Primo de Rivera, como todo dictador que se precie, anunció que sólo venciendo una íntima resistencia había dado el paso del golpe de estado ,y que, como no albergaba ninguna ambición de mando, bien lo sabe Dios, en cuanto se restableciera el orden dejaría el gobierno en manos capaces.
Pero, por lo pronto, disolvió las Cortes y designó un Directorio Militar.El general era, quizá, algo bruto, paternalista y simple (de lo que se burlaron los intelectuales), pero es indudable que hizo cosas por el país.
Lo primero extirpar, de una vez por todas, el cáncer africano, obligando a los ineptos jefes del ejército a retirarse para después, en una operación combinada con los franceses (cuyas posesiones en Marruecos también había atacado Abd elKrim), desembarcar en Alhucemas y asestar un golpe decisivo al caudillo rebelde. Abd el—Krim se rindió a los franceses declarando: «Me he anticipado a mi tiempo.» Con esto se liquidó decorosamente aquella desastrada guerra colonial.
El general no tenía programa político alguno, salvo el mantenimiento del orden público y la unidad de la patria a todo trance, pero era inofensivo si no se le provocaba e hizo cosas por la paz que merecieron la alabanza de propios y extraños (grupos escolares, pantanos, carreteras, ferrocarriles...), y, aprovechando que la peseta estaba fuerte y la economía nacional en expansión, creó empresas públicas que todavía perduran de una u otra forma (CAMPSA, Telefónica, Tabacalera, Confederaciones Hidrográficas); pero no consiguió hacerse perdonar por los intelectuales ni por los nacionalistas catalanes. Aunque tuvo muchos partidarios, el partido con el que intentó arroparse («la Unión Patriótica, para gentes de ideas sanas») nunca cuajó, mientras que, por el contrario, los grupos que se le oponían ganaban fuerza.
En 1929 una combinación de circunstancias lo dejó contra las cuerdas: el crack financiero internacional debilitó la peseta,y a los problemas económicos se unió el descontento del ejército (cuyos privilegios intentaba recortar), la labor de zapa de la CNT entre la masa obrera, los alborotos estudiantiles, las intrigas de sus adversarios políticos, las críticas de los intelectuales, los repetidos y chapuceros intentos de golpe de Estado de otros generales, sus conmilitones.
Primo de Rivera, como un boxeador sonado, bruto y noble,creía contar todavía con el respeto del voluble rey, y declaró a sus íntimos: «A mí nadie me borbonea.» Esto ocurría el 29 de enero de 1930. Al día siguiente, Alfonso XIII lo dejó tirado, como había dejado a otros cadáveres políticos en el pasado.(Borbonear,un neologismo que data de entonces, significa una forma de engaño político propia de los Borbones.) Primo de Rivera se exilió en París, donde murió al mes siguiente.
La crisis parecía haberse salvado con la retirada del dictador, pero la monarquía salía también tocada del ala porque el país, incluidos los mismos que aplaudieron el golpe de Estado siete años antes, no iba a perdonar a Alfonso XIII su complicidad con la dictadura. Durante la dictablanda del general Dámaso Berenguer, que sucedió a Primo de Rivera, crecieron los desórdenes, mientras fuerzas políticas opuestas coincidían en la necesidad de derribar a la monarquía (republicanos, nacionalistas catalanes, intelectuales). Incluso los liberales, hasta entonces monárquicos, se pasaron con armas y bagajes al campo republicano.
En Jaca fracasó un intento de pronunciamiento de signo republicano y se saldó con el fusilamiento de los tenientes Galán y García Hernández, que inmediatamente fueron entronizados en el santoral laico republicano. Algunos de los intelectuales más prestigiosos del momento (Ortega y Gasset, Marañón, López de Ayala,entre ellos) se agruparon en la asociación Al Servicio de la República.
Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 mostraron que las ciudades más importantes eran mayoritariamente republicanas. Los votos de los pueblos, todavía no escrutados, hubieran inclinado la balanza a favor de la monarquía, pero estos votos se despreciaban en los ambientes izquierdistas por considerarse manipulados por los caciques.
El caso es que los madrileños, cuando supieron los resultados parciales, se echaron a la calle un tanto prematuramente a proclamar la República, y Alfonso XIII, amedrentado por las declaraciones del Comité Revolucionario, hizo las maletas y abandonó el país con cierta precipitación
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