Tras la inesperada y aplastante victoria soviética en la guerra mundial, Stalin salió refortalecido y con un extra de crédito internacional en la cartera. El mundo entero le aclamaba, y dentro del campo socialista su adoración adquirió tintes casi místicos. Incluso los capitalistas caían rendidos ante su genio y su valentía, que, combinados con el heroísmo del pueblo soviético, habían obrado el milagro de parar los pies a Hitler.
Las imágenes de los soldados del Ejército Rojo izando la bandera roja sobre las humeantes ruinas del Reichstag eran todo un símbolo. Con gestas de ese calibre el comunismo se terminaría imponiendo en todo el planeta. Era algo inevitable. Más tarde o más temprano, el ejemplo ruso alumbraría a todas las naciones del orbe. Stalin, conocido como el Padrecito por los socialistas del mundo, marcaba la ruta. Los partidos comunistas, más crecidos que nunca, harían el resto.
Poco importaba que la victoria sobre la Alemania nazi hubiese costado 20 millones de vidas, muchas entregadas inútilmente; que la guerra la hubiera ganado realmente el capitalismo americano o que el soviético fuera el régimen más tiránico de la Tierra. La inquebrantable voluntad del líder había triunfado, y eso dio al inquilino del Kremlin renovados bríos para apretar dos agujeritos más en el cinturón de sus súbditos. El país estaba devastado, pero nadie osaba oponerse al caudillaje mesiánico del georgiano, libre ahora de todas las cuitas de imagen exterior que le habían atormentado durante sus tres primeros lustros al frente del Gobierno soviético.
Los rusos no tenían pan pero sí una cantidad considerable de presos de guerra –muchos de ellos alemanes–, a los que urgía reubicar en tareas aproximadamente productivas. En la mentalidad de Stalin eso significaba campo de concentración y obras faraónicas. Tras la epopeya proletaria del Canal del Mar Blanco, que tan buena prensa le había proporcionado, ordenó a la oficina del Gulag en Moscú que trazase un plan de grandes proyectos sólo realizables con cantidades ingentes de mano de obra esclava.
Los funcionarios concibieron un plan ambiciosísimo que incluía varios canales –algunos muy esperados, como el que uniría los ríos Don y Volga–, megacentrales eléctricas, grandes carreteras y algunas líneas de ferrocarril. Entre estas últimas existía una que le tenía especialmente obsesionado: la del norte de Siberia. Una especie de transiberiano septentrional que correría paralelo a las siempre congeladas costas del Ártico. Cualquier ingeniero en sus cabales hubiese desaconsejado construir allí, tan al norte, otra estructura que no fuese una cabaña de madera, pero Stalin era testarudo, quería su ferrocarril polar y lo quería, claro, antes de morirse.
La cuestión era complicada, porque el Padrecito tenía ya casi setenta años y una salud muy machacada por la mala vida, las preocupaciones, las noches sin dormir, el tabaco y el trasiego de botellas de vodka. Probablemente sospechaba que, tirando largo, no le quedaban más de veinte años de vida, así que aceleró los trámites para el ferrocarril del norte, que en una primera fase iba a ir desde Salejard, en la desembocadura del río Obi, a Igarka, en el curso del Yenisei. En total, 1.300 kilómetros a través de la tundra más inhóspita que se pueda imaginar.
Aparte de las dificultades técnicas, la línea no tenía justificación económica, más allá de la que los burócratas pronto le buscaron para alimentar la propaganda. Decían que iba a llevar el desarrollo industrial hasta los confines del país. El camino de hierro permitiría la creación de nuevos polos industriales y abriría el Ártico central a los convoyes venidos desde el oeste.
Nada de eso era necesario. En aquellas latitudes no había más pobladores que los condenados al Gulag, y nadie quería mudarse allí, al menos por voluntad propia. El clima de esa zona es tan extremado que no crecen ni las coníferas. Los inviernos son largos, los veranos insignificantes y la tierra no se puede cultivar porque permanece helada en forma de permafrost todo el año.
Pero a los designios de Stalin nada ni nadie se oponía. En el verano de 1949 dieron comienzo las obras en los dos extremos de la línea. Desde Salejard partió el llamado Ferrocarril 501; desde Igarka, el Ferrocarril 503. La idea era que se encontrasen en la mitad del camino. A cada uno de los ferrocarriles se le asignaron 50.000 trabajadores, traídos al efecto desde los campos cercanos.
Nada más empezar se toparon con el primer imprevisto. Por falta de materiales y de tecnología adecuada era imposible cruzar los ríos Obi y Yenisei. En ambos casos hacía falta tender puentes de más de dos kilómetros de largo, con pilares cimentados sobre los profundos lechos fluviales. En espera de encontrar una mejor solución, los sustituyeron con transbordadores y continuaron por la tundra. Las condiciones de vida de los trabajadores eran infrahumanas. Los presos caían como chinches, víctimas del hambre, las enfermedades y el esfuerzo. Pero ese no era el factor que más preocupaba a los burócratas de Moscú, sino el tiempo. Stalin quería resultados rápidos para inaugurar cuanto antes la línea a bordo de un lujoso tren y vender luego la proeza al mundo en los noticieros de los cines.
Los ingenieros se las veían y se las deseaban. La tundra es una de las superficies más inestables que existen. La capa superior se fundía en los meses estivales, formando pantanos que deshacían el tendido, lo que obligaba a reconstruirlo constantemente. Los materiales escaseaban. Las acerías del plan quinquenal no producían suficientes vías, pero como el ferrocarril de Igarka era una obra prioritaria se arrancaron raíles en mal estado de otras partes de la URSS y fueron enviados hasta Siberia, donde eran soldados de nuevo.
Tramos enteros quedaban paralizados durante meses por problemas logísticos, falta de maquinaria, o porque las epidemias propias de las zonas pantanosas, infestadas de mosquitos, acababan con partidas enteras de trabajadores. Luego, cuando la noche perpetua del largo invierno ártico se echaba encima, las obras tenían que parar de golpe. Todos, empezando por los jerarcas del Gulag y terminando por el último preso de guerra alemán aquejado de difteria, sabían que aquello era absurdo, que levantaban una vía férrea que conducía a ninguna parte. Jamás la terminarían, y si lo hacían difícilmente tren alguno podría circular por ella.
En el invierno de 1953 las obras afrontaban su cuarto año y sólo se había construido la mitad, unos 650 kilómetros de vía única en un rincón olvidado del Polo Norte. Entonces, el 5 de marzo de aquel año, sucedió un milagro. El padre Stalin, Koba el temible, murió en su dacha de Kuntsevo. Mientras sus deudos del Partido se apresuraban a beatificarle pública y ruidosamente, en algún despacho de la dirección general de campos se suspendió la construcción del ferrocarril de Igarka. Nadie, ni los más fieles cortesanos del zar rojo, se quejó.
Los supervivientes fueron devueltos a los campos del Gulag de los que habían salido años antes. De las víctimas nadie se acordó. No se tomaron siquiera el trabajo de contarlas. Habían sido miles, muchos miles, un insignificante cero más que sumar a la inmensa carnicería que, durante los últimos años de Stalin, se perpetró en los campos soviéticos para mayor gloria del comunismo.
La infraestructura –vías, estaciones, locomotoras, puestos de abastecimiento– quedó ahí, silenciosa, testigo mudo de la estupidez congénita del Homo sovieticus. La obra había costado cerca de 10.000 millones de dólares en un país que pasaba hambre y cuyos habitantes se hacinaban en cabañas y edificios semiderruidos que aún se lamían las heridas de la guerra.
Nunca circuló un solo tren por el Ferrocarril Igarka, el último capricho criminal de Stalin.
Las imágenes de los soldados del Ejército Rojo izando la bandera roja sobre las humeantes ruinas del Reichstag eran todo un símbolo. Con gestas de ese calibre el comunismo se terminaría imponiendo en todo el planeta. Era algo inevitable. Más tarde o más temprano, el ejemplo ruso alumbraría a todas las naciones del orbe. Stalin, conocido como el Padrecito por los socialistas del mundo, marcaba la ruta. Los partidos comunistas, más crecidos que nunca, harían el resto.
Poco importaba que la victoria sobre la Alemania nazi hubiese costado 20 millones de vidas, muchas entregadas inútilmente; que la guerra la hubiera ganado realmente el capitalismo americano o que el soviético fuera el régimen más tiránico de la Tierra. La inquebrantable voluntad del líder había triunfado, y eso dio al inquilino del Kremlin renovados bríos para apretar dos agujeritos más en el cinturón de sus súbditos. El país estaba devastado, pero nadie osaba oponerse al caudillaje mesiánico del georgiano, libre ahora de todas las cuitas de imagen exterior que le habían atormentado durante sus tres primeros lustros al frente del Gobierno soviético.
Los rusos no tenían pan pero sí una cantidad considerable de presos de guerra –muchos de ellos alemanes–, a los que urgía reubicar en tareas aproximadamente productivas. En la mentalidad de Stalin eso significaba campo de concentración y obras faraónicas. Tras la epopeya proletaria del Canal del Mar Blanco, que tan buena prensa le había proporcionado, ordenó a la oficina del Gulag en Moscú que trazase un plan de grandes proyectos sólo realizables con cantidades ingentes de mano de obra esclava.
Los funcionarios concibieron un plan ambiciosísimo que incluía varios canales –algunos muy esperados, como el que uniría los ríos Don y Volga–, megacentrales eléctricas, grandes carreteras y algunas líneas de ferrocarril. Entre estas últimas existía una que le tenía especialmente obsesionado: la del norte de Siberia. Una especie de transiberiano septentrional que correría paralelo a las siempre congeladas costas del Ártico. Cualquier ingeniero en sus cabales hubiese desaconsejado construir allí, tan al norte, otra estructura que no fuese una cabaña de madera, pero Stalin era testarudo, quería su ferrocarril polar y lo quería, claro, antes de morirse.
La cuestión era complicada, porque el Padrecito tenía ya casi setenta años y una salud muy machacada por la mala vida, las preocupaciones, las noches sin dormir, el tabaco y el trasiego de botellas de vodka. Probablemente sospechaba que, tirando largo, no le quedaban más de veinte años de vida, así que aceleró los trámites para el ferrocarril del norte, que en una primera fase iba a ir desde Salejard, en la desembocadura del río Obi, a Igarka, en el curso del Yenisei. En total, 1.300 kilómetros a través de la tundra más inhóspita que se pueda imaginar.
Aparte de las dificultades técnicas, la línea no tenía justificación económica, más allá de la que los burócratas pronto le buscaron para alimentar la propaganda. Decían que iba a llevar el desarrollo industrial hasta los confines del país. El camino de hierro permitiría la creación de nuevos polos industriales y abriría el Ártico central a los convoyes venidos desde el oeste.
Nada de eso era necesario. En aquellas latitudes no había más pobladores que los condenados al Gulag, y nadie quería mudarse allí, al menos por voluntad propia. El clima de esa zona es tan extremado que no crecen ni las coníferas. Los inviernos son largos, los veranos insignificantes y la tierra no se puede cultivar porque permanece helada en forma de permafrost todo el año.
Pero a los designios de Stalin nada ni nadie se oponía. En el verano de 1949 dieron comienzo las obras en los dos extremos de la línea. Desde Salejard partió el llamado Ferrocarril 501; desde Igarka, el Ferrocarril 503. La idea era que se encontrasen en la mitad del camino. A cada uno de los ferrocarriles se le asignaron 50.000 trabajadores, traídos al efecto desde los campos cercanos.
Nada más empezar se toparon con el primer imprevisto. Por falta de materiales y de tecnología adecuada era imposible cruzar los ríos Obi y Yenisei. En ambos casos hacía falta tender puentes de más de dos kilómetros de largo, con pilares cimentados sobre los profundos lechos fluviales. En espera de encontrar una mejor solución, los sustituyeron con transbordadores y continuaron por la tundra. Las condiciones de vida de los trabajadores eran infrahumanas. Los presos caían como chinches, víctimas del hambre, las enfermedades y el esfuerzo. Pero ese no era el factor que más preocupaba a los burócratas de Moscú, sino el tiempo. Stalin quería resultados rápidos para inaugurar cuanto antes la línea a bordo de un lujoso tren y vender luego la proeza al mundo en los noticieros de los cines.
Los ingenieros se las veían y se las deseaban. La tundra es una de las superficies más inestables que existen. La capa superior se fundía en los meses estivales, formando pantanos que deshacían el tendido, lo que obligaba a reconstruirlo constantemente. Los materiales escaseaban. Las acerías del plan quinquenal no producían suficientes vías, pero como el ferrocarril de Igarka era una obra prioritaria se arrancaron raíles en mal estado de otras partes de la URSS y fueron enviados hasta Siberia, donde eran soldados de nuevo.
Tramos enteros quedaban paralizados durante meses por problemas logísticos, falta de maquinaria, o porque las epidemias propias de las zonas pantanosas, infestadas de mosquitos, acababan con partidas enteras de trabajadores. Luego, cuando la noche perpetua del largo invierno ártico se echaba encima, las obras tenían que parar de golpe. Todos, empezando por los jerarcas del Gulag y terminando por el último preso de guerra alemán aquejado de difteria, sabían que aquello era absurdo, que levantaban una vía férrea que conducía a ninguna parte. Jamás la terminarían, y si lo hacían difícilmente tren alguno podría circular por ella.
En el invierno de 1953 las obras afrontaban su cuarto año y sólo se había construido la mitad, unos 650 kilómetros de vía única en un rincón olvidado del Polo Norte. Entonces, el 5 de marzo de aquel año, sucedió un milagro. El padre Stalin, Koba el temible, murió en su dacha de Kuntsevo. Mientras sus deudos del Partido se apresuraban a beatificarle pública y ruidosamente, en algún despacho de la dirección general de campos se suspendió la construcción del ferrocarril de Igarka. Nadie, ni los más fieles cortesanos del zar rojo, se quejó.
Los supervivientes fueron devueltos a los campos del Gulag de los que habían salido años antes. De las víctimas nadie se acordó. No se tomaron siquiera el trabajo de contarlas. Habían sido miles, muchos miles, un insignificante cero más que sumar a la inmensa carnicería que, durante los últimos años de Stalin, se perpetró en los campos soviéticos para mayor gloria del comunismo.
La infraestructura –vías, estaciones, locomotoras, puestos de abastecimiento– quedó ahí, silenciosa, testigo mudo de la estupidez congénita del Homo sovieticus. La obra había costado cerca de 10.000 millones de dólares en un país que pasaba hambre y cuyos habitantes se hacinaban en cabañas y edificios semiderruidos que aún se lamían las heridas de la guerra.
Nunca circuló un solo tren por el Ferrocarril Igarka, el último capricho criminal de Stalin.
Fernando diaz Villanueva
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