decidiera si quería monarquía o república. 

Ya se lo dieron escogido personas más "preparadas, que sabían mejor lo que le convenía".

Hubo, sencillamente, transición y retorno al espectáculo democrático de la mano de unos políticos que querían labrarse un porvenir.

Políticos los había de dos clases: los franquistas, que habían hecho carrera en el régimen, y que concentraban en sus manos todo el poder, y frente a ellos, los liberales o demócratas, es decir, la oposición, los recién salidos de la clandestinidad.

De un lado, los que compusieron semblantes pesarosos en el funeral del dictador; del otro, los que agotaron las reservas de champán el día de su muerte.

Aquellos chicos de izquierdas, los de la trenca, las camisas de franela de cuadros y la actitud contestataria, y aquellos señores adustos, que llegaban del exilio soviético con trajes mal cortados y abrigos de cachemir, tenían dos cosas en común: estaban impacientes por mandar y enarbolaban una bandera republicana, con su franja inferior morada y su escudo nacional adornado con corona mural.

Derechas e izquierdas. Sólo extremos, nada de centro; se habían erigido en bandos irreconciliables durante los cuarenta años de la dictadura.

¿Iban ahora a enfrentarse por el poder, los unos por conservarlo y los otros por conquistarlo?

El pueblo español contuvo la respiración. Nadie quería líos, pero el espectro de la guerra civil planeaba sobre la helada incertidumbre del futuro.Pero surgió un tercer grupo, al que llamaremos el Gran Hermano Occidental,o Gran Hermano a secas, que iba a poner paz y concordia a la chita callando y que, desde detrás de las bambalinas, iba a mover los hilos, para que al final todas las marionetas, rojas o azules, se abrazaran en amor y concordia, el grupo  de los intereses creados.

No eran exactamente políticos, pero tenían cierta experiencia como manipuladores de la política, no sólo en países de medio pelo. A los americanos, a la banca y a las multinacionales les interesaba que España viviera una transición pacífica. Este grupo estaba destinado a ser el verdadero motor de la transición.La defensa de sus intereses explica que todo fuera como una malva.

Debemos estarles eternamente agradecidos.Como las operaciones complejas no se improvisan y tienen más resortes y relojitos que, un avión, la transición había empezado mucho antes de morir Franco.

El Gran Hermano,había llamado a capítulo a los principales aspirantes. «¿Queréis mandar?», preguntó a los rojos.«¡Síííí...!», respondieron ellos al unísono. «Y vosotros preguntó a los azules— ¿queréis seguir mandando?» La respuesta fue igualmente afirmativa. «Pues bien, entonces os vais a dejar de ideologías irrenunciables y os vais a poner de acuerdo para compartir el pastel porque al que saque los pies del plato lo voy a descantillar [o el que se mueva
no sale en la foto, como diría Alfonso Guerra].» 
«La democracia en España es inevitable —razonó el Gran Hermano—, porque es la mejor vacuna contra el comunismo y las revoluciones incontroladas,y España pertenece al rebaño democrático de Occidente, así que más vale que os pongáis de acuerdo y os consensuéis en alumbrarla discreta y eficazmente.»—Y eso, ¿cómo se hace?—preguntaron a coro.—Muy fácil —respondio Gran Hermano: Los de siempre les vais a abrir un hueco a los nuevos, y los nuevos, a cambio, os vais a olvidar de agravios pasados. Pelillos a la mar: a partir de hoy, todos demócratas y todos monárquicos.

Los americanos, con ayuda de los socialistas alemanes, diseñaron un plan para asegurarse de que España se mantuviera en el lado político correcto, es decir, bajo la propicia sombrilla del capitalismo occidental. Que no sufra la oligarquía, que nadie perturbe el pesebre nutricio de la banca y las multinacionales,alejemos el peligro de un posible escoramiento hacia la izquierda.

Se trataba de establecer una transición democrática que dejara el país en manos de dos partidos, uno de centro—derecha y otro de centro—izquierda. El de centro—derecha saldría de la propia evolución del régimen; el de centro—izquierda tendría que salir de los socialistas, para lo cual, lógicamente, habría que domesticarlos. Ya había ciertos precedentes de la época de Primo de Rivera. Y Franco estaba sustancialmente de acuerdo con ese plan.

Las definitivas bendiciones del padrino americano a la fórmula monárquica las obtendría el nuevo Rey en junio de 1976, cuando viajó a Estados Unidos para explicar sus proyectos en el Capitolio, ante el Congreso y el Senado de Estados Unidos.

La monarquía podía considerarse completamente arraigada en España. Después de la visita del Rey a Estados Unidos, de pronto, ocurrió el portento: desaparecieron las banderas republicanas de las manifestaciones, desaparecieron las alusiones republicanas de los discursos y de los programas de los partidos progresistas, y España se despertó monárquica.

En el acoplamiento del antiguo régimen con el nuevo, Felipe González, sin duda uno de los mayores talentos políticos de nuestro siglo, Puso el pegamento. Hombre de orden, procedente del sector católico, supo ver con extraordinaria claridad que el futuro del país, y, más particularmente, el de los políticos de la oposición y el suyo propio, estaba en la continuidad.

Felipe González escaló la jefatura del PSOE cuando el partido, se había reducido a una débil sombra en el páramo franquista. Esto fue en el congreso de Suresnes, en 1974.

Unos días después, recibió una visita del Gran Hermano en forma de emisarios del franquismo, con los que llegó a un acuerdo. Por su parte, se comprometía a no aliarse con los comunistas, a dejarse de veleidades republicanas y a acatar al Rey impuesto por Franco. No contó, lógicamente, con la opinión del partido, ni siquiera con la de su mano derecha, Alfonso Guerra, que todavía andaba de extremista de trenca, pelo largo y gesto hosco. Después de este pacto, Felipe se desmarcó del conjunto de la oposición.

La izquierda,ignorante de la maniobra ,recibió el torpedo por donde menos lo esperaba, porque la realineación dejaba en mantillas y fuera de juego incluso al eurocomunismo de Carrillo. Después del impacto, la izquierda quedó irremediablemente tocada de ala (y ya,las cosas como son, nunca ha vuelto a ser la misma, especialmente después de que el huracán de la historia dejara en pelotas, y con las desaseadas vergüenzas al aire, a la URSS, a China y a Cuba).

Cuando vieron que Felipe se pasaba al enemigo , los líderes de la izquierda en otras formaciones políticas temieron por sus garbanzos y se precipitaron a imitarlo. Después de toda una vida predicando el evangelio republicano, en cuanto atisbaron el señuelo de la prebenda, el banco parlamentario, el sueldo, las dietas, la secretaria de muslos poderosos y el coche oficial, se hicieron monárquicos de toda la vida y perdieron el culo por verse incluidos en las negociaciones con el gobierno.

¿Y el barco de la renovación? ¿Y el hermoso proyecto con tanto mimo transmitido a través de los cuarenta años de exilio o dura travesía en el páramo franquista? Hasta las ratas abandonaron aquel proyecto que se iba a pique.

Allá quedó, desamparado y a la deriva, vencido antes de entrar en combate, con su carga de promesas de transformación social y política sin desembalar, con el leninismo de Carrillo y el marxismo de Felipe metidos todavía en su papel de celofán y con la bandera tricolor colgando fláccida del mástil.

Vayamos a los hechos y sigamos más menudamente la moviola desde 1974.
Los buitres del rojerío,que perchaban con la boca hecha agua sobre el franquismo agonizante, aguardando la muerte del dictador,crearon la Junta Democrática, presidida por Santiago Carrillo, extraña jaula de grillos donde cohabitaban el Partido Comunista, el Partido Socialista Popular de Tierno Galván, el Partido del Trabajo, de izquierda radical, y Comisiones Obreras: prácticamente toda la oposición al franquismo, con la notable excepción del PSOE,porque, por los motivos arriba expuestos, Felipe, flamante patrón de la nave socialista, escondía en la manga el as de la complicidad y la tolerancia franquista.

Vean si no: a raíz de lo de Suresnes (estamos en 1974 y vive Franco todavía), en el diario gubernamental Pueblo,en la sección «La Colmena», que publicaba Pedro Rodríguez, aparecía el nombramiento del joven Isidoro en el congreso socialista.
La noticia ponía a Felipe González a los pies de los caballos del fiscal general del Estado. ¿Recibió la policía orden de detenerlo en cuanto cruzara la frontera? Nada de eso; más bien, todo lo contrario. De las alturas del poder llegó un inesperado tirón de orejas a Emilio Romero, director del periódico, para que Pueblo dejara en paz al joven Isidoro.

A partir de este punto, sólo cupieron elogios para el joven cachorro socialista.Prosiguiendo con su plan, Felipe no sólo se desmarcó del resto de las fuerzas de izquierda, sino que fundó, por su cuenta, un año después, la Plataforma de Convergencia Democrática.Ya no había una izquierda, si no dos. Los políticos franquistas respiraron tranquilos: no habría ajustes de cuentas, si no continuismo bajo la forma de una monarquía que heredaría a Franco y se apoyaría en cuatro pilares firmes: ejército, Iglesia, prensa y partidos políticos (este último en sustitución del Movimiento).

El viejo truco de cambiar lo accesorio para que no cambiara lo fundamental requería, no obstante,una mano firme y hábil. La persona escogida por las altas instancias que manejaban los hilos de la política nacional fue Torcuato Fernández Miranda, antiguo preceptor del príncipe y preclaro cerebro atestiguado a lo largo de una larga y brillante carrera política.

A Fernández Miranda lo nombraron presidente de las Cortes en el delicado momento de la apertura política. Al mismo tiempo, apaciguaron a la derecha más irracional y ultramontana, confirmando en su puesto al presidente del gobierno designado por Franco: Arias Navarro.

Arias Navarro formó gobierno continuista (con algunos adornos de aperturistas prudentes) y maquilló su actuación concediendo cierta libertad a la oposición política.No obstante,como al que algo quiere, algo le cuesta, los viejos tiburones del franquismo, que optaron por prolongar su singladura en la era democrática, tuvieron que someterse a un proceso de blanqueo y cirugía, y se disfrazaron de simpáticos delfines.

Torcuato Fernández Miranda, Alfonso Armada, Fraga Iribarne de pronto, convertido en político liberal y democrático, después de su paso por la embajada de Londres, Sabino Fernández...El propio monarca, que también había crecido a la sombra del dictador, recibió el marchamo democrático, especialmente a partir del 23 de febrero de 1981,en el frustrado golpe de Estado, cuyos misterios todavía están por aclarar.

El día de marras, al filo de la medianoche, el general Armada llegó al Congreso, se encerró en un despacho con Tejero, el teniente coronel de la Guardia Civil que comandaba las fuerzas que habían secuestrado el congreso, e intentó convencerlo para que le permitiera proponer a los diputados la formación de un gobierno de salvación nacional presidido por él mismo.

Tejero titubeaba. Armada le mostró la lista de ministros ¿pactada anteriormente con los diferentes partidos?, pero Tejero, al leer los nombres de Solé Tura (comunista) y de Enrique Múgica (socialista), se inflamó en santa cólera, «que para esto no hemos hecho una guerra ni estamos dando el presente golpe, para admitir rojos y masonazos en el gobierno». Armada, comprendiendo que era inútil razonar con aquella mula, se guardó la lista y regresó a la calle,cari acontecido.

Sólo entonces, a los quince minutos del fracasado trapicheo, se emitió, por fin, el vídeo en el que el Rey condenaba la acción de Tejero. En aquella dramática alocución, Don Juan Carlos, serio y sin maquillar, compareció de uniforme, con todas sus condecoraciones, para asegurar que la corona estaba con la democracia.

La tardanza en anunciarlo, según explicaría después un portavoz, se debió a causas técnicas, pues, en la confusión del momento, no fue fácil reunir el equipo necesario.Después se ha sabido que «el Rey, por presiones de varios capitanes generales, aplazó su discurso a la nación.

En este periodo no se prohibió que Armada pudiera acudir al Congreso y proponer su gobierno de salvación». Se ha sabido también que entre la clase política estaba muy arraigada «la solución Armada»;y que el general Armada, «con distintas excusas, acudía en los últimos meses a visitar al monarca» .
Tras el susto, la situación se normalizó.Las biografías de los padres de la patria sospechosos de añorar tiempos pasados también se normalizaron. Todos habían sido demócratas de toda la vida, lo que ocurre es que durante el franquismo tuvieron que disimular y templar gaitas, y ello incluía jurar los Principios Fundamentales del Movimiento, vestir el uniforme de la Falange, y todo eso. 
Sólo muchos años después se ha desvelado que Franco gobernó durante cuarenta años rodeado de demócratas expectantes y de monárquicos de toda la vida.

¿Y los políticos de izquierda?

También ellos experimentaron su emotivo y particular camino de Damasco. Durante la larga travesía del franquismo, habían vivido de sus retóricas, y hasta se las habían creído, pero cuando los acontecimientos los trasplantaron bruscamente al centro del ruedo nacional advirtieron su terrible carencia: no contaban con unas mínimas bases organizadas.

Los partidos de izquierda eran sus dirigentes y una claque entusiasta y distante; el resto del teatro estaba vacío. Sus posibles espectadores no tenían tradición alguna;educados en el conformismo y el miedo, no sabían para dónde mirar ni en qué creer.

Sólo una minoría compraba los textos de El Ruedo Ibérico y los catecismos de una editorial oportunista con títulos tan reveladores como ¿Qué es socialismo? ¿Qué es democracia? ¿Qué son los partidos políticos? ¿Qué es el sindicato?

Ante la cruel realidad , los políticos profesionales surgidos del frío de la oposición podían arriesgarse a animar el cotarro desde dentro, lo que requeriría tiempo y esfuerzo, para llegar a alcanzar unos resultados imprevisibles. Pero si tomaban esa vía se arriesgaban a que otros líderes más capaces los desplazaran en sus propios grupos.

La otra salida posible consistía en cambiar de chaqueta, ahorcar los ideales cacareados durante cuarenta años, pactar con el franquismo y ocupar las poltronas que se les ofrecían. Tuvieron tiempo para pensárselo mientras Franco agonizaba laboriosamente en La Paz. Y al final, todos lo vieron claro: que más vale pájaro en mano que ciento volando.

El pájaro en mano lo ofrecían los poderes fácticos, los dueños del cotarro nacional. Y se avinieron a negociar con el presidente Suárez, es decir, con el franquismo. Es lo que se llamó ruptura pactada.

Olvido de las diferencias, todo sea por la preservación de la paz. Ya eran políticos profesionales. Coche oficial para todos. Carrera política, franquistas incluidos, a partir de cero y olvido de viejos agravios.

La merienda de negros estaba servida.

Suárez y Carrillo a partir un piñón.

Flores para la Pasionaria. Vivas al Rey.

Sin consultar a nadie, personas designadas a dedo redactaron una Constitución a puerta cerrada.

El Gran Hermano americano invitó: «Pasen ustedes con los pantalones en la mano.» Felipe gonzález declaró, «Prefiero morir apuñalado en el metro de Nueva York que en un campo de concentración de Rusia.» 
El pan para todos y la modernidad europea estaban en la socialdemocracia.
Felipe se apuntó a ella, y los españoles, también. Por eso, lo refrendaron en las urnas una y otra vez

Pero volvamos nuevamente atrás y no adelantemos acontecimientos. Después de las famosas declaraciones democráticas del Rey en Estados Unidos, Arias Navarro, como si se tratara de cumplir un programa cuidadosamente fijado, se sintió desautorizado y dimitió.

Torcuato Fernández Miranda sorprendió a muchos al asignar el puesto vacante a un oscuro político, joven y ambicioso, que había sido gobernador civil de Segovia con Franco y, lo más revelador, director general de TVE: Adolfo Suárez.

Suárez encarnaba la imagen del político nuevo, en las antípodas del carcamal franquista con pinta de pirata o mafioso, un dinámico ejecutivo, apuesto, simpático, locuaz, pragmático, acomodaticio, eficaz, maniobrero, elegante como un figurín (especialmente, cuando consiguió dominar el tic de estirarse los puños de las camisas). Su atractiva y fácil sonrisa electoral cautivó a las damas (y a gran parte de los caballeros)desde las vallas publicitarias.

Suárez hizo lo que se esperaba de él; maquilló el régimen permitiendo mayor libertad de prensa, suprimiendo la censura y dejando soga larga a los partidos políticos.

Después, consiguió que las instituciones franquistas, el Consejo Nacional del Movimiento y las Cortes, se autoinmolasen (a estas alturas, los más perspicaces habían captado los términos del chalaneo y, mirando por sus intereses particulares, accedían a ceder para conservar, nuevamente, lo que se ha denominado ruptura pactada).

Solamente el pueblo, es decir, la opinión pública, asistía al gran teatro nacional maravillada y sin enterarse de lo que iba y venía entre bambalinas.

En el referéndum del día 15 de diciembre de 1976 se produjo una considerable abstención, pero el 94% de los votos emitidos apoyaba el proyecto de reforma.

El presidente Suárez, o quien manejara los hilos,había triunfado en toda la línea. Su forma ágil y rápida de hacer política desembocó, está desembocando todavía, en la creación de un Estado federal que conformará casi con seguridad la España del futuro. Al socaire de los estatutos particulares de vascos y catalanes, y de la mayor independencia de las diputaciones, se pasó a la disgregación del mapa nacional en nada menos que diecisiete autonomías, cada cual con su himno, su bandera, su capital, sus funcionarios y sus instituciones (algunas de ellas para provincias que ni siquiera habían solicitado ser autónomas).

El PSOE quedó definitivamente instalado en el centro-izquierda. Lo bautizaron, en su nueva imagen moderada y homologable en Europa, Willy Brandt, Pietro Nenni y Francois Mitterrand. Ya podía comenzar la conquista del poder.

Con el ideal republicano se fue también al garete el ideal de un Estado no confesional. Tierno Galván,el viejo profesor pasado al felipismo (las deudas del partido saldadas;el odio visceral a Felipe y a Guerra,aplazado), colocó un gran crucifijo sobre su mesa de trabajo,presidió procesiones y mereció un entierro digno de un pontífice o de un rey.

La Iglesia, que, viéndolas venir, había situado sus huevos, sabiamente, en las dos cestas, había vencido en toda la línea.

Y la prensa, que había sido franquista hasta antes de ayer,se volcó en apoyo del olvido del pasado y de la invención del presente desinformando cuanto fue menester.

También los grandes periodistas tenían basura bajo la alfombra. Mejor no meneallo.

A Suárez, en toda su gloria, se le subió el poderío a la cabeza. Después de la muerte de su padrino,Fernández Miranda, en accidente de tránsito, cuando ya su obra podía considerarse concluida, Suárez se resistió a admitir que ya había cumplido su ciclo.

Le entró el gusanillo de la política y creciéndose, como el aprendiz de brujo, llegó a creerse que el motor del cambio era él mismo. Por eso, cuando los barones de UCD comenzaban a chaquetear, en lugar de cerrar filas ante el acoso del PSOE, se desmarcó de sus oportunistas compañeros de viaje para refundar otro partido más personal, convencido de que arrastraría a las masas. Pero se dio el batacazo, como su amigo Carrillo, y como tantos otros («Ésta es Castilla, que faze los homes y los gasta»).

¿Qué ocurrió? Que el personal que antes había votado a UCD no tuvo inconveniente en votar al PSOE, la viva imagen de la modernidad y la decencia. Obraron el milagro tanta valla publicitaria, tanto Felipe—Nadiusko empapelando los muros y buzones del país, multiplicado hasta la saciedad en traje de joven y honrado paladín de la modernidad y la eficacia.

España cambió de líder como se cambia de detergente

«Son como críos», comentó el Gran Hermano sonriente al firmar la factura. Se había salido con la suya. Por otra parte, su sistema, que es el único posible conocido (especialmente, tras el descalabro de los países del Este), sólo consiente que venzan los partidos que aceptan sus reglas de juego.

En un país medianamente moderno, una campaña electoral acarrea gastos millonarios, que sólo pueden financiar los bancos, pero exigen, a cambio, garantías de que ese partido no perjudicará sus negocios cuando llegue al gobierno.

González, con hábil pulso y sentido de la jugada, ganó las elecciones por goleada.

Los socialistas prometían cambio, y la sociedad quería cambiar, quería parecerse a Europa.Un gobierno de inexpertos penenes, muchos de los cuales todavía vivían en modestos pisitos de barriadas obreras, se encontró, de pronto, al frente del país en aquellos despachos inmensos, forrados de maderas nobles, con ujieres uniformados que se inclinaban a su paso.

Lo más urgente era la reforma económica, porque, por ese lado, el país estaba aquejado de casi todos los desequilibrios macroeconómicos posibles: inflación,deuda exterior, déficit público, fuga de capitales... , los jóvenes tecnócratas se aplicaron a la reconversión o desmantelamiento de industrias ruinosas que parasitaban al Estado, lo que entrañó el despido o la jubilación anticipada de miles de obreros, con las consiguientes huelgas y problemas sociales.

El PSOE perdió en el proceso una parte de su clientela electoral obrera, pero, al propio tiempo,ganó el aplauso y el voto de la emergente clase media, por lo que mantuvo en el poder en sucesivas elecciones.

La reforma militar fue otro capítulo delicado.

Narcís Serra, un ministro de Defensa que ni siquiera había hecho la mili, gordito, con gafas y voz atiplada (de la que se hacían chistes en las salas de banderas),renovó los mandos esenciales, promocionó a oficiales democráticos y transformó el ejército franquista en una fuerza más ágil y operativa, que obedecía al poder civil.

Serra descolgó y devolvió a la polvorienta vitrina del pasado la espada de Damocles del pronunciamiento militar que durante siglo y medio había pendido sobre la cabeza de los españoles.

En catorce años de gobierno, consiguieron elevar España al rango de país europeo.

El viejo sueño irrealizado de los ilustrados del siglo XVIII se cumplía con casi dos siglos de retraso.

España ingresó en la Comunidad Europea (1986) y en la Alianza Atlántica (tras la famosa pirueta ideológica del pragmático González, que, después de oponerse tenazmente a ese ingreso cuando militaba en la oposición, se transformó en decidido atlantista y «donde había dicho digo dijo Diego»).

Tanto en las derechas como en las izquierdas, el pragmatismo ganaba la partida a la ideología, la lógica a la cerrazón. Eran grandes novedades en la política española, tradicionalmente tan extremista y cerril.

Después de aquellos catorce años de gobierno socialista, España quedó, como se habían propuesto,«que no la reconocería ni la madre que la parió», pero una reforma de tanto calado, no podía hacerse sin pagar el precio de un tremendo desgaste político.

El gobierno impuso medidas impopulares para el partido y el sindicato que lo sostenían,especialmente la reconversión industrial.

Afluyeron inversiones del extranjero,llegaron fondos europeos y, al amparo de esa bonanza, creció el gasto público en educación y sanidad,configurándose el Estado del bienestar.

No obstante, el nuevo planteamiento económico acarreó también graves problemas. Tras los fastos de la Expo y la Olimpiada del 92, en los que el gobierno tiró la casa por la ventana, el país, que vivía su nueva adolescencia europea con estirón incluido, se vio aquejado por las fiebres de la crisis económica, con tres millones de parados a cuestas y un incremento excesivo del gasto público.

El malestar social creció con el conocimiento de la especulación (la llamada ingeniería financiera) y de la corrupción. Algunos sonados casos, desacreditaron al gobierno (Juan Guerra, Filesa, Roldán, GAL,fondos reservados...). En un breve período de tiempo dimitieron dos vicepresidentes (Alfonso Guerra y Narcís Serra) y cinco ministros.

La repercusión mediática y judicial (y en última instancia, política) del asunto de Lasa y Zabala (dos terroristas asesinados por la policía) fue mucho mayor que la que tuvo en Alemania el suicidio,en prisión,de la banda terrorista Baader Mainhof, o en el Reino Unido la eliminación de tres terroristas irlandeses en Gibraltar por agentes de Su Graciosa Majestad.

Con la ley en la mano, la oposición castigo al gobierno que consentía o amparaba la existencia de esas cloacas estatales (que otras democracias de larga experiencia mantienen y silencian, ya dijo Churchill que la democracia no es un sistema de gobierno perfecto, si no solamente menos imperfecto que los otros sistemas).

Los penenes que tomaron las riendas del país tres lustros atrás habían engordado, habían envejecido, habían perdido la ilusión inicial. Con las canas y la papada, les habían crecido los espolones, eran gallos viejos, se habían transformado en «barones», cada cual con su parcela de poder «Quizá haga falta un nuevo Suresnes», reflexionó proféticamente Felipe González. Visiblemente desgastado , dimitió del liderazgo del partido en 1997 y ninguno 
de sus camaradas le pidió que siguiera.

Una crisis interna conmovía las estructuras del PSOE. No tenían un repuesto aceptable por las distintas familias en las que el partido se había dividido (especialmente, renovadores y guerristas). La pugna por la sucesión (Almunia, Borrell, Bono...),prolongada a lo largo de una década, mantuvo ocupado al socialismo español, mientras sus adversarios triunfaban en la plaza.

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