En un sistema político basado en la sucesión hereditaria de los gobernantes, cualquier quiebra en la continuidad puede resultar desastrosa. La familia en el poder mantiene su autoridad en gran medida basándose en acuerdos con regiones, tribus, con minorías religiosas concretas y con otras familias elitistas que controlan el poder. Si este sistema de acuerdos se quiebra por falta de un heredero ---que en la mayoría de las sociedades tiene que ser un heredero varón--- los grupos que anteriormente proporcionaban apoyo comienzan a mostrarse inquietos y a buscar soluciones alternativas. Siempre puede darse la posibilidad, en tales circunstancias, de que alguien reclame sus derechos o se proclame como el verdadero y auténtico heredero varón y consiga algún apoyo político.
El príncipe Sebastián era el hijo de la infanta Juana de España, una dama cuya severa belleza, atestiguada por muchos diplomáticos, solo era comparable a su estricta religiosidad. En 1552 su padre, el emperador Carlos, acordó su matrimonio, cuando la infanta tenía diecisiete años, con el príncipe Juan Manuel de Portugal, que tenía quince.
Los dos jóvenes no tardaron en sentir una intensa atracción sexual el uno por el otro, y Juana se quedó embarazada en torno a finales de abril de 1553. Pero a finales de ese mismo año, el príncipe Juan Manuel cayó gravemente enfermo con una diabetes juvenil que lo llevó a la tumba poco después, el 2 de enero de 1554. La joven viuda se enfrentó a la obligación de criar sola a su hijo, nacido el 20 de enero de aquel año, y al que pusieron de nombre Sebastián porque era el santo del día en que nació. No mucho después de su nacimiento un médico castellano que atendía a su madre, el doctor Fernando Abarca Maldonado, le hizo el horóscopo al niño. Presagió para el infante un feliz matrimonio y una amable y abundante descendencia, una predicción que desgraciadamente resultó ser completamente errónea.
El hermano mayor de Juana, el infante Felipe (más adelante Felipe II), había sido gobernador de España durante la ausencia de su padre, desde 1547, pero en 1554 había tenido que abandonar la península con el fin de acudir a Inglaterra para casarse con la reina María Tudor.
Todos los consejeros de la Corona habían llegado a la convicción de que la mejor solución, dadas las circunstancias, sería que la reina viuda Juana regresara desde Portugal y gobernara temporalmente España en lugar de su hermano. La educación y los cuidados del infante portugués quedaron en manos de otros, y Juana vino a España. No olvidó a su hijo, a quien escribía de tanto en tanto, y enviaba emisarios para que le trajeran noticias de él. Además encargó retratos del niño, para poder ver a quién se parecía.
Al final resultó que Sebastián accedió al trono de Portugal en 1557, a la edad de trece años, cuando murió su abuelo, el rey Juan (João) III de Portugal. Su posterior evolución, sin un padre ni una madre que lo vigilaran, nunca ha dejado de interesar a los historiadores. Los historiadores portugueses, en particular, han sido uniformemente hostiles a un rey que no hizo nada por su país, que no se casó ni trajo al mundo un heredero, y que por tanto fue responsable de la quiebra de la independencia de su país.
Una buena parte de estos fracasos se han achacado al carácter personal de Sebastián. Los historiadores portugueses, aunque sin entrar en detalles personales, le echan la culpa a los «problemas psicológicos», a la «frigidez» o a la «misoginia» del rey, sin embargo evitan explicar cuáles eran esos problemas concretos. Parece indudable que el problema era fundamentalmente sexual. El evidente desinterés de Sebastián por las mujeres y su falta de disposición al matrimonio y a la necesidad de traer al mundo un heredero, junto con su excesiva dedicación a las maniobras militares, eran signos de una orientación sexual que al final tuvo importantes consecuencias políticas. Algunos miembros de la Corte, así como ciertos diplomáticos extranjeros, no tardaron en comenzar a comentar estas rarezas del comportamiento del rey.
Parece que el rey estaba lejos de ser «frígido», pues tuvo un buen número de aventuras homosexuales, y algunos acompañantes de su corte eran al parecer también homosexuales. El tutor y confesor Luís Gonçálves da Câmara, cura jesuita, representó un papel destacado en la educación de Sebastián; el clérigo parece haber sido responsable en parte de lo que le ocurrió al muchacho. Tradicionalmente los historiadores portugueses no han tenido mucho interés en decir nada contra los jesuitas, que desempeñaron papel crucial en la evolución del país, pero al menos un erudito portugués, Queiroz Veloso, sigue la lógica de los documentos.
Parece ser que desde que tenía alrededor de diez años, Sebastián mostró signos de una dolencia que probablemente era gonorrea. Esta palabra fue utilizada concretamente en un informe que el embajador francés envió desde Lisboa a París. Es posible que Sebastián contrajese esa dolencia como resultado de ciertos abusos sexuales a manos de su confesor, un hombre que influyó en el joven rey también en otros sentidos.
Por ejemplo, muy probablemente le inculcó la gran preocupación que el rey tuvo siempre por el avance del islam en el norte de África.
Câmara fue confesor de Sebastián durante sus años más tiernos e impresionables, desde 1560 a 1566, y por tanto pudo haber contribuido significativamente a la evidente homosexualidad del rey. De esta época en adelante, Sebastián fue completamente indiferente a las mujeres, y pasó sus ratos de ocio en diversiones nocturnas con sus compañeros varones. También dedicaba buena parte de su tiempo a maniobras militares.
Desapareció durante tres meses en el norte de África en 1574, en un viaje de reconocimiento, evaluando la posibilidad de lanzar una cruzada contra los musulmanes.
Todo esto estaba aconteciendo al mismo tiempo que el rey de España, en la estela de la exitosa victoria de Lepanto en 1571, estaba intentando rebajar la tensión con las potencias musulmanas del sur mediterráneo. Pronto se hizo evidente que las intenciones del rey portugués hacia el islam estaban siendo claramente contrarias a los objetivos políticos de España.
En una famosa entrevista que mantuvieron los dos reyes, en el monasterio de Guadalupe, durante la Navidad de 1576, con el duque de Alba presente, Felipe II intentó razonar con Sebastián de Portugal. Este, sin embargo, solo parecía interesado en solicitar ayudas concretas para sus planes de invadir África.
En un momento en el que Felipe II estaba trabajando para llegar a una tregua con los turcos en el Mediterráneo, parecía poco juicioso abrir un nuevo frente bélico en el sur. Al final cedió y le ofreció algún apoyo. «Me resolví de offrescerle cinquenta galeras y cinco mil españoles», pero tendría que pagarlos.
El rey de España también insistió en que, dados los riesgos evidentes de la operación, Sebastián no debía participar personalmente en la invasión. Los soldados españoles serían de los que salieran de Flandes para ir a Italia.
A su regreso a Madrid, Felipe II le dijo al embajador imperial Khevenhüller que Sebastián «tiene buena y santa intención, pero poca madurez». «Le he persuadido de palabra y por escrito», dijo, «pero no ha aprovechado nada». En 1578 el rey de España envió a Juan de Silva como embajador a Portugal para intentar detener a Sebastián. El humanista Benito Arias Montano también fue enviado a Lisboa con una misión parecida.
A pesar de los esfuerzos españoles, la famosa expedición a Marruecos tuvo lugar. Portugal había tenido muchos intereses en África, desde la conquista de Tánger en 1471, y Sebastián estaba muy interesado en conservar la posición de su país en esa zona contra los emires enemigos pertenecientes a la dinastía Saadí.
La gran flota que partió de Belem el 24 de junio de 1578, con más de ochocientas naves entre grandes y pequeñas, abarcando desde galeones, carabelas y galeras, llevaban un total de 20.000 hombres. Portugal sola, con su diminuta población, no era capaz de reunir tal cantidad de hombres. Alrededor de una cuarta parte del ejército eran voluntarios de todos los países cercanos del occidente europeo, incluido un contingente de España, que embarcó en Cádiz. Entre ellos había un destacamento de tropas enviadas por el papa, bajo el mando del inglés Sir Thomas Stukeley.
Los barcos tomaron tierra en lo que hoy es el puerto de Arzila, a pocas millas de Tánger, donde el ejército debía reunirse con los aliados musulmanes bajo el mando del saadí Mohamed al Masluk, que estaba enfrentado a otros emires. Los emires enemigos proclamaron una yihad contra las fuerzas invasoras.
Deseoso de entrar en acción, el joven rey condujo a sus tropas desierto adentro para enfrentarse a unos ejércitos que eran el doble del suyo, bajo el liderazgo de Muley Abd al Malik, el sultán saadí de Marruecos. Desde el principio hubo presagios desfavorables.
El ejército iba acompañado por miles de criados, esclavos y prostitutas, cuyo trabajo era favorecer que los nobles se sintieran a gusto y cómodos. Para facilitar el transporte, el rey también llevaba más de mil carros. El ejército se desplazaba con mucha lentitud, y cuando llegaron a la zona que buscaban, las fuerzas del enemigo ya estaban allí, esperándolos.
El ejército de Al Malik era una fuerza profesional que probablemente contaba con setenta mil hombres, incluyendo unos veinticinco mil de caballería. Su artillería, con treinta y cuatro cañones, ya estaba posicionada.
El 4 de agosto de 1578, el día más caluroso de la estación más calurosa del año, el ejército cristiano, en el que servía la flor y nata de la nobleza portuguesa, con el joven rey de veinticinco años a la cabeza, fue aniquilado por las fuerzas bereberes en una batalla cerca de la ciudad de Alcazar-el-Kebir (Alcazarquivir), entre Tánger y Fez. A lo largo de las seis horas de batalla, murieron tal vez ocho mil cristianos (entre ellos, Thomas Stukeley) y alrededor de seis mil marroquíes.
La masacre fue indudablemente una victoria musulmana. Algunos grupos de cristianos se las arreglaron para escapar, pero más de diez mil de ellos fueron cogidos prisioneros. Los tres jefes militares de la batalla, los llamados «tres reyes», corrieron el peor de los destinos. Abd al-Malik, un hombre joven de treinta y cinco años, que ya estaba seriamente enfermo, murió durante la batalla; Al-Masluk pereció ahogado cuando intentaba escapar; y el rey Sebastián se dio por desaparecido, pues su cuerpo no pudo ser identificado en el campo de batalla.
La Europa cristiana se horrorizó ante aquel desastre, pero para Portugal aquel suceso fue mucho más que un desastre. De un plumazo, el pequeño país perdía a su rey, casi la totalidad de su varonil aristocracia, y todo su ejército.
Como escribió un corresponsal de los banqueros Fugger en un despacho desde Lisboa a Augsburgo poco después de que se conocieran las noticias: «Podrá usted sin dificultad imaginar cuán tristes son los lamentos, la desesperación y el dolor. Es una cosa tristísima perder en un día al rey, a los maridos, a los hijos y todos los bienes que llevaban».
Fue un desastre de tal envergadura que resultaba difícil creerlo, y tal y como se sucedieron los acontecimientos, los portugueses simplemente se negaron a creerlo.
Hicieron todos los esfuerzos posibles para canjear los soldados cautivos y, con el tiempo, la aristocracia comenzó a recuperarse. Pero el centro de todas las preocupaciones era el rey. ¿Estaba muerto? Si era así, ¿por qué no se había identificado su cuerpo ni se había recuperado? Pasaban los días, pero nada se sabía del rey Sebastián. Los funcionarios de Lisboa finalmente recibieron un mensaje de Tánger en el que se certificaba que el rey había muerto. Dadas las circunstancias, y puesto que no había ningún otro heredero inmediato, se celebró una misa de réquiem en Lisboa y el anciano tío del rey, el cardenal Enrique, fue coronado rey el 28 de agosto.
Transcurrió el tiempo, pero aún no había pruebas fehacientes de la muerte del rey. En Lisboa el embajador de Felipe II era a la sazón el portugués Cristovão da Moura, conocido en España como Cristóbal de Moura y que más adelante llegaría a ser primer ministro del rey. Da Moura envió un despacho secreto al rey Felipe II: «Mucha gente cree que el rey no está muerto». La creencia más común era que Sebastián había conseguido escapar a la muerte de algún modo, y o bien no había conseguido huir todavía, o estaba vagando por esos mundos conmocionado y perdido. Aquellos que sobrevivieron al desastre, en todo caso, no tenían una información fiable. El más importante de los supervivientes fue el embajador de Felipe II ante la corte portuguesa, Juan de Silva, que había acompañado a Sebastián a África, y luego había sido capturado y canjeado por un rescate.
Este le contó sus experiencias a un italiano, Conestaggio, pero el libro que compuso solo fue publicado once años después. Otra narración de un español superviviente se publicó en París, un año después de los hechos. También circularon otras historias más optimistas, pero siempre sin pruebas de lo que le había sucedido al rey.
Los generales musulmanes hicieron sus propias indagaciones. Se peinó el campo de batalla y al final se rescató un cuerpo, identificado como el del rey, y se llevó a la tienda de los gerifaltes. Se pidió a ocho nobles portugueses cautivos que identificaran el cadáver, y todos coincidieron en que aquel hombre parecía ser el rey Sebastián. Al mismo tiempo añadieron que aunque el cadáver recordaba mucho al rey, era difícil asegurar la identificación, dado el deterioro que ofrecía su aspecto, por culpa de las heridas, el polvo, la sangre y el calor. El cadáver presentaba cinco heridas de espada en la cabeza, así como dos disparos en el cuerpo. Fue enterrado un día después.
La corte española negoció con los musulmanes para intentar conseguir la repatriación del cadáver, que fue entregado a los cristianos de Ceuta en diciembre de aquel mismo año, y se le enterró allí, en un monasterio.
¿Puede confiarse en el testimonio de los nobles portugueses? Cuando pasaron algunos meses, algunos protestaron porque los ocho testigos habían mentido deliberadamente en la identificación del cuerpo, con la idea de proteger al rey verdadero, que había sobrevivido y podría escapar si se ocultaba su identidad. Comenzaron a difundirse rumores sobre un misterioso superviviente que ocultaba su identidad. De vez en cuando aparecían impresas algunas versiones de la historia, tanto en Portugal como en España. Lisboa, con su activo comercio internacional, era un centro ideal para el surgimiento y difusión de rumores. También era uno de los puertos claves para el regreso de cautivos rescatados a los musulmanes de África. Estos cautivos y huidos que regresaban del desierto desde luego vendrían con rumores y habladurías sobre la desaparición del rey. Quizá la más llamativa de todas esas historias era la posibilidad de que uno de los retornados fuera el propio rey, bien disfrazado en un intento de protegerse, o bien irreconocible tras sus muchas heridas y penurias.
Durante un corto período de tiempo, la especulación sobre el destino del rey ocupó un segundo término ante un asunto más acuciante, el destino del propio reino de Portugal. El heredero varón más cercano del difunto rey era su tío abuelo, el cardenal Enrique, de sesenta y siete años de edad. Que fue proclamado rey a finales de agosto. Enrique era débil, y estaba medio ciego, desdentado, senil y destrozado por la tuberculosis. Según el testimonio de Moura, estaba medio muerto de miedo cuando lo coronaron rey. Legalmente, el mejor posicionado con derecho al trono de Portugal, tras Enrique, era Felipe II de España, por su madre. (Su madre fue Isabel de Portugal, la esposa del emperador Carlos V). Había algunos portugueses que reclamaban el derecho al trono, por ejemplo el nieto del cardenal, Antonio, prior de Crato, y una sobrina que se había casado con el duque de Braganza. Pero Felipe II estaba decidido a hacer valer sus derechos.
Por primera y única vez en su vida, Felipe II dirigió una campaña para granjearse el favor de la opinión pública. En otros lugares conflictivos, como los Países Bajos, se había limitado a defender sus políticas, puesto que él era el legítimo gobernante. Sin embargo, aquí, estaba obligado a buscar apoyos tanto de los portugueses como del resto de Europa. Confiaba seriamente en asegurarse el trono sin tener que derramar sangre en el combate. Pero también era consciente de que incluso los derechos más legítimos necesitaban el firme consentimiento de las élites políticas.
Se llevaron a cabo tres estrategias. La primera, se contrató a los mejores juristas de toda Europa para que redactaran informes que apoyaran su causa, así como para convencer no solo a los portugueses, sino a otras potencias europeas. En segundo lugar, sus representantes en Portugal, y muy principalmente su embajador Juan de Silva, su representante el duque de Osuna, y su enviado especial, Moura, intentaron ganarse tanto a las personas como a los pueblos. Finalmente, también se utilizaron sobornos selectivos. Moura orquestó una brillante campaña para granjearse el favor para su señor. Habló con la nobleza y la clerecía, recopiló información entre la milicia portuguesa y repartió oro con liberalidad.
Felipe II dejó poco al azar. Alrededor de finales de enero de 1579 el monarca informaba a Moura de «cómo se va tratando con secreto y disimulación de las prevenciones necesarias para cualquier caso». «Creed de cierto», añadía, «que aunque yo deseo que no sea menester nada desto, por mi parte no hay descuido en ninguna cosa». Moura pensó en la necesidad de hacer algunos preparativos militares: «Tengo grande esperanza», le escribió al rey, «que con tener a punto las espadas no ha de ser menester echar mano a ninguna».
Felipe II supervisó los planes para una posible intervención militar y naval. En la primavera y el verano de 1579 se aparejaron las galeras españolas, y además se dispuso que un buen número de naves se trasladaran desde Italia bajo el mando del almirante Doria. Las fuerzas conjuntas, que totalizaban sesenta galeras, se reunieron en los alrededores de las costas andaluzas, bajo el mando del marqués de Santa Cruz. Los barcos de Italia traían destacamentos de soldados italianos y alemanes, así como una representación de los tercios españoles, veteranos de la guerra de Flandes. En Andalucía y en las provincias vecinas a Portugal tuvo lugar un intensivo reclutamiento de tropas españolas. En octubre las tropas de caballería se pusieron bajo el mando de Sancho Dávila, veterano de Flandes. Santa Cruz iba a partir hacia Lisboa inmediatamente, en cuanto supiera de la muerte del cardenal Enrique. El duque de Medina Sidonia, secundado por otros nobles cuyas posesiones lindaban con Portugal, estaba dispuesto a colaborar con el rey Felipe II, comandando sus tropas ante una inminente invasión por tierra.
En teoría la movilización era secreta, pero Felipe II se aseguró de que los portugueses lo supieran. «En caso que se hubiesen de diferir las armas», le comunicó a Moura en abril, «tanto más convendría apretar por una parte las negociaciones y por otra no quitar el miedo de las armas».
En el verano de 1580 las tropas españolas, bajo el mando del duque de Alba, invadieron Portugal. Setúbal, asediado por tierra y mar, capituló el 18 de julio. La flota de Santa Cruz llegó dos días después y proporcionó apoyo a las fuerzas de tierra. En Lisboa hubo una dura resistencia calle por calle, pero al final la ciudad se rindió la última semana de agosto. Don Antonio, en torno al cual se había arracimado la mayor parte de la resistencia, huyó. Consiguió refugiarse en el norte y finalmente fue rescatado por un barco inglés. «Aquí, señor, ya no hay que pensar en guerra», le escribió Alba al rey. Coimbra se rindió el 8 de septiembre, cuando las tropas se desplazaron al norte.
El 4 de diciembre el rey salió de Badajoz con la intención de cruzar la frontera. En Elvas fue oficialmente recibido por representantes portugueses. Allí envió despachos para convocar Cortes de Portugal, que se reunirían en abril, en Tomar, una ciudad elegida porque Lisboa estaba sufriendo una epidemia.
Las Cortes de Tomar, que se reunieron en abril de 1581, fueron una ocasión histórica. Allí se confirmó la unión de toda la península bajo una sola corona. Las Cortes juraron fidelidad al rey y reconocieron a su hijo, el príncipe Diego, como su sucesor. A cambio, el rey Felipe II confirmó todos los privilegios y la independencia de Portugal, en términos similares a aquellos que habían unido a otros reinos de la Península con Castilla hacía más de un siglo.
Para acallar los continuos rumores de que Sebastián aún estaba vivo y que regresaría para reclamar su trono, el rey dispuso que se trajera el supuesto cuerpo del rey Sebastián desde África.
Se puso al mando de la expedición a uno de los amigos de Sebastián, que había ayudado a identificar el cadáver tres años antes. Tenía la orden de conducirlo de Ceuta a Belem, donde llegó el 11 de diciembre de 1582. El rey y toda la corte estuvieron presentes en la ceremonia solemne en la que los restos de Sebastián fueron enterrados en la iglesia de los Jerónimos, en Belem. La ceremonia fue doblemente importante, porque confirmaba de una vez por todas la muerte de Sebastián y la legitimidad de la sucesión de Felipe II al trono del difunto Sebastián de Portugal. Las historias siguieron circulando, difundidas principalmente por la clerecía, que se oponía a la sucesión española y esperaba el regreso del rey. Se seguía diciendo que el rey estaba vivo en África y que vivía con los árabes en las montañas. Nadie ofreció ninguna explicación de por qué, si Sebastián aún estaba vivo, había preferido quedarse a vivir en África con los bereberes, en vez de regresar a casa, con su propia gente.
Efectivamente, la ceremonia de Belem puso fin a la existencia oficial del rey Sebastián de Portugal. Una historia concluía, pero una nueva y curiosísima estaba a punto de comenzar.
Puede que el rey verdadero estuviera muerto y enterrado, pero un Sebastián nuevo e inventado comenzaba entonces su andadura, un Sebastián cuyos orígenes y destino se desenvolverían completamente en el reino de los mitos. Entre las leyendas que surgieron referidas al rey desaparecido, hubo una que sugería que el monarca deseaba expiar sus pecados vagando siete años por el desierto en penitencia y soledad, después de lo cual reaparecería. Los siete años expirarían en 1585, una fecha que, consecuentemente, muchos aguardaron con emoción. En 1584 hubo rumores que hablaban de que habían identificado en un pueblo de la frontera hispano-lusa a un joven que algunos tomaron por el rey desaparecido. Las autoridades lo arrestaron y lo enviaron a Lisboa, donde fue identificado como el hijo de un alfarero del pueblo, y que solo tenía veinte años, demasiado joven para ser el verdadero Sebastián. Aunque los jueces que lo encausaron por fraude concedieron que era sorprendentemente inteligente, no tuvieron el menor reparo en enviarlo a galeras de por vida.
Desde aquel momento en adelante, los sebastianes se multiplicaron. Unos pocos meses después, en 1585, otro Sebastián salió a la luz en el centro de Portugal. Tanto en edad como en apariencia, podría haber sido el desaparecido, y rápidamente tuvo sus seguidores, entre los que estaban varios personajes ricos que se oponían a la presencia española en el país. Se arrogó el título de rey, y consiguió reunir a un pequeño ejército de seguidores, pero las autoridades de Lisboa no tuvieron grandes dificultades en dispersarlos y arrestar al supuesto monarca.
Resultó que era el hijo de un masón de las Azores. En junio fue sentenciado a muerte y su cadáver fue cuarteado, mientras algunos seguidores fueron enviados a galeras.
1585 transcurrió sin que hubiera indicio alguno todavía del rey ausente. Sin embargo, no resultó difícil inventar una explicación.El hecho de que Sebastián no reapareciera significaba, para todos aquellos que aún creían que vivía, que todavía estaba vivo pero cautivo en África. No faltó gente que creyera en el mito. Los que se adhirieron a esta historia procedían de las clases ilustradas, los nobles, los mercaderes y, sobre todo, los eclesiásticos. Lo que los unía a todos ellos, bien vivieran en Portugal o en el exilio, era la hostilidad hacia España.
Con frecuencia pudieron contar con el apoyo de gentes principales de Francia, el país que había mantenido grandes conflictos con España y había proporcionado apoyo activo a la oposición durante la invasión española de 1580. Un seguidor portugués del prior de Carto, refugiado en París, llamado João de Castro, se dedicaba a difundir propaganda a favor de la causa del rey Sebastián.
Otro prominente sebastianista fue el fraile agustino portugués Miguel dos Santos, que desde 1587 estaba al frente de las novicias en el convento agustino de monjas en Madrigal, al sur de Valladolid. En el convento, la discípula más cercana de Miguel era la novicia Ana, una de las hijas de don Juan de Austria. Había estado en el convento desde los seis años. Felipe II había ordenado llevarla allí, con la idea de evitar cualquier riesgo de convertirla en el centro de una conspiración en la corte. La joven muy pronto cayó bajo la influencia de Dos Santos y sus ideas sobre Sebastián. El agustino le dijo un día que la había visto a ella, en sueños, arrodillándose con el desaparecido Sebastián delante de una cruz, lo cual significaba (según él) que los dos estaban destinados a casarse y a liberar Jerusalén. En 1594, el fraile metió en el convento, en calidad de repostero, a un joven, Gabriel de Espinosa, que tenía un sorprendente parecido con Sebastián, y le presentó a la joven monja.
Luego Miguel dos Santos se puso en contacto con los principales nobles portugueses y los invitó a acudir a Madrigal para verificar si aquel joven era efectivamente Sebastián. La consecuencia más significativa fue que el gobierno francés, bajo el mando de su nuevo rey Enrique IV, también llegó a interesarse en la posible veracidad de la historia.
Francia estaba en guerra con España en esos momentos, y consiguió el voluntarioso apoyo de los nobles disidentes portugueses así como de otro inesperado aliado, el antiguo secretario del rey de España, Antonio Pérez, que en ese momento residía en Francia .El pastelero de Madrigal, a quien al parecer Miguel dos Santos había descubierto en Portugal, se convirtió de este modo en el centro de una conspiración internacional centrada en el resucitado Sebastián. Sin embargo, la aventura no llegó muy lejos. La información sobre las actividades de Espinosa llegó a oídos de las autoridades de Valladolid, y el joven fue arrestado. Sometido a tortura, lo confesó todo, y sus cómplices fueron detenidos. En agosto de 1595 fue colgado y descuartizado y su cabeza fue expuesta y colgada en una jaula. Fray Miguel fue excomulgado primero, y luego colgado y su cabeza expuesta públicamente en Madrigal. Ana fue privada de todos sus privilegios y trasladada a un convento en Ávila. Con Felipe III, sucesor de Felipe II, se le restauró en la dignidad de su rango y fue elevada a abadesa del convento de Las Huelgas de Burgos.
Uno a uno, todos los complots y sueños de los sebastianistas se iban al traste. Tal vez el golpe más duro fue el tratado de paz, el Tratado de Vervins, acorado entre España y Francia en 1598. En aquella misma época estaban también teniendo lugar otras negociaciones de paz entre España e Inglaterra. El advenimiento de la paz privó a los rebeldes portugueses del apoyo exterior que deseaban, y confirmó el reconocimiento internacional de España como dueña de Portugal. Durante mucho tiempo nada se supo de don Sebastián, y ya parecía que toda la peripecia había tocado a su fin. El cuerpo de don Sebastián descansaba en Belem, y un Felipe de España (el tercero con ese nombre; para Portugal, solo el segundo) ocupaba el trono peninsular.
De repente, toda la historia volvió a agitarse de nuevo. En agosto de aquel mismo año de 1598, João de Castro, que por entonces estaba en París, recibió una carta de un noble portugués residente en Venecia, informándole de que un viajero que pasaba por la ciudad había revelado que él era realmente don Sebastián. El hombre, que parecía un miserable vagabundo, había sido acogido por un posadero que había tenido lástima de él y fue el primero al que reveló la información. Las noticias no tardaron en difundirse, y llegaron a oídos de un noble exiliado portugués que vivía en Venecia. Un miembro del personal de la casa del noble, que había estado al servicio de Antonio de Carato, fue a ver al vagabundo, y confirmó que este mostraba todos los indicios de ser el rey desaparecido. El transcurso de veinte años habría cambiado naturalmente el aspecto de Sebastián, de modo que la cuestión del parecido no era ya un gran problema. Más trascendental era la cuestión de explicar por qué el rey no había hecho nada por revelar su identidad durante dos décadas. En este punto, el supuesto Sebastián tenía que contar una larga y enrevesada historia.
Decía que se las había arreglado para escapar tras la famosa batalla de Alcazarquivir, en compañía de un puñado de nobles portugueses. Habían intentado pasar a Portugal, pero sintió remordimientos por el desastre al que había conducido a su país y decidió no regresar. En vez de eso, partió hacia Egipto, y luego viajó a Etiopía, donde visitó al mítico rey cristiano Preste Juan. Tras un par de años allí, volvió a emprender sus viajes, y fue a Persia, donde sirvió en el ejército durante seis años de guerras contra los turcos. Tras Persia, consiguió llegar a Jerusalén y luego a Constantinopla, desde donde pasó a Hungría, Moscovia y Suecia, luego enfiló hacia el sur, hasta Londres, en Inglaterra, donde visitó al pretendiente del trono portugués, Antonio de Crato. Luego fue a Holanda y finalmente a París, donde pasó un año, y luego bajó a Italia, junto al Mediterráneo. A todo esto, tuvo una visión que le indicó que debería hacer todos los esfuerzos posibles para recuperar su trono de Portugal. Haciéndose llamar ahora El Caballero de la Cruz ---una reminiscencia de la orden militar que había fundado Sebastián justo antes de intentar la conquista de África---, partió hacia Roma con el propósito de descubrirse ante el papa. Sin embargo, lo habían asaltado por el camino y le habían robado todas sus ropas y propiedades, y nunca consiguió ver al papa. Y así fue como había acabado, pareciendo un pobre pordiosero, en Venecia.
Lógicamente, las primeras reacciones a la historia fueron negativas, pero el pretendiente recibió visitas tanto de curiosos como de convencidos. El asunto concitó el interés de toda Europa, y en Londres los teatros programaron al menos tres obras distintas que tenían como tema central las aventuras del rey que había escapado de la muerte en África y que ahora asombraba a Europa con sus relatos. Los hijos de Antonio de Crato, que en esos momentos residían en Holanda, donde disfrutaban del favor del gobierno, se negaron a creer la historia. Los exiliados portugueses en Londres también estaban convencidos de que aquel hombre era un impostor. El caso se habría sumido en el olvido si no hubiera sido por el clero portugués en el exilio, principalmente la orden de los dominicos. Gracias sin duda a su influencia, un prelado italiano de Venecia, el arzobispo dominico de Spalato, acogió al pretendiente bajo su tutela y lo alojó por todo lo alto en un lugar de los alrededores de Venecia, donde se las arregló para que una serie de personajes importantes lo visitaran.
Las autoridades de la república estaban enormemente incómodas con la presencia del pretendiente en su territorio, sobre todo debido a las protestas del embajador español. Así que ordenaron al pretendiente que abandonara de inmediato territorio veneciano. Cuando se negó a hacerlo, enviaron guardias para que lo arrestaran, a finales de noviembre de 1598.
El pretendiente permaneció prisionero durante dos años, y fue sometido a múltiples interrogatorios. Y fue en ese momento cuando la historia dio un giro tan sorprendente como inexplicable. A pesar de varios intentos por poner a prueba la memoria del prisionero y preguntarle por detalles íntimos de la vida de Sebastián, el mendigo salió airoso de todas las pruebas. Podía repetir detalles de conversaciones que los embajadores venecianos de la época habían mantenido con Sebastián, demostró que tenía una fortaleza física semejante a la del rey (que había sido capaz de levantar a un hombre con un brazo), y fue identificado como Sebastián por personas que habían conocido al rey veinte años atrás. Entretanto, el clero portugués que apoyaba al pretendiente estaba muy ocupado intentando recabar apoyos entre los exiliados portugueses. Curiosamente, todos los simpatizantes habían sido partidarios de Antonio de Crato, y el movimiento se fue perfilando claramente como un movimiento antiespañol. Esto se hizo más evidente cuando se supo que algunos personajes holandeses estaban involucrados en el caso.
El Senado de Venecia evidentemente no quería verse arrastrado a un conflicto político. A mediados de diciembre de 1600, un tribunal especial decretó la libertad del prisionero, con la condición de que abandonara el territorio de la república inmediatamente. Si no lo hacía, sería enviado a galeras. Algunos amigos trasladaron al prisionero a Padua, donde aquella misma noche ---el 15 de diciembre--- se entrevistó con personajes clave y se ofreció para que le hicieran un examen físico. Las personas allí reunidas, todas portuguesas, parecieron aceptar las pruebas físicas que mostró. Sin embargo, tenían dos pequeñas dudas. El hombre que tenían ante sí, a diferencia de Sebastián, tenía una piel demasiado morena, lo cual atribuyeron al efecto del sol africano. Más importante, tal vez, era el hecho de que cometió varios errores graves hablando portugués, pero esto también podía pasarse por alto, considerando que había pasado tantísimos años fuera de su país natal.
Los partidarios quedaron convencidos y lo dispusieron todo para trasladar a Sebastián aquella misma noche a Francia, por temor de que pudiera ser capturado por los españoles. Resultó que el embajador español en Venecia había seguido cada movimiento del pretendiente, que fue obviamente capturado a finales de mes en los dominios del gran duque de la Toscana. Había estado libre solo trece días. Las esperanzas de auxilio francés se desvanecieron, porque Enrique IV de Francia estaba a punto de firmar (en enero de 1601) un tratado de paz con los italianos y sobre todo con España, como parte del acuerdo por el cual tomaba como esposa a una princesa italiana, María de Médicis, hija del gran duque. El rey estaba en Lyon, donde tuvo ocasión de conversar con el embajador de Venecia, que le preguntó si pensaba que el asunto del rey Sebastián era «un cuento, o verdad». El rey contestó: «Muchos lo toman por cierto». Fue claramente una actitud que evitaba cualquier compromiso, aunque el rey continuó refiriéndose a él como «don Sebastián».
Entre tanto, los seguidores de Sebastián andaban atareadísimos por toda Europa intentando conseguir que se aceptara la identidad real de aquel hombre, como un requisito necesario para su puesta en libertad. Los líderes políticos eran reacios a comprometerse, sabiendo que eso les acarraría conflictos con España, que junto con sus aliados dominaba Italia tanto política como militarmente.
Al final, el gran duque tomó una decisión, y el lunes de Pascua de 1601 los toscanos entregaron a su prisionero a los españoles, que lo escoltaron hasta la costa y lo pusieron a bordo de una nave con destino a Nápoles. En Nápoles, por seguridad, fue alojado en un castillo. Algunos estados criticaron con severidad la actitud del gran duque, incluidos Francia e Inglaterra, e incluso el papado, por haber cedido tan fácilmente a las exigencias de España, pero alegó en su defensa que tenía muy pocas opciones, puesto que era un vasallo de España por el Estado de Siena. A pesar de todas las protestas, nadie iba a mover ni un dedo por Sebastián. Era el final de un largo período de guerra en Europa, y todo el mundo estaba deseando firmar la paz y no arriesgarse a una posible confrontación con España.
En Nápoles el prisionero fue conducido a presencia del virrey, en mayo, con la idea de mantener un encuentro personal con él. El conde de Lemos en el pasado había sido embajador de España ante el propio rey Sebastián y, por tanto, lo conocía bien. Ningún aspecto de aquel hombre satisfizo al conde de Lemos, y envió a Madrid un despacho completamente negativo sobre él.
Después de hablar con él, vi que era un loco sin seso, al que se le ha metido en la mollera que es el rey Sebastián. Conoce algunas cosas generales sobre Portugal, cosas que la gente le habrá dicho, historias absurdas. Habla muy mal y utiliza palabras incorrectas.
Los seguidores del hombre más adelante difundieron una versión bastante diferente de la entrevista con Lemos. El virrey murió pocos meses después, en octubre, un suceso que los seguidores del pretendiente interpretaron como un castigo de Dios por no favorecer su causa. La estancia en Nápoles ofreció al final cierta información sobre el pretendiente que no fue filtrada por los escritos sebastianistas de sus seguidores. Cierto informe de un hombre, conocido entre los españoles como «el charlatán calabrés» o simplemente «el calabrés», fue difundido por un prelado toscano llamado Pocci. Pocci escribió:
"Este hombre era un mercader calabrés llamado Catizone, que tenía mujer viva e hijos, al que se le animó a venir de Mesina a Nápoles para darse a conocer al mundo. Había estado durante algún tiempo en Portugal, donde un cura dominico le persuadió para que dijera ser Sebastián, rey de Portugal. El fraile utilizó un tizón ardiendo para fabricar en su cuerpo las cicatrices que llevó en su día don Sebastián. Le hizo una marca de fuego en la cabeza, y el propio hombre se hizo una herida en el brazo. Aparte de esta locura de proclamarse don Sebastián, era un buen hombre de vida virtuosa, así que sería mucho más razonable culpar al cura por haberlo convencido de que dijera ser Sebastián de Portugal."
A la luz de estas revelaciones (que fueron denunciadas de inmediato como falsedades por los seguidores del acusado), el mercader calabrés a finales de abril de 1602 fue condenado de por vida a galeras, por impostor. Se le hizo desfilar por las calles de Nápoles a lomos de un burro y ataviado con un gorro de arlequín. Para sus seguidores, este trato no era más que una reedición del modo en que Jesús fue tratado en su camino al Calvario. De hecho, todas las descripciones posteriores de lo que le ocurrió están basadas exclusivamente en resúmenes escritos por sebastianistas, que no dejan de mencionar su actitud regia cuando fue atado al duro banco en la galera, la rapidez con la que todo el mundo lo reconoció como el verdadero Sebastián y el respeto que inspiraba en todo aquel que lo veía. Cuando su galera llegó a Cádiz, se dijo que nada menos que el duque de Medina Sidonia había bajado al puerto y lo había reconocido como el verdadero rey.
De repente, en enero de 1603, el remero desapareció del puesto que solía ocupar. ¿Había escapado? ¿O lo habían matado? Aquello resultó ser el final de la historia. La verdad era que la farsa inventada para desacreditar al pretendiente no había sido suficiente para acabar con la leyenda que personificaba. Algunos clérigos en Portugal continuaron participando en conspiraciones para apoyar su causa. Todo lo que consiguieron fue convencer al gobierno de España de que la pena de muerte sería un elemento más disuasorio, y en consecuencia sacaron de la galera al remero y lo llevaron a una prisión. También fueron arrestados dos curas en Portugal y conducidos a Sevilla para ser juzgados; allí fueron torturados y admitieron que habían andado en tratos con el demonio. Condenados a muerte, fueron excomulgados y colgados. El comerciante calabrés, que fue también torturado y admitió haber sido engañado por el demonio, fue condenado a la amputación de su mano derecha, y luego se le colgó el 23 de septiembre.
¿Fue Sebastián solo relevante como leyenda? Los historiadores podrían tal vez descubrir un día que se pueden contar algunas cosas positivas de él. Por ejemplo, que en 1572 el poeta Luís de Camões publicó su obra maestra Os Lusiadas, y dedicó el poema a Sebastián, que le valió una pensión real del joven rey. El hecho destacable, en cualquier caso, siempre será el desastre de Alcazarquivir. Como puede suponerse, la muerte del pretendiente no interrumpió el torrente de leyendas, que no desaparecieron del todo y se reavivaron cuando Portugal, medio siglo después, se liberó del dominio español.
La historia del rey que regresaría un día para salvar a su país quedó profundamente enraizada en la memoria histórica de los portugueses, a quienes esa leyenda les proporcionaba una esperanza que ninguna otra cosa podía darles.
En 1640 la leyenda sirvió para ayudar a los portugueses a liberarse de sesenta años de dominio de España.
Autor :Henry Kamen
El príncipe Sebastián era el hijo de la infanta Juana de España, una dama cuya severa belleza, atestiguada por muchos diplomáticos, solo era comparable a su estricta religiosidad. En 1552 su padre, el emperador Carlos, acordó su matrimonio, cuando la infanta tenía diecisiete años, con el príncipe Juan Manuel de Portugal, que tenía quince.
Los dos jóvenes no tardaron en sentir una intensa atracción sexual el uno por el otro, y Juana se quedó embarazada en torno a finales de abril de 1553. Pero a finales de ese mismo año, el príncipe Juan Manuel cayó gravemente enfermo con una diabetes juvenil que lo llevó a la tumba poco después, el 2 de enero de 1554. La joven viuda se enfrentó a la obligación de criar sola a su hijo, nacido el 20 de enero de aquel año, y al que pusieron de nombre Sebastián porque era el santo del día en que nació. No mucho después de su nacimiento un médico castellano que atendía a su madre, el doctor Fernando Abarca Maldonado, le hizo el horóscopo al niño. Presagió para el infante un feliz matrimonio y una amable y abundante descendencia, una predicción que desgraciadamente resultó ser completamente errónea.
El hermano mayor de Juana, el infante Felipe (más adelante Felipe II), había sido gobernador de España durante la ausencia de su padre, desde 1547, pero en 1554 había tenido que abandonar la península con el fin de acudir a Inglaterra para casarse con la reina María Tudor.
Todos los consejeros de la Corona habían llegado a la convicción de que la mejor solución, dadas las circunstancias, sería que la reina viuda Juana regresara desde Portugal y gobernara temporalmente España en lugar de su hermano. La educación y los cuidados del infante portugués quedaron en manos de otros, y Juana vino a España. No olvidó a su hijo, a quien escribía de tanto en tanto, y enviaba emisarios para que le trajeran noticias de él. Además encargó retratos del niño, para poder ver a quién se parecía.
Al final resultó que Sebastián accedió al trono de Portugal en 1557, a la edad de trece años, cuando murió su abuelo, el rey Juan (João) III de Portugal. Su posterior evolución, sin un padre ni una madre que lo vigilaran, nunca ha dejado de interesar a los historiadores. Los historiadores portugueses, en particular, han sido uniformemente hostiles a un rey que no hizo nada por su país, que no se casó ni trajo al mundo un heredero, y que por tanto fue responsable de la quiebra de la independencia de su país.
Una buena parte de estos fracasos se han achacado al carácter personal de Sebastián. Los historiadores portugueses, aunque sin entrar en detalles personales, le echan la culpa a los «problemas psicológicos», a la «frigidez» o a la «misoginia» del rey, sin embargo evitan explicar cuáles eran esos problemas concretos. Parece indudable que el problema era fundamentalmente sexual. El evidente desinterés de Sebastián por las mujeres y su falta de disposición al matrimonio y a la necesidad de traer al mundo un heredero, junto con su excesiva dedicación a las maniobras militares, eran signos de una orientación sexual que al final tuvo importantes consecuencias políticas. Algunos miembros de la Corte, así como ciertos diplomáticos extranjeros, no tardaron en comenzar a comentar estas rarezas del comportamiento del rey.
Parece que el rey estaba lejos de ser «frígido», pues tuvo un buen número de aventuras homosexuales, y algunos acompañantes de su corte eran al parecer también homosexuales. El tutor y confesor Luís Gonçálves da Câmara, cura jesuita, representó un papel destacado en la educación de Sebastián; el clérigo parece haber sido responsable en parte de lo que le ocurrió al muchacho. Tradicionalmente los historiadores portugueses no han tenido mucho interés en decir nada contra los jesuitas, que desempeñaron papel crucial en la evolución del país, pero al menos un erudito portugués, Queiroz Veloso, sigue la lógica de los documentos.
Parece ser que desde que tenía alrededor de diez años, Sebastián mostró signos de una dolencia que probablemente era gonorrea. Esta palabra fue utilizada concretamente en un informe que el embajador francés envió desde Lisboa a París. Es posible que Sebastián contrajese esa dolencia como resultado de ciertos abusos sexuales a manos de su confesor, un hombre que influyó en el joven rey también en otros sentidos.
Por ejemplo, muy probablemente le inculcó la gran preocupación que el rey tuvo siempre por el avance del islam en el norte de África.
Câmara fue confesor de Sebastián durante sus años más tiernos e impresionables, desde 1560 a 1566, y por tanto pudo haber contribuido significativamente a la evidente homosexualidad del rey. De esta época en adelante, Sebastián fue completamente indiferente a las mujeres, y pasó sus ratos de ocio en diversiones nocturnas con sus compañeros varones. También dedicaba buena parte de su tiempo a maniobras militares.
Desapareció durante tres meses en el norte de África en 1574, en un viaje de reconocimiento, evaluando la posibilidad de lanzar una cruzada contra los musulmanes.
Todo esto estaba aconteciendo al mismo tiempo que el rey de España, en la estela de la exitosa victoria de Lepanto en 1571, estaba intentando rebajar la tensión con las potencias musulmanas del sur mediterráneo. Pronto se hizo evidente que las intenciones del rey portugués hacia el islam estaban siendo claramente contrarias a los objetivos políticos de España.
En una famosa entrevista que mantuvieron los dos reyes, en el monasterio de Guadalupe, durante la Navidad de 1576, con el duque de Alba presente, Felipe II intentó razonar con Sebastián de Portugal. Este, sin embargo, solo parecía interesado en solicitar ayudas concretas para sus planes de invadir África.
En un momento en el que Felipe II estaba trabajando para llegar a una tregua con los turcos en el Mediterráneo, parecía poco juicioso abrir un nuevo frente bélico en el sur. Al final cedió y le ofreció algún apoyo. «Me resolví de offrescerle cinquenta galeras y cinco mil españoles», pero tendría que pagarlos.
El rey de España también insistió en que, dados los riesgos evidentes de la operación, Sebastián no debía participar personalmente en la invasión. Los soldados españoles serían de los que salieran de Flandes para ir a Italia.
A su regreso a Madrid, Felipe II le dijo al embajador imperial Khevenhüller que Sebastián «tiene buena y santa intención, pero poca madurez». «Le he persuadido de palabra y por escrito», dijo, «pero no ha aprovechado nada». En 1578 el rey de España envió a Juan de Silva como embajador a Portugal para intentar detener a Sebastián. El humanista Benito Arias Montano también fue enviado a Lisboa con una misión parecida.
A pesar de los esfuerzos españoles, la famosa expedición a Marruecos tuvo lugar. Portugal había tenido muchos intereses en África, desde la conquista de Tánger en 1471, y Sebastián estaba muy interesado en conservar la posición de su país en esa zona contra los emires enemigos pertenecientes a la dinastía Saadí.
La gran flota que partió de Belem el 24 de junio de 1578, con más de ochocientas naves entre grandes y pequeñas, abarcando desde galeones, carabelas y galeras, llevaban un total de 20.000 hombres. Portugal sola, con su diminuta población, no era capaz de reunir tal cantidad de hombres. Alrededor de una cuarta parte del ejército eran voluntarios de todos los países cercanos del occidente europeo, incluido un contingente de España, que embarcó en Cádiz. Entre ellos había un destacamento de tropas enviadas por el papa, bajo el mando del inglés Sir Thomas Stukeley.
Los barcos tomaron tierra en lo que hoy es el puerto de Arzila, a pocas millas de Tánger, donde el ejército debía reunirse con los aliados musulmanes bajo el mando del saadí Mohamed al Masluk, que estaba enfrentado a otros emires. Los emires enemigos proclamaron una yihad contra las fuerzas invasoras.
Deseoso de entrar en acción, el joven rey condujo a sus tropas desierto adentro para enfrentarse a unos ejércitos que eran el doble del suyo, bajo el liderazgo de Muley Abd al Malik, el sultán saadí de Marruecos. Desde el principio hubo presagios desfavorables.
El ejército iba acompañado por miles de criados, esclavos y prostitutas, cuyo trabajo era favorecer que los nobles se sintieran a gusto y cómodos. Para facilitar el transporte, el rey también llevaba más de mil carros. El ejército se desplazaba con mucha lentitud, y cuando llegaron a la zona que buscaban, las fuerzas del enemigo ya estaban allí, esperándolos.
El ejército de Al Malik era una fuerza profesional que probablemente contaba con setenta mil hombres, incluyendo unos veinticinco mil de caballería. Su artillería, con treinta y cuatro cañones, ya estaba posicionada.
El 4 de agosto de 1578, el día más caluroso de la estación más calurosa del año, el ejército cristiano, en el que servía la flor y nata de la nobleza portuguesa, con el joven rey de veinticinco años a la cabeza, fue aniquilado por las fuerzas bereberes en una batalla cerca de la ciudad de Alcazar-el-Kebir (Alcazarquivir), entre Tánger y Fez. A lo largo de las seis horas de batalla, murieron tal vez ocho mil cristianos (entre ellos, Thomas Stukeley) y alrededor de seis mil marroquíes.
La masacre fue indudablemente una victoria musulmana. Algunos grupos de cristianos se las arreglaron para escapar, pero más de diez mil de ellos fueron cogidos prisioneros. Los tres jefes militares de la batalla, los llamados «tres reyes», corrieron el peor de los destinos. Abd al-Malik, un hombre joven de treinta y cinco años, que ya estaba seriamente enfermo, murió durante la batalla; Al-Masluk pereció ahogado cuando intentaba escapar; y el rey Sebastián se dio por desaparecido, pues su cuerpo no pudo ser identificado en el campo de batalla.
La Europa cristiana se horrorizó ante aquel desastre, pero para Portugal aquel suceso fue mucho más que un desastre. De un plumazo, el pequeño país perdía a su rey, casi la totalidad de su varonil aristocracia, y todo su ejército.
Como escribió un corresponsal de los banqueros Fugger en un despacho desde Lisboa a Augsburgo poco después de que se conocieran las noticias: «Podrá usted sin dificultad imaginar cuán tristes son los lamentos, la desesperación y el dolor. Es una cosa tristísima perder en un día al rey, a los maridos, a los hijos y todos los bienes que llevaban».
Fue un desastre de tal envergadura que resultaba difícil creerlo, y tal y como se sucedieron los acontecimientos, los portugueses simplemente se negaron a creerlo.
Hicieron todos los esfuerzos posibles para canjear los soldados cautivos y, con el tiempo, la aristocracia comenzó a recuperarse. Pero el centro de todas las preocupaciones era el rey. ¿Estaba muerto? Si era así, ¿por qué no se había identificado su cuerpo ni se había recuperado? Pasaban los días, pero nada se sabía del rey Sebastián. Los funcionarios de Lisboa finalmente recibieron un mensaje de Tánger en el que se certificaba que el rey había muerto. Dadas las circunstancias, y puesto que no había ningún otro heredero inmediato, se celebró una misa de réquiem en Lisboa y el anciano tío del rey, el cardenal Enrique, fue coronado rey el 28 de agosto.
Transcurrió el tiempo, pero aún no había pruebas fehacientes de la muerte del rey. En Lisboa el embajador de Felipe II era a la sazón el portugués Cristovão da Moura, conocido en España como Cristóbal de Moura y que más adelante llegaría a ser primer ministro del rey. Da Moura envió un despacho secreto al rey Felipe II: «Mucha gente cree que el rey no está muerto». La creencia más común era que Sebastián había conseguido escapar a la muerte de algún modo, y o bien no había conseguido huir todavía, o estaba vagando por esos mundos conmocionado y perdido. Aquellos que sobrevivieron al desastre, en todo caso, no tenían una información fiable. El más importante de los supervivientes fue el embajador de Felipe II ante la corte portuguesa, Juan de Silva, que había acompañado a Sebastián a África, y luego había sido capturado y canjeado por un rescate.
Este le contó sus experiencias a un italiano, Conestaggio, pero el libro que compuso solo fue publicado once años después. Otra narración de un español superviviente se publicó en París, un año después de los hechos. También circularon otras historias más optimistas, pero siempre sin pruebas de lo que le había sucedido al rey.
Los generales musulmanes hicieron sus propias indagaciones. Se peinó el campo de batalla y al final se rescató un cuerpo, identificado como el del rey, y se llevó a la tienda de los gerifaltes. Se pidió a ocho nobles portugueses cautivos que identificaran el cadáver, y todos coincidieron en que aquel hombre parecía ser el rey Sebastián. Al mismo tiempo añadieron que aunque el cadáver recordaba mucho al rey, era difícil asegurar la identificación, dado el deterioro que ofrecía su aspecto, por culpa de las heridas, el polvo, la sangre y el calor. El cadáver presentaba cinco heridas de espada en la cabeza, así como dos disparos en el cuerpo. Fue enterrado un día después.
La corte española negoció con los musulmanes para intentar conseguir la repatriación del cadáver, que fue entregado a los cristianos de Ceuta en diciembre de aquel mismo año, y se le enterró allí, en un monasterio.
¿Puede confiarse en el testimonio de los nobles portugueses? Cuando pasaron algunos meses, algunos protestaron porque los ocho testigos habían mentido deliberadamente en la identificación del cuerpo, con la idea de proteger al rey verdadero, que había sobrevivido y podría escapar si se ocultaba su identidad. Comenzaron a difundirse rumores sobre un misterioso superviviente que ocultaba su identidad. De vez en cuando aparecían impresas algunas versiones de la historia, tanto en Portugal como en España. Lisboa, con su activo comercio internacional, era un centro ideal para el surgimiento y difusión de rumores. También era uno de los puertos claves para el regreso de cautivos rescatados a los musulmanes de África. Estos cautivos y huidos que regresaban del desierto desde luego vendrían con rumores y habladurías sobre la desaparición del rey. Quizá la más llamativa de todas esas historias era la posibilidad de que uno de los retornados fuera el propio rey, bien disfrazado en un intento de protegerse, o bien irreconocible tras sus muchas heridas y penurias.
Durante un corto período de tiempo, la especulación sobre el destino del rey ocupó un segundo término ante un asunto más acuciante, el destino del propio reino de Portugal. El heredero varón más cercano del difunto rey era su tío abuelo, el cardenal Enrique, de sesenta y siete años de edad. Que fue proclamado rey a finales de agosto. Enrique era débil, y estaba medio ciego, desdentado, senil y destrozado por la tuberculosis. Según el testimonio de Moura, estaba medio muerto de miedo cuando lo coronaron rey. Legalmente, el mejor posicionado con derecho al trono de Portugal, tras Enrique, era Felipe II de España, por su madre. (Su madre fue Isabel de Portugal, la esposa del emperador Carlos V). Había algunos portugueses que reclamaban el derecho al trono, por ejemplo el nieto del cardenal, Antonio, prior de Crato, y una sobrina que se había casado con el duque de Braganza. Pero Felipe II estaba decidido a hacer valer sus derechos.
Por primera y única vez en su vida, Felipe II dirigió una campaña para granjearse el favor de la opinión pública. En otros lugares conflictivos, como los Países Bajos, se había limitado a defender sus políticas, puesto que él era el legítimo gobernante. Sin embargo, aquí, estaba obligado a buscar apoyos tanto de los portugueses como del resto de Europa. Confiaba seriamente en asegurarse el trono sin tener que derramar sangre en el combate. Pero también era consciente de que incluso los derechos más legítimos necesitaban el firme consentimiento de las élites políticas.
Se llevaron a cabo tres estrategias. La primera, se contrató a los mejores juristas de toda Europa para que redactaran informes que apoyaran su causa, así como para convencer no solo a los portugueses, sino a otras potencias europeas. En segundo lugar, sus representantes en Portugal, y muy principalmente su embajador Juan de Silva, su representante el duque de Osuna, y su enviado especial, Moura, intentaron ganarse tanto a las personas como a los pueblos. Finalmente, también se utilizaron sobornos selectivos. Moura orquestó una brillante campaña para granjearse el favor para su señor. Habló con la nobleza y la clerecía, recopiló información entre la milicia portuguesa y repartió oro con liberalidad.
Felipe II dejó poco al azar. Alrededor de finales de enero de 1579 el monarca informaba a Moura de «cómo se va tratando con secreto y disimulación de las prevenciones necesarias para cualquier caso». «Creed de cierto», añadía, «que aunque yo deseo que no sea menester nada desto, por mi parte no hay descuido en ninguna cosa». Moura pensó en la necesidad de hacer algunos preparativos militares: «Tengo grande esperanza», le escribió al rey, «que con tener a punto las espadas no ha de ser menester echar mano a ninguna».
Felipe II supervisó los planes para una posible intervención militar y naval. En la primavera y el verano de 1579 se aparejaron las galeras españolas, y además se dispuso que un buen número de naves se trasladaran desde Italia bajo el mando del almirante Doria. Las fuerzas conjuntas, que totalizaban sesenta galeras, se reunieron en los alrededores de las costas andaluzas, bajo el mando del marqués de Santa Cruz. Los barcos de Italia traían destacamentos de soldados italianos y alemanes, así como una representación de los tercios españoles, veteranos de la guerra de Flandes. En Andalucía y en las provincias vecinas a Portugal tuvo lugar un intensivo reclutamiento de tropas españolas. En octubre las tropas de caballería se pusieron bajo el mando de Sancho Dávila, veterano de Flandes. Santa Cruz iba a partir hacia Lisboa inmediatamente, en cuanto supiera de la muerte del cardenal Enrique. El duque de Medina Sidonia, secundado por otros nobles cuyas posesiones lindaban con Portugal, estaba dispuesto a colaborar con el rey Felipe II, comandando sus tropas ante una inminente invasión por tierra.
En teoría la movilización era secreta, pero Felipe II se aseguró de que los portugueses lo supieran. «En caso que se hubiesen de diferir las armas», le comunicó a Moura en abril, «tanto más convendría apretar por una parte las negociaciones y por otra no quitar el miedo de las armas».
En el verano de 1580 las tropas españolas, bajo el mando del duque de Alba, invadieron Portugal. Setúbal, asediado por tierra y mar, capituló el 18 de julio. La flota de Santa Cruz llegó dos días después y proporcionó apoyo a las fuerzas de tierra. En Lisboa hubo una dura resistencia calle por calle, pero al final la ciudad se rindió la última semana de agosto. Don Antonio, en torno al cual se había arracimado la mayor parte de la resistencia, huyó. Consiguió refugiarse en el norte y finalmente fue rescatado por un barco inglés. «Aquí, señor, ya no hay que pensar en guerra», le escribió Alba al rey. Coimbra se rindió el 8 de septiembre, cuando las tropas se desplazaron al norte.
El 4 de diciembre el rey salió de Badajoz con la intención de cruzar la frontera. En Elvas fue oficialmente recibido por representantes portugueses. Allí envió despachos para convocar Cortes de Portugal, que se reunirían en abril, en Tomar, una ciudad elegida porque Lisboa estaba sufriendo una epidemia.
Las Cortes de Tomar, que se reunieron en abril de 1581, fueron una ocasión histórica. Allí se confirmó la unión de toda la península bajo una sola corona. Las Cortes juraron fidelidad al rey y reconocieron a su hijo, el príncipe Diego, como su sucesor. A cambio, el rey Felipe II confirmó todos los privilegios y la independencia de Portugal, en términos similares a aquellos que habían unido a otros reinos de la Península con Castilla hacía más de un siglo.
Para acallar los continuos rumores de que Sebastián aún estaba vivo y que regresaría para reclamar su trono, el rey dispuso que se trajera el supuesto cuerpo del rey Sebastián desde África.
Se puso al mando de la expedición a uno de los amigos de Sebastián, que había ayudado a identificar el cadáver tres años antes. Tenía la orden de conducirlo de Ceuta a Belem, donde llegó el 11 de diciembre de 1582. El rey y toda la corte estuvieron presentes en la ceremonia solemne en la que los restos de Sebastián fueron enterrados en la iglesia de los Jerónimos, en Belem. La ceremonia fue doblemente importante, porque confirmaba de una vez por todas la muerte de Sebastián y la legitimidad de la sucesión de Felipe II al trono del difunto Sebastián de Portugal. Las historias siguieron circulando, difundidas principalmente por la clerecía, que se oponía a la sucesión española y esperaba el regreso del rey. Se seguía diciendo que el rey estaba vivo en África y que vivía con los árabes en las montañas. Nadie ofreció ninguna explicación de por qué, si Sebastián aún estaba vivo, había preferido quedarse a vivir en África con los bereberes, en vez de regresar a casa, con su propia gente.
Efectivamente, la ceremonia de Belem puso fin a la existencia oficial del rey Sebastián de Portugal. Una historia concluía, pero una nueva y curiosísima estaba a punto de comenzar.
Puede que el rey verdadero estuviera muerto y enterrado, pero un Sebastián nuevo e inventado comenzaba entonces su andadura, un Sebastián cuyos orígenes y destino se desenvolverían completamente en el reino de los mitos. Entre las leyendas que surgieron referidas al rey desaparecido, hubo una que sugería que el monarca deseaba expiar sus pecados vagando siete años por el desierto en penitencia y soledad, después de lo cual reaparecería. Los siete años expirarían en 1585, una fecha que, consecuentemente, muchos aguardaron con emoción. En 1584 hubo rumores que hablaban de que habían identificado en un pueblo de la frontera hispano-lusa a un joven que algunos tomaron por el rey desaparecido. Las autoridades lo arrestaron y lo enviaron a Lisboa, donde fue identificado como el hijo de un alfarero del pueblo, y que solo tenía veinte años, demasiado joven para ser el verdadero Sebastián. Aunque los jueces que lo encausaron por fraude concedieron que era sorprendentemente inteligente, no tuvieron el menor reparo en enviarlo a galeras de por vida.
Desde aquel momento en adelante, los sebastianes se multiplicaron. Unos pocos meses después, en 1585, otro Sebastián salió a la luz en el centro de Portugal. Tanto en edad como en apariencia, podría haber sido el desaparecido, y rápidamente tuvo sus seguidores, entre los que estaban varios personajes ricos que se oponían a la presencia española en el país. Se arrogó el título de rey, y consiguió reunir a un pequeño ejército de seguidores, pero las autoridades de Lisboa no tuvieron grandes dificultades en dispersarlos y arrestar al supuesto monarca.
Resultó que era el hijo de un masón de las Azores. En junio fue sentenciado a muerte y su cadáver fue cuarteado, mientras algunos seguidores fueron enviados a galeras.
1585 transcurrió sin que hubiera indicio alguno todavía del rey ausente. Sin embargo, no resultó difícil inventar una explicación.El hecho de que Sebastián no reapareciera significaba, para todos aquellos que aún creían que vivía, que todavía estaba vivo pero cautivo en África. No faltó gente que creyera en el mito. Los que se adhirieron a esta historia procedían de las clases ilustradas, los nobles, los mercaderes y, sobre todo, los eclesiásticos. Lo que los unía a todos ellos, bien vivieran en Portugal o en el exilio, era la hostilidad hacia España.
Con frecuencia pudieron contar con el apoyo de gentes principales de Francia, el país que había mantenido grandes conflictos con España y había proporcionado apoyo activo a la oposición durante la invasión española de 1580. Un seguidor portugués del prior de Carto, refugiado en París, llamado João de Castro, se dedicaba a difundir propaganda a favor de la causa del rey Sebastián.
Otro prominente sebastianista fue el fraile agustino portugués Miguel dos Santos, que desde 1587 estaba al frente de las novicias en el convento agustino de monjas en Madrigal, al sur de Valladolid. En el convento, la discípula más cercana de Miguel era la novicia Ana, una de las hijas de don Juan de Austria. Había estado en el convento desde los seis años. Felipe II había ordenado llevarla allí, con la idea de evitar cualquier riesgo de convertirla en el centro de una conspiración en la corte. La joven muy pronto cayó bajo la influencia de Dos Santos y sus ideas sobre Sebastián. El agustino le dijo un día que la había visto a ella, en sueños, arrodillándose con el desaparecido Sebastián delante de una cruz, lo cual significaba (según él) que los dos estaban destinados a casarse y a liberar Jerusalén. En 1594, el fraile metió en el convento, en calidad de repostero, a un joven, Gabriel de Espinosa, que tenía un sorprendente parecido con Sebastián, y le presentó a la joven monja.
Luego Miguel dos Santos se puso en contacto con los principales nobles portugueses y los invitó a acudir a Madrigal para verificar si aquel joven era efectivamente Sebastián. La consecuencia más significativa fue que el gobierno francés, bajo el mando de su nuevo rey Enrique IV, también llegó a interesarse en la posible veracidad de la historia.
Francia estaba en guerra con España en esos momentos, y consiguió el voluntarioso apoyo de los nobles disidentes portugueses así como de otro inesperado aliado, el antiguo secretario del rey de España, Antonio Pérez, que en ese momento residía en Francia .El pastelero de Madrigal, a quien al parecer Miguel dos Santos había descubierto en Portugal, se convirtió de este modo en el centro de una conspiración internacional centrada en el resucitado Sebastián. Sin embargo, la aventura no llegó muy lejos. La información sobre las actividades de Espinosa llegó a oídos de las autoridades de Valladolid, y el joven fue arrestado. Sometido a tortura, lo confesó todo, y sus cómplices fueron detenidos. En agosto de 1595 fue colgado y descuartizado y su cabeza fue expuesta y colgada en una jaula. Fray Miguel fue excomulgado primero, y luego colgado y su cabeza expuesta públicamente en Madrigal. Ana fue privada de todos sus privilegios y trasladada a un convento en Ávila. Con Felipe III, sucesor de Felipe II, se le restauró en la dignidad de su rango y fue elevada a abadesa del convento de Las Huelgas de Burgos.
Uno a uno, todos los complots y sueños de los sebastianistas se iban al traste. Tal vez el golpe más duro fue el tratado de paz, el Tratado de Vervins, acorado entre España y Francia en 1598. En aquella misma época estaban también teniendo lugar otras negociaciones de paz entre España e Inglaterra. El advenimiento de la paz privó a los rebeldes portugueses del apoyo exterior que deseaban, y confirmó el reconocimiento internacional de España como dueña de Portugal. Durante mucho tiempo nada se supo de don Sebastián, y ya parecía que toda la peripecia había tocado a su fin. El cuerpo de don Sebastián descansaba en Belem, y un Felipe de España (el tercero con ese nombre; para Portugal, solo el segundo) ocupaba el trono peninsular.
De repente, toda la historia volvió a agitarse de nuevo. En agosto de aquel mismo año de 1598, João de Castro, que por entonces estaba en París, recibió una carta de un noble portugués residente en Venecia, informándole de que un viajero que pasaba por la ciudad había revelado que él era realmente don Sebastián. El hombre, que parecía un miserable vagabundo, había sido acogido por un posadero que había tenido lástima de él y fue el primero al que reveló la información. Las noticias no tardaron en difundirse, y llegaron a oídos de un noble exiliado portugués que vivía en Venecia. Un miembro del personal de la casa del noble, que había estado al servicio de Antonio de Carato, fue a ver al vagabundo, y confirmó que este mostraba todos los indicios de ser el rey desaparecido. El transcurso de veinte años habría cambiado naturalmente el aspecto de Sebastián, de modo que la cuestión del parecido no era ya un gran problema. Más trascendental era la cuestión de explicar por qué el rey no había hecho nada por revelar su identidad durante dos décadas. En este punto, el supuesto Sebastián tenía que contar una larga y enrevesada historia.
Decía que se las había arreglado para escapar tras la famosa batalla de Alcazarquivir, en compañía de un puñado de nobles portugueses. Habían intentado pasar a Portugal, pero sintió remordimientos por el desastre al que había conducido a su país y decidió no regresar. En vez de eso, partió hacia Egipto, y luego viajó a Etiopía, donde visitó al mítico rey cristiano Preste Juan. Tras un par de años allí, volvió a emprender sus viajes, y fue a Persia, donde sirvió en el ejército durante seis años de guerras contra los turcos. Tras Persia, consiguió llegar a Jerusalén y luego a Constantinopla, desde donde pasó a Hungría, Moscovia y Suecia, luego enfiló hacia el sur, hasta Londres, en Inglaterra, donde visitó al pretendiente del trono portugués, Antonio de Crato. Luego fue a Holanda y finalmente a París, donde pasó un año, y luego bajó a Italia, junto al Mediterráneo. A todo esto, tuvo una visión que le indicó que debería hacer todos los esfuerzos posibles para recuperar su trono de Portugal. Haciéndose llamar ahora El Caballero de la Cruz ---una reminiscencia de la orden militar que había fundado Sebastián justo antes de intentar la conquista de África---, partió hacia Roma con el propósito de descubrirse ante el papa. Sin embargo, lo habían asaltado por el camino y le habían robado todas sus ropas y propiedades, y nunca consiguió ver al papa. Y así fue como había acabado, pareciendo un pobre pordiosero, en Venecia.
Lógicamente, las primeras reacciones a la historia fueron negativas, pero el pretendiente recibió visitas tanto de curiosos como de convencidos. El asunto concitó el interés de toda Europa, y en Londres los teatros programaron al menos tres obras distintas que tenían como tema central las aventuras del rey que había escapado de la muerte en África y que ahora asombraba a Europa con sus relatos. Los hijos de Antonio de Crato, que en esos momentos residían en Holanda, donde disfrutaban del favor del gobierno, se negaron a creer la historia. Los exiliados portugueses en Londres también estaban convencidos de que aquel hombre era un impostor. El caso se habría sumido en el olvido si no hubiera sido por el clero portugués en el exilio, principalmente la orden de los dominicos. Gracias sin duda a su influencia, un prelado italiano de Venecia, el arzobispo dominico de Spalato, acogió al pretendiente bajo su tutela y lo alojó por todo lo alto en un lugar de los alrededores de Venecia, donde se las arregló para que una serie de personajes importantes lo visitaran.
Las autoridades de la república estaban enormemente incómodas con la presencia del pretendiente en su territorio, sobre todo debido a las protestas del embajador español. Así que ordenaron al pretendiente que abandonara de inmediato territorio veneciano. Cuando se negó a hacerlo, enviaron guardias para que lo arrestaran, a finales de noviembre de 1598.
El pretendiente permaneció prisionero durante dos años, y fue sometido a múltiples interrogatorios. Y fue en ese momento cuando la historia dio un giro tan sorprendente como inexplicable. A pesar de varios intentos por poner a prueba la memoria del prisionero y preguntarle por detalles íntimos de la vida de Sebastián, el mendigo salió airoso de todas las pruebas. Podía repetir detalles de conversaciones que los embajadores venecianos de la época habían mantenido con Sebastián, demostró que tenía una fortaleza física semejante a la del rey (que había sido capaz de levantar a un hombre con un brazo), y fue identificado como Sebastián por personas que habían conocido al rey veinte años atrás. Entretanto, el clero portugués que apoyaba al pretendiente estaba muy ocupado intentando recabar apoyos entre los exiliados portugueses. Curiosamente, todos los simpatizantes habían sido partidarios de Antonio de Crato, y el movimiento se fue perfilando claramente como un movimiento antiespañol. Esto se hizo más evidente cuando se supo que algunos personajes holandeses estaban involucrados en el caso.
El Senado de Venecia evidentemente no quería verse arrastrado a un conflicto político. A mediados de diciembre de 1600, un tribunal especial decretó la libertad del prisionero, con la condición de que abandonara el territorio de la república inmediatamente. Si no lo hacía, sería enviado a galeras. Algunos amigos trasladaron al prisionero a Padua, donde aquella misma noche ---el 15 de diciembre--- se entrevistó con personajes clave y se ofreció para que le hicieran un examen físico. Las personas allí reunidas, todas portuguesas, parecieron aceptar las pruebas físicas que mostró. Sin embargo, tenían dos pequeñas dudas. El hombre que tenían ante sí, a diferencia de Sebastián, tenía una piel demasiado morena, lo cual atribuyeron al efecto del sol africano. Más importante, tal vez, era el hecho de que cometió varios errores graves hablando portugués, pero esto también podía pasarse por alto, considerando que había pasado tantísimos años fuera de su país natal.
Los partidarios quedaron convencidos y lo dispusieron todo para trasladar a Sebastián aquella misma noche a Francia, por temor de que pudiera ser capturado por los españoles. Resultó que el embajador español en Venecia había seguido cada movimiento del pretendiente, que fue obviamente capturado a finales de mes en los dominios del gran duque de la Toscana. Había estado libre solo trece días. Las esperanzas de auxilio francés se desvanecieron, porque Enrique IV de Francia estaba a punto de firmar (en enero de 1601) un tratado de paz con los italianos y sobre todo con España, como parte del acuerdo por el cual tomaba como esposa a una princesa italiana, María de Médicis, hija del gran duque. El rey estaba en Lyon, donde tuvo ocasión de conversar con el embajador de Venecia, que le preguntó si pensaba que el asunto del rey Sebastián era «un cuento, o verdad». El rey contestó: «Muchos lo toman por cierto». Fue claramente una actitud que evitaba cualquier compromiso, aunque el rey continuó refiriéndose a él como «don Sebastián».
Entre tanto, los seguidores de Sebastián andaban atareadísimos por toda Europa intentando conseguir que se aceptara la identidad real de aquel hombre, como un requisito necesario para su puesta en libertad. Los líderes políticos eran reacios a comprometerse, sabiendo que eso les acarraría conflictos con España, que junto con sus aliados dominaba Italia tanto política como militarmente.
Al final, el gran duque tomó una decisión, y el lunes de Pascua de 1601 los toscanos entregaron a su prisionero a los españoles, que lo escoltaron hasta la costa y lo pusieron a bordo de una nave con destino a Nápoles. En Nápoles, por seguridad, fue alojado en un castillo. Algunos estados criticaron con severidad la actitud del gran duque, incluidos Francia e Inglaterra, e incluso el papado, por haber cedido tan fácilmente a las exigencias de España, pero alegó en su defensa que tenía muy pocas opciones, puesto que era un vasallo de España por el Estado de Siena. A pesar de todas las protestas, nadie iba a mover ni un dedo por Sebastián. Era el final de un largo período de guerra en Europa, y todo el mundo estaba deseando firmar la paz y no arriesgarse a una posible confrontación con España.
En Nápoles el prisionero fue conducido a presencia del virrey, en mayo, con la idea de mantener un encuentro personal con él. El conde de Lemos en el pasado había sido embajador de España ante el propio rey Sebastián y, por tanto, lo conocía bien. Ningún aspecto de aquel hombre satisfizo al conde de Lemos, y envió a Madrid un despacho completamente negativo sobre él.
Después de hablar con él, vi que era un loco sin seso, al que se le ha metido en la mollera que es el rey Sebastián. Conoce algunas cosas generales sobre Portugal, cosas que la gente le habrá dicho, historias absurdas. Habla muy mal y utiliza palabras incorrectas.
Los seguidores del hombre más adelante difundieron una versión bastante diferente de la entrevista con Lemos. El virrey murió pocos meses después, en octubre, un suceso que los seguidores del pretendiente interpretaron como un castigo de Dios por no favorecer su causa. La estancia en Nápoles ofreció al final cierta información sobre el pretendiente que no fue filtrada por los escritos sebastianistas de sus seguidores. Cierto informe de un hombre, conocido entre los españoles como «el charlatán calabrés» o simplemente «el calabrés», fue difundido por un prelado toscano llamado Pocci. Pocci escribió:
"Este hombre era un mercader calabrés llamado Catizone, que tenía mujer viva e hijos, al que se le animó a venir de Mesina a Nápoles para darse a conocer al mundo. Había estado durante algún tiempo en Portugal, donde un cura dominico le persuadió para que dijera ser Sebastián, rey de Portugal. El fraile utilizó un tizón ardiendo para fabricar en su cuerpo las cicatrices que llevó en su día don Sebastián. Le hizo una marca de fuego en la cabeza, y el propio hombre se hizo una herida en el brazo. Aparte de esta locura de proclamarse don Sebastián, era un buen hombre de vida virtuosa, así que sería mucho más razonable culpar al cura por haberlo convencido de que dijera ser Sebastián de Portugal."
A la luz de estas revelaciones (que fueron denunciadas de inmediato como falsedades por los seguidores del acusado), el mercader calabrés a finales de abril de 1602 fue condenado de por vida a galeras, por impostor. Se le hizo desfilar por las calles de Nápoles a lomos de un burro y ataviado con un gorro de arlequín. Para sus seguidores, este trato no era más que una reedición del modo en que Jesús fue tratado en su camino al Calvario. De hecho, todas las descripciones posteriores de lo que le ocurrió están basadas exclusivamente en resúmenes escritos por sebastianistas, que no dejan de mencionar su actitud regia cuando fue atado al duro banco en la galera, la rapidez con la que todo el mundo lo reconoció como el verdadero Sebastián y el respeto que inspiraba en todo aquel que lo veía. Cuando su galera llegó a Cádiz, se dijo que nada menos que el duque de Medina Sidonia había bajado al puerto y lo había reconocido como el verdadero rey.
De repente, en enero de 1603, el remero desapareció del puesto que solía ocupar. ¿Había escapado? ¿O lo habían matado? Aquello resultó ser el final de la historia. La verdad era que la farsa inventada para desacreditar al pretendiente no había sido suficiente para acabar con la leyenda que personificaba. Algunos clérigos en Portugal continuaron participando en conspiraciones para apoyar su causa. Todo lo que consiguieron fue convencer al gobierno de España de que la pena de muerte sería un elemento más disuasorio, y en consecuencia sacaron de la galera al remero y lo llevaron a una prisión. También fueron arrestados dos curas en Portugal y conducidos a Sevilla para ser juzgados; allí fueron torturados y admitieron que habían andado en tratos con el demonio. Condenados a muerte, fueron excomulgados y colgados. El comerciante calabrés, que fue también torturado y admitió haber sido engañado por el demonio, fue condenado a la amputación de su mano derecha, y luego se le colgó el 23 de septiembre.
¿Fue Sebastián solo relevante como leyenda? Los historiadores podrían tal vez descubrir un día que se pueden contar algunas cosas positivas de él. Por ejemplo, que en 1572 el poeta Luís de Camões publicó su obra maestra Os Lusiadas, y dedicó el poema a Sebastián, que le valió una pensión real del joven rey. El hecho destacable, en cualquier caso, siempre será el desastre de Alcazarquivir. Como puede suponerse, la muerte del pretendiente no interrumpió el torrente de leyendas, que no desaparecieron del todo y se reavivaron cuando Portugal, medio siglo después, se liberó del dominio español.
La historia del rey que regresaría un día para salvar a su país quedó profundamente enraizada en la memoria histórica de los portugueses, a quienes esa leyenda les proporcionaba una esperanza que ninguna otra cosa podía darles.
En 1640 la leyenda sirvió para ayudar a los portugueses a liberarse de sesenta años de dominio de España.
Autor :Henry Kamen
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