En contra de la creencia generalizada, el Imperio Español no nacio en América, sino en Italia. Entre 1494 y 1559, un lapso minúsculo de 65 años, hubo nueve conflictos entre España y Francia por el control de la Bota, que sumaron un total de 32 años de guerra. Las nueve las ganó España, que no es mala plusmarca.
Las libraron tres monarcas. Empezó el abuelo, Fernando el Católico, y concluyó la tarea el bisnieto, Felipe II, poco después de ascender al trono.
Tras la última, que se extendió desde 1547 a 1559, los franceses dejaron de incordiar en Italia, que se convirtió en el salón de honor de la monarquía hispánica durante más de siglo y medio, hasta la Paz de Utrecht exactamente, cuando las posesiones italianas fueron entregadas a Austria a modo de compensación por su renuncia a colocar un Habsburgo en Madrid.
Aunque la última de las guerras italianas duró doce años, todo se resolvió en las dos batallas que marcaron su final. Las dos se pelearon, curiosamente, muy lejos de Italia, en suelo francés, en dos enclaves cercanos a la frontera flamenca. El primero de ellos tuvo lugar en agosto de 1557 en San Quintín, una pequeña pero bien fortificada plaza a orillas del Somme, en la región de Picardía. La guerra, que había comenzado y se desarrollaba en Italia, se desplazó hasta tan altas latitudes por una decisión personal de Felipe II.
Los franceses habían desembarcado en Nápoles y hostigaban sin descanso el Milanesado. Pero ambos estaban bien defendidos por el duque de Alba y los tercios napolitanos, de manera que el Rey concluyó que lo mejor era atacar Francia directamente desde Flandes, donde disponía de un ejército auxiliar y del apoyo de los ingleses, entonces aliados de España en virtud del matrimonio entre Felipe II y María Tudor. Esto pondría a Enrique II de Francia entre la espada y la pared. Tendría que elegir entre una victoria incierta en Nápoles o verse sitiado en el mismo París por tropas angloespañolas.
Nada más enterarse de que los españoles habían cruzado la frontera camino de San Quintín, un general francés, el duque de Montmorency, condestable de Francia, acudió en auxilio de la ciudad con más de 20.000 hombres. Al llegar se ocultó en un bosque esperando la acometida española. Y ahí se debería haber quedado; pero, confiando en su superioridad numérica y sabiendo que el ejército español lo comandaba Manuel Filiberto, duque de Saboya, a quien tenía en muy poca estima, decidió cruzar el río y esperar a los españoles al otro lado. El error le costó la batalla. Manuel Filiberto vio venir a su adversario, tomó el único puente sobre el Somme, lo cruzó con parte de sus tropas e hizo la pinza a los hombres de Montmorency.
Cuando se quiso dar cuenta ya era tarde, estaba rodeado de españoles a ambos lados del río, apenas pudo desplegar el cuerpo principal de su ejército mientras la alas del español se lanzaban sobre él. La derrota fue absoluta: 6.000 franceses perdieron la vida y el propio Montmorency, junto a otros nobles, cayó prisionero. Las noticias no tardaron en llegar a Bruselas, donde se encontraba el propio Felipe II. Ni en sueños había imaginado una victoria tan apabullante, así que, para conmemorarla, ordenó que se construyese un gran monasterio en la sierra de Guadarrama, no muy lejos de una modesta villa castellana de nombre Madrid que, en sólo cuatro años, elegiría como lugar desde el que gobernar su recrecido imperio.
El monasterio se encomendó a San Lorenzo, cuya festividad se celebra el 10 de agosto, día en que se libró la batalla.
El desastre de San Quintín no hizo recapacitar a Enrique II. Al contrario, buscó desesperadamente el desquite reclutando a toda prisa un nuevo ejército que atacase Calais –en manos entonces de los ingleses– para penetrar luego en Flandes. En el verano siguiente se reiniciaron las hostilidades. El duque de Nevers tomó Calais mientras Paul de La Barthe, duque de Termes, se dirigió hacia Dunkerque para avanzar después por la costa belga, lo que le colocó a tiro de piedra de Bruselas.
Antes de que la cosa fuese a mayores, Felipe II tomó cartas en el asunto. Reunió en Flandes un ejército de 18.000 hombres, que se puso en marcha con presteza para dar caza al francés y presentarle batalla allá donde lo encontrase. Se dieron de bruces con él junto a Gravelinas, una plaza fuerte a medio camino entre Calais y Dunkerque. Termes no tenía escapatoria. A su espalda se encontraba el río Aa y en su flanco izquierdo la costa del Canal de la Mancha. Entre la sorpresa y la mala ubicación, no pudo desplegar convenientemente sus tropas, que se organizaron de la peor manera posible, exponiendo la caballería y la artillería.
El ejército español, capitaneado por el conde de Egmont, disponía de espacio suficiente y de las unidades adecuadas para una batalla como aquella. Con idea de ganar rapidez en los movimientos, prescindió de la artillería, que se colocó en la parte trasera. Los tercios, por su parte, ocuparon el centro y la caballería los flancos, adelantándose sobre la línea de infantería hasta formar una media luna. La posición de ambas fuerzas presagiaba lo peor para los de Termes.
La caballería ligera española provocó la embestida de la francesa, que se puso a tiro de los arcabuceros, situados en una línea de fuego letal donde los jinetes gabachos fueron cayendo como chinches. Descompuesta la caballería enemiga, la infantería española avanzó tomando el campamento francés y atrincherándose en él. Como no era posible, por culpa del río, hacer retroceder las líneas, los franceses se replegaron hacía la costa buscando espacio para realinearse. Pero allí estaba esperando la armada española con los cañones cargados. Lo que quedaba del ejército de Termes quedó emparedado entre dos fuegos, el naval y el de infantería, sellando una derrota histórica.
La matanza fue inaudita. De 14.000 hombres sólo consiguieron huir 1.500, el resto había muerto o había sido capturado, como le pasó al propio Termes. En menos de un año se habían evaporado los dos mayores ejércitos franceses, junto con sus mejores generales. Privado de ellos, lo próximo sería ver desfilar a los tercios españoles por el centro de París, así que, rendido ante la evidencia, Enrique II hincó la rodilla y ofreció a Felipe II un tratado de paz con el que, al menos, pudiese salvar los muebles y la cabeza. Los muebles sí los salvó. En la Paz de Cateau-Cambrésis Francia recuperó las plazas perdidas en Picardía a cambio de no volver a meterse en Italia y, sobre todo, de colaborar con España en detener la Reforma luterana.
Lo que no pudo salvar fue la cabeza. Para celebrar el tratado organizó una justa en la que perdió un ojo de una lanzada. La herida se infectó y le envió a la tumba al cabo de unas semanas.
El tratado fue, sin embargo, muy fructífero. Dejó dibujado el mapa de Europa durante una centuria y marcó el inicio del siglo español, cien años exactos que van de la Paz de Cateau-Cambrésis a la de los Pirineos, firmada en 1659 por Luis XIV y Felipe IV, nieto perezoso y decadente de Felipe II.
Durante ese tiempo la monarquía española fue literalmente la dueña del mundo. Y todo gracias a dos batallas especialmente afortunadas, dos pilares sobre los que se levantó un imperio en el que durante siglos el sol se negó a ponerse.
Las libraron tres monarcas. Empezó el abuelo, Fernando el Católico, y concluyó la tarea el bisnieto, Felipe II, poco después de ascender al trono.
Tras la última, que se extendió desde 1547 a 1559, los franceses dejaron de incordiar en Italia, que se convirtió en el salón de honor de la monarquía hispánica durante más de siglo y medio, hasta la Paz de Utrecht exactamente, cuando las posesiones italianas fueron entregadas a Austria a modo de compensación por su renuncia a colocar un Habsburgo en Madrid.
Aunque la última de las guerras italianas duró doce años, todo se resolvió en las dos batallas que marcaron su final. Las dos se pelearon, curiosamente, muy lejos de Italia, en suelo francés, en dos enclaves cercanos a la frontera flamenca. El primero de ellos tuvo lugar en agosto de 1557 en San Quintín, una pequeña pero bien fortificada plaza a orillas del Somme, en la región de Picardía. La guerra, que había comenzado y se desarrollaba en Italia, se desplazó hasta tan altas latitudes por una decisión personal de Felipe II.
Los franceses habían desembarcado en Nápoles y hostigaban sin descanso el Milanesado. Pero ambos estaban bien defendidos por el duque de Alba y los tercios napolitanos, de manera que el Rey concluyó que lo mejor era atacar Francia directamente desde Flandes, donde disponía de un ejército auxiliar y del apoyo de los ingleses, entonces aliados de España en virtud del matrimonio entre Felipe II y María Tudor. Esto pondría a Enrique II de Francia entre la espada y la pared. Tendría que elegir entre una victoria incierta en Nápoles o verse sitiado en el mismo París por tropas angloespañolas.
Nada más enterarse de que los españoles habían cruzado la frontera camino de San Quintín, un general francés, el duque de Montmorency, condestable de Francia, acudió en auxilio de la ciudad con más de 20.000 hombres. Al llegar se ocultó en un bosque esperando la acometida española. Y ahí se debería haber quedado; pero, confiando en su superioridad numérica y sabiendo que el ejército español lo comandaba Manuel Filiberto, duque de Saboya, a quien tenía en muy poca estima, decidió cruzar el río y esperar a los españoles al otro lado. El error le costó la batalla. Manuel Filiberto vio venir a su adversario, tomó el único puente sobre el Somme, lo cruzó con parte de sus tropas e hizo la pinza a los hombres de Montmorency.
Cuando se quiso dar cuenta ya era tarde, estaba rodeado de españoles a ambos lados del río, apenas pudo desplegar el cuerpo principal de su ejército mientras la alas del español se lanzaban sobre él. La derrota fue absoluta: 6.000 franceses perdieron la vida y el propio Montmorency, junto a otros nobles, cayó prisionero. Las noticias no tardaron en llegar a Bruselas, donde se encontraba el propio Felipe II. Ni en sueños había imaginado una victoria tan apabullante, así que, para conmemorarla, ordenó que se construyese un gran monasterio en la sierra de Guadarrama, no muy lejos de una modesta villa castellana de nombre Madrid que, en sólo cuatro años, elegiría como lugar desde el que gobernar su recrecido imperio.
El monasterio se encomendó a San Lorenzo, cuya festividad se celebra el 10 de agosto, día en que se libró la batalla.
El desastre de San Quintín no hizo recapacitar a Enrique II. Al contrario, buscó desesperadamente el desquite reclutando a toda prisa un nuevo ejército que atacase Calais –en manos entonces de los ingleses– para penetrar luego en Flandes. En el verano siguiente se reiniciaron las hostilidades. El duque de Nevers tomó Calais mientras Paul de La Barthe, duque de Termes, se dirigió hacia Dunkerque para avanzar después por la costa belga, lo que le colocó a tiro de piedra de Bruselas.
Antes de que la cosa fuese a mayores, Felipe II tomó cartas en el asunto. Reunió en Flandes un ejército de 18.000 hombres, que se puso en marcha con presteza para dar caza al francés y presentarle batalla allá donde lo encontrase. Se dieron de bruces con él junto a Gravelinas, una plaza fuerte a medio camino entre Calais y Dunkerque. Termes no tenía escapatoria. A su espalda se encontraba el río Aa y en su flanco izquierdo la costa del Canal de la Mancha. Entre la sorpresa y la mala ubicación, no pudo desplegar convenientemente sus tropas, que se organizaron de la peor manera posible, exponiendo la caballería y la artillería.
El ejército español, capitaneado por el conde de Egmont, disponía de espacio suficiente y de las unidades adecuadas para una batalla como aquella. Con idea de ganar rapidez en los movimientos, prescindió de la artillería, que se colocó en la parte trasera. Los tercios, por su parte, ocuparon el centro y la caballería los flancos, adelantándose sobre la línea de infantería hasta formar una media luna. La posición de ambas fuerzas presagiaba lo peor para los de Termes.
La caballería ligera española provocó la embestida de la francesa, que se puso a tiro de los arcabuceros, situados en una línea de fuego letal donde los jinetes gabachos fueron cayendo como chinches. Descompuesta la caballería enemiga, la infantería española avanzó tomando el campamento francés y atrincherándose en él. Como no era posible, por culpa del río, hacer retroceder las líneas, los franceses se replegaron hacía la costa buscando espacio para realinearse. Pero allí estaba esperando la armada española con los cañones cargados. Lo que quedaba del ejército de Termes quedó emparedado entre dos fuegos, el naval y el de infantería, sellando una derrota histórica.
La matanza fue inaudita. De 14.000 hombres sólo consiguieron huir 1.500, el resto había muerto o había sido capturado, como le pasó al propio Termes. En menos de un año se habían evaporado los dos mayores ejércitos franceses, junto con sus mejores generales. Privado de ellos, lo próximo sería ver desfilar a los tercios españoles por el centro de París, así que, rendido ante la evidencia, Enrique II hincó la rodilla y ofreció a Felipe II un tratado de paz con el que, al menos, pudiese salvar los muebles y la cabeza. Los muebles sí los salvó. En la Paz de Cateau-Cambrésis Francia recuperó las plazas perdidas en Picardía a cambio de no volver a meterse en Italia y, sobre todo, de colaborar con España en detener la Reforma luterana.
Lo que no pudo salvar fue la cabeza. Para celebrar el tratado organizó una justa en la que perdió un ojo de una lanzada. La herida se infectó y le envió a la tumba al cabo de unas semanas.
El tratado fue, sin embargo, muy fructífero. Dejó dibujado el mapa de Europa durante una centuria y marcó el inicio del siglo español, cien años exactos que van de la Paz de Cateau-Cambrésis a la de los Pirineos, firmada en 1659 por Luis XIV y Felipe IV, nieto perezoso y decadente de Felipe II.
Durante ese tiempo la monarquía española fue literalmente la dueña del mundo. Y todo gracias a dos batallas especialmente afortunadas, dos pilares sobre los que se levantó un imperio en el que durante siglos el sol se negó a ponerse.
Sigue asi, tu no pares y cuantas mas cosas de la historia de España Mejor.
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