Los visigodos fueron los primeros bárbaros en hacerse cristianos, pero su conversión desde el arrianismo fue un asunto arduo.
A principios del siglo IV, el Imperio Romano empezó a sentirse seriamente amenazado por el auge de los cristianos, cuya moral, creencias, sectarismo y modo de entender la vida y la muerte parecían incompatibles con las tradiciones y las leyes imperiales.
En marzo del año 304, Diocleciano intentó resolver el problema para siempre decretando la muerte de todos aquellos miembros de la secta que se negasen a abjurar. Aunque el decreto engrosó notablemente la nómina del martirologio cristiano, no contuvo su avance ; sólo nueve años después, Constantino promulgó la libertad religiosa en todo el Imperio y se hizo bautizar en la fe de Cristo.
En el siglo IV se produjeron las primeras conversiones masivas, pero la magnitud de la expansión cristiana facilitó que en algunas zonas surgiesen voces discordantes con una doctrina que ni siquiera estaba fijada por completo. Aunque los Padres de la Iglesia estaban en ello, la mayoría de los dogmas no habían sido formulados y la gente pensaba todavía por sí misma. Así que las desviaciones, herejías e interpretaciones sui géneris de las Escrituras brotaban por todas partes.
Entre los dogmas especialmente conflictivos destacaba el de la simultánea naturaleza una y trina de Dios, que topaba con la lógica más elemental: tres pueden reunirse en uno y uno puede dividirse en tres, pero ni tres es uno, ni uno es tres. Desde muy pronto, este artefacto mental suscitó distintas e intrincadas polémicas, y finalmente se convirtió en el estandarte herético que alzó a finales del siglo III un presbítero libio afincado en Alejandría, Arria, proclamando la supremacía del Padre (Summus Deus) sobre el Hijo, lo que significaba poner en duda la divinidad de Jesucristo.
Las nueve semanas que duró el primer concilio ecuménico del cristianismo, convocado por Constantino en su palacio de verano de Nicea -la actual lznik turca-, fueron de una virulencia dialéctica formidable. Los 300 obispos, incluído el hereje Arrio, acudieron a la cita presididos por el cordobés Osio y necesitaban alcanzar un acuerdo sobre la naturaleza de Jesucristo en relación al concepto de la Trinidad. ¿Era Jesús tan Dios como Dios, de acuerdo a la idea tradicional, o acaso era tan sólo la Primera de las Criaturas, una entidad intermedia entre Dios y los hombres, tal como defendían Arrio y sus seguidores? El propio emperador había encontrado un término capaz de armonizar los dos conceptos: homoousios, es decir, "consustancial". Cuando lo expuso, todos lo aceptaron excepto Arrio y dos de sus compañeros más fieles, que fueron excomulgados y desterrados. Aunque el arrianismo siguió vivo durante los tres siglos siguientes, se debilitó dividiéndose en tres sectas: los anomeos, los homeos, y los semiarrianos, todas ellas con diferencias de matiz.
Arria fue desterrado y excomulgado, y sus libros se quemaron públicamente. Pero esta represión por parte de quienes antes habían sido reprimidos, tampoco funcionó: el arrianismo se convirtió en una corriente herética fortísima, cuyo auge coincidió en el tiempo con la conversión y posterior invasión de los pueblos bárbaros.
Los primeros que se cristianizaron fueron los visigodos. Y no parece que fuese por convicción, sino por miedo a los feroces hunos asiáticos que acechaban sus tierras y amenazaron con exterminarlos si no las abandonaban. En 376, los visigodos prometieron al emperador arriano Valente que se harían cristianos si el Imperio les permitía cruzar el Danubio para ponerse a salvo, y su oferta fue aceptada por razones estratégicas. Valente decidió que era preferible integrar a los visigodos en la próxima e inevitable lucha imperial contra los hunos que dejar que fueran masacrados inútilmente al otro lado de la frontera, donde además se había formado una comunidad de bárbaros cristianizados por el obispo arriano Ulfilas que era un proselitista muy activo. Su tarea más acuciante fue fijar un alfabeto gótico, que aún no existía, y traducir la Biblia a aquella lengua. Al margen de su labor, el éxito de la herejía arriana entre los godos residió en que les resultaba más fácil aceptar un orden jerárquico en los cielos que la inefable consustancialidad de Padre e Hijo que proponía el Concilio de Nicea, convocado en 325 para contrarrestar la herejía.
De modo que la controversia espiritual entre arrianos y católicos no era cualquier cosa: se centraba nada menos que en la condición divina de Jesucristo.
Los visigodos que cruzaron los Pirineos a principios del siglo V eran arrianos; los hispanorromanos que los recibieron, católicos. Los visigodos constituyeron una oligarquía castrense que detentaba el poder, pero su fe era minoritaria. Y su estructura religiosa muy inferior en organización y número al bien asentado sistema clerical que encontraron en Hispania.
Así se explica el extraño fenómeno de que la religión de la casta dominante fuera derrotada finalmente por la de los sometidos, como se escenificó con la abjuración de Recaredo siglo y medio más tarde.
En aquella época confusa, la política estaba estrechamente ligada a la religión, y ésta última a la identidad. Durante los primeros decenios de dominio visigodo, ambos grupos humanos se mantuvieron socialmente separados, amparados tras las corazas de sus respectivas creencias. Los conquistadores fueron tolerantes con la religión de los conquistados y, excepto algunos incidentes violentos muy concretos, no intentaron obligarles a cambiar.
Sin embargo, pronto se planteó un problema de difícil manejo: los matrimonios mixtos. La ley visigoda prohibía las nupcias con romanos o romanas, pero dado que la inmensa mayoría de los invasores eran varones, de haber observado aquella ley racista se hubieran extinguido al cabo de una o dos generaciones. Desde luego, podían procrear con cualquier campesina, pero eso no garantizaba la legitimidad de su prole: un mestizo no era un visigodo completo, aunque además fuese arriano.
Por otro lado, los hispanos ricos e influyentes estaban dispuestos a entregar a sus hijas como esposas ante un altar, pero no como concubinas. El problema se arrastró -a base de conversiones de conveniencia y farsas matrimoniales- hasta que Leovigildo, casado con la hispanorromana Teodosia se atrevió a abolir la antigua ley.
Para comprender estos siglos oscuros ,sirven las ideas generales. Las condiciones de vida eran muy diferentes de unos lugares a otros de la Península, dependiendo de quién ejerciese localmente la autoridad civil y religiosa.
Ni siquiera las creencias eran uniformes, porque los hispanos también tenían sus herejes.
un clérigo gallego llamado Prisciliano habia promovido a mediados del siglo IV la corriente espiritual considera herética que propugnaba el ascetismo ,el celibato, el vegetarianismo, la renuncia al vino, la igualdad entre los sexos y el trato a los fieles sin privilegios por su estatus social.
Tras una vida llena de peripecias, Prisciliano fue ejecutado en Tréveris después de una larga tortura en la que no negó pecados tales como rezar desnudo, interesarse por opiniones heréticas y celebrar orgias con rameras. En realidad, el problema de fondo era que su doctrina chocaba con la oficial en asuntos tales como la naturaleza del alma y la no identificacionación absoluta de Cristo con Dios, lo que la ponía peligrosamente en contacto con la herejía arriana.
las diferencias entre hispanos y visigodos fueron limándose con el paso de las generaciones, y se produjo un curioso fenómeno de aproximación por los extremos de ambas sociedades ; los godos ricos imitaban a los hispanos, mientras que los hispanos ricos imitaban a los godos. El asunto religioso pasó de ser un carné de identidad a convertirse en un lastre insoportable para las relaciones de ambos colectivos.
El arrianismo, abandonado ya por otros pueblos bárbaros como los suevos y los burgundios, hizo crisis en el reinado de Leovigildo, quien tras sus victorias sobre los cántabros en el norte y contra los colonos bizantinos en el sur, ya no gobernaba como el jefe de un grupo de familias y tribus godas, sino como un verdadero monarca hispano.
La crisis se materializó con la rebelión de su hijo Hermenegildo, habido de la católica Teodosia, a quien su padre había confiado la gobernación de la Bética, la provincia donde el catolicismo era más acendrado y los estamentos clericales más poderosos. Desde su feudo de Sevilla, Hermenegildo se declaró católico y se alzó contra Leovigildo, arrastrando en su sedición a las principales ciudades andaluzas.
Entonces el padre marchó contra el hijo y se desencadenó la primera guerra civil en suelo hispano, que terminó cinco años más tarde cuando Leovigildo envió a un sicario llamado Sisberto, jefe de su guardia, para asesinar a Hermenegildo, refugiado a la sazón en Valencia.
Unos meses más tarde murió también Leovigildo y subió al trono el segundo hijo habido con Teodosia, Recaredo, que había tenido tiempo para preparar su plan de gobierno mientras su padre y su hermano se hacían la guerra.
Antes de acabar el primer año de reinado, convocó una asamblea mixta de obispos católicos y arrianos cuyas discusiones teológicas escuchó con paciencia. Fue, en realidad, un acto protocolario que le sirvió de tanteo para calibrar el alcance de su plan entre los visigodos más conservadores. Tras la asamblea, Recaredo manifestó haberse convencido de que las tesis católicas eran las correctas, y, en consecuencia, anunció su decisión de abrazar el catolicismo y resolver el viejo litigio de las propiedades eclesiásticas católicas que habían pasado a manos arrianas, devolviéndolas a sus primitivos dueños.
También declaró su intención de erigir nuevos templos católicos, el primero de los cuales, Santa María de Toledo, fue consagrado a su nombre y con la asistencia de su real persona.
Aquello era una provocación en toda regla para el ala dura de la sociedad visigoda, y logró su propósito: que los arrianos más exaltados diesen la cara.
En Mérida, el obispo arriano Sunnila convenció a tres cómites (de donde procede nuestra palabra conde), llamados Witerico, Wakrila y Segga, para alzarse contra el rey apóstata. Pero la rebelión, contra la que el rey estaba prevenido de antemano por Witerico, fue sofocada a las primeras de cambio y los rebeldes, detenidos.
Para demostrar que el soberano era justo y, a la vez, magnánimo, las penas para los cuatro rebeldes fueron muy diferentes. El obispo obtuvo el indulto, pero prefirió el destierro y marchó al África para evangelizar Mauritania. El traidor Witerico recobró su puesto -aunque tardó 15 años en lograrlo- y Wakrila obtuvo el perdón del monarca por razones desconocidas. En cambio, al irredento Segga se le cortaron las manos y se le confinó de por vida en Galicia.
Cuando quedó claro que no habría más movimientos sedicioso-religiosos, Recaredo dio el gran salto adelante y convocó para el 6 de mayo de 589 un concilio al que invitó a todos los obispos del reino, católicos y arrianos. El concilio, tercero de los que se habían celebrado en Toledo, estaba pensado para escenificar la derrota completa y definitiva del arrianismo. De los 66 obispos que acudieron de todas partes de Hispania, sólo ocho se declararon arrianos, lo que puso de manifiesto cuán minoritaria era a esas alturas la antigua fe visigoda. Todos ellos abjuraron públicamente de su fe ante la familia real y la corte en pleno, y a continuación firmaron un documento en el que se proclamaban católicos. La mayor parte procedían de Galicia y Portugal, pero también firmaron Ubigisclo de Tortosa, Ugnas de Barcelona Murila de Palencia.
De la rendición incondicional del arrianismo y de la extinción del priscilianismo no hay que deducir automaticamente que toda la Península fuese católica. Las ciudades eran una cosa y el medio rural otra muy distinta .Había territorios en el norte que ni siquiera habían sido romanizados, o lo habían sido muy débilmente .
Parece que las tribus vasconas se mantuvieron sólidamente paganas durante toda la dinastía visigoda, y habia una multitud de áreas poco accesibles en las que ni siquiera había penetrado la romanización, cuanto menos el cristianismo que ésta trajo aparejada. En ellas se vivía aún bajo las viejas costumbres anteriores a roma , en cuyas trazas habían pervivido algunas interpretaciones autóctonas del cristianismo, como la de Prisciliano. Así podría deducirse por la acusacion que se hizo a éste de celebrar ritos nocturnos en que los fieles danzaban a la luz de la luna. Tres siglos antes, Estrabón había dejado escrito que los iberos adoraban a un dios sin nombre para el que bailaban en los umbrales de sus casas las noches de luna llena.
Las pequeñas colectividades en las que no había penetrado el cristianismo o en las ,que tras haber sido rechazado o ignorado, mantenían tenazmente sus costumbres, fueron demonizadas y proscritas por los sucesivos concilios de la flamante Iglesia Católica visigoda. Se perseguía a los que veneraban a las piedras o a los árboles, a quienes encendían hogueras en las encrucijadas y a quienes practicaban ensalmos o celebraban ritos nocturnos.
De ahí se nutrió el acervo de tantos desgraciados y desgraciadas: hechiceros, brujas, magos, lamias, xanas, meigas y adoradores del diablo en general, que se consumieron en las hogueras medievales.
El poder de la nueva Iglesia Católica visigoda creció entonces como nunca. Si aquella era ya una sociedad más religiosa que civil, los monarcas que siguieron a Recaredo la clericalizaron hasta el punto de que nuestros mejores informes son las actas de los concilios.
Los detalles rituales y sacramentales adquirieron una gran importancia.San Leandro, agobiado por las dudas, escribió al papa Gregario para pedir una solución a las abluciones bautismales. Los arrianos hacían tres, y los católicos sólo una. Pero ya que en el resto del orbe católico se realizaban ahora tres abluciones, Leandro se preguntaba si los hispanos debían continuar con su tradición o adoptar la costumbre común. Gregario le tranquilizó: con una ablución se glorificaba la unidad de Dios; con tres, se glorificaba a la Trinidad. Pero ya que Dios era uno y trino, en el fondo daba lo mismo.
El estamento eclesiástico se feudalizó en manos de la aristocracia visigoda que copó las sedes obispales y la compraventa de dignidades, los episodios de crueldad y codicia eran corrientes. Muchos sacerdotes ejercían su ministerio como sayones del obispo turno, y su labor se parecia más a la de un implacable recaudador de impuestos que a la de un pastor de almas. El depauperado campesino estaba a veces abocado a vivir en la miseria para sostener el esplendor que rodeaba a su obispo. Cuando las cosechas habían sido malas y el fruto de las requisas no había alcanzado un nivel satisfactorio, los sacerdotes robaban y saqueaban cuanto podían hasta cumplir la cuota exigida por el obispo.
La nueva situación no puso en peligro el predominio militar y económico visigodo porque su aristocracia se hizo cargo de las sedes episcopales más ricas, como revelan los nombres germánicos de los obispos firmantes de los sucesivos concilios. Poco a poco, la estructura clerical se fue desmoronando. Los campesinos eran esclavos en manos de los clérigos, que a su vez lo eran de los obispos. En el siglo VII, la situación era escandalosa. Pero todo cambiaría con la llegada a Hispania de una nueva religión cuyo profeta predicaba por entonces en Arabia.
alberto porlan
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