-195 a.C : Hispania un producto de Roma

Era casi inevitable. Sólo quedaban ellos en el Mediterráneo, romanos y cartagineses, pero el Mediterráneo no era suficiente para contenerlos. Sucesivos tratados comerciales no lograron atemperar el creciente antagonismo de los colosos, que desembocó, primero, en guerra fría y, después, en guerra caliente

La primera guerra púnica.Durante veintitrés años, entre —264 y—241, romanos y cartagineses se enfrentaron por tierra y por mar. Es admirable que los romanos, pueblo de campesinos sin tradición naval, fuesen capaces de improvisar una escuadra de guerra copiando una nave enemiga que encontraron varada en una playa. Más admirable todavía es que venciesen en algunas batallas navales y que finalmente se alzaran con la victoria.

Los términos de la rendición fueron severos: Cartago cedía Sicilia y Cerdeña, desarmaba su escuadra y se obligaba a satisfacer una crecida indemnización. El Mediterráneo iba camino de ser el Mate Nostrum (nuestro mar) de los romanos.Los humillados cartagineses decidieron compensar la pérdida de sus bellas islas conquistando España. Además, de alguna parte tenían que sacar oro y plata, que necesitaban para pagar las indemnizaciones.

Más les valía explotar a fondo y directamente las minas de Cartagena y sierra Morena. El prestigioso general Amílcar Barca desembarcó en Cádiz y, alternando hábilmente la diplomacia con la guerra, consiguió dominar a los desunidos indígenas tras siete años de dura campaña. Cuando ya había vencido a los últimos resistentes peligrosos, los caudillos celtas Indortes e Istolacio, se ahogó en un río durante una escaramuza.

Sus hijos Asdrúbal y Aníbal Barca proseguirían su obra.Los Barca demostraron ser tan buenos administradores como generales. En unos años, racionalizaron la explotación de las minas, mejoraron las conserveras de pescado y optimizaron, como se dice ahora,el sector del esparto. Eran empresarios modernos, que aportaban nueva tecnología: ingenieros griegos a pie de obra diseñando nuevos aparatos y esclavos africanos picando en lo profundo de los pozos. El país se puso a producir para Cartago, y los jefes indígenas, como obtenían su rebanada de ganancias, colaboraron de buena gana.

En —226, Asdrúbal logró que los romanos accedieran a ampliar la zona de influencia cartaginesa,que apenas sobrepasaba Cartagena, hasta la línea del Ebro. De este modo, Cartagena quedó en una posi-ción central, tan buena para dirigir los asuntos de África como los de España. El negocio marchaba viento en popa, pero cuando Asdrúbal comenzó a acuñar monedas con su efigie, los acaudalados senadores de la república de Cartago se estremecieron detrás de sus cajas registradoras: ¡parece que el general va camino de ser rey! Nunca llegó a coronarse: un esclavo lo asesinó durante una cacería, aparentemente para vengar la ejecución de su amo. ¡Vaya usted a saber!

Quedaba Aníbal, el famoso Aníbal, que a sus veintiún años ya había probado su habilidad como general y como diplomático. Él proseguiría la obra de los Barca.

Aníbal continuó ampliando la empresa. Alternando zanahoria y estaca, como había aprendido de su padre, sometió las tierras de Levante hasta el Ebro, donde terminaba la zona de influencia cartaginesa reconocida por Roma. En esta campaña destruyó, después de un enconado asedio de ocho meses, la ciudad de Sagunto, hoy Murviedro (Valencia).Roma había suscrito un tratado de amistad con Sagunto (a pesar de que estaba enclavada en territorio de influencia cartaginesa). Como era de esperar, especialmente porque se veía venir desde que la facción más belicista obtuvo la mayoría en el Senado romano, Roma declaró la guerra a Cartago.

A los lectores que peinen canas, o ni eso, les resultará muy familiar el nombre de Sagunto, y lo asociarán al de Numancia, otra ciudad cuya población prefirió suicidarse en masa antes que rendirse a los romanos en —133.

ambas gestas fueron mitificadas en los tiempos de Franco como gloriosos monumentos de la fidelidad hispánica y de la fiereza indomable del pueblo español. Como para muestra valía un botón, sólo se promocionó la imagen fiera de esas dos poblaciones, con olvido de otras que las igualaron y hasta las superaron en heroísmo. Por ejemplo, los habitantes de Astapa, hoy Estepa, municipio sevillano famoso por sus mantecados navideños, también prefirieron destruir la ciudad y suicidarse en masa antes que rendirla a Roma. La admirable hazaña de la Numancia celtíbera, cuyos defensores llegaron a alimentarse con carne humana, fue incluso superada en Calagurris, hoy Calahorra, donde, además, salaron la carne humana para comerla en conserva.

regresemos ahora junto a Aníbal, al que dejamos conquistando Sagunto.No le sorprendió al cartaginés la declaración de guerra de Roma. De hecho, los dos países llevaban años preparándose para esa guerra, porque Cartago quería la revancha y Roma estaba preocupada por el rearme de su rival y la pujanza que había alcanzado.

Roma decidió aplastar el nuevo poderío cartaginés y escogió Hispania como propicio escenario de la guerra. Italia quedaba a salvo, defendida por una potente escuadra. Pero Aníbal se les adelantó, mostrándose como uno de los mayores estrategas de todos los tiempos: en lugar de embarcar su ejército, como esperaban, lo llevó por tierra, elefantes de guerra incluidos, a través de los Alpes nevados, una hazaña impensable, e invadió Italia por el norte, donde menos esperaban un ataque.

Los romanos le salieron al encuentro con ejércitos superiores, que Aníbal derrotó sucesivamente. En la cuarta batalla, la de Cannas,Roma puso toda la carne en el asador.Todavía hoy, en las academias militares de todo el mundo, a los oficiales instructores se les dilata el esfínter cuando explican la estrategia de Aníbal en Cannas.

El astuto cartaginés, al que ya quisieran parecerse todos ellos, llegaba con un ejército bastante mermado. No obstante, en contra de todas las normas,dispuso a sus peores tropas en el centro de la línea, donde el combate sería más enconado. Tal como había previsto, el centro cedió terreno ante el empuje enemigo, y cuando los confiados romanos profundizaron en la bolsa resultante, la cerró por sus flancos y atacó la retaguardia romana con su ágil caballería. Los romanos quedaron apelotonados en el centro del campo, estorbándose unos a otros, sin espacio para maniobrar. Fue, quizá, la más brillante batalla de todos los tiempos: cincuenta mil muertos, y el ejército romano prácticamente aniquilado.

Por cierto, los elefantes que Aníbal llevó a Italia eran de la especie Loxodontia africana,variedad Cyclotis,de pequeña alzada (apenas 2,35 metros). Entonces abundaban en el norte de África, desde Túnez hasta Marruecos, pero los explotaron tanto en la guerra y en los circos que la especie acabó por extinguirse.El otro elefante africano, el que vemos en los zoológicos y en las películas de Tarzán, el de las estepas del África Negra, es mucho mayor, hasta 3,40 metros.

Los romanos, repetidamente vencidos, mostraron entonces su mejor virtud ; el tesón y la constancia.Resistieron en Italia como mejor pudieron y devolvieron los golpes en España, que era la despensa de Aníbal y su punto débil. Aquí derrotaron a Asdrúbal, otro hermano de Aníbal, aniquilaron los refuerzos que proyectaba enviar a Italia, conquistaron Cartagena y se aliaron con caudillos indígenas para arrebatar toda la provincia a los cartagineses.

Los iberos no advirtieron que aquellos romanos que los ayudaban a sacudirse el yugo cartaginés les iban a imponer otro aún más pesado y, además, definitivo, aunque también es cierto que Roma los desasnó. Vaya lo uno por lo otro.

Al final, sólo les quedó a los cartagineses su tierra africana y un ejército cada vez más inoperante y débil en Italia, ya sin fuerzas para conquistar Roma. Aníbal comprendió que había perdido la partida y regresó a casa. Pasaba a la defensiva. Escipión, el general romano que había arrebatado a Cartago su provincia española, desembarcó en África y derrotó a Aníbal en Zama.Los vencedores impusieron a Cartago una rendición suficientemente onerosa como para asegurarse de que ya nunca levantaría cabeza. No obstante, medio siglo después, cuando les pareció que, a pesar de todo, la vieja rival se estaba recuperando, deportaron a su población e incendiaron la ciudad. Cartago ardió durante diecisiete días. Sus ruinas fueron arrasadas,y sus campos y huertas sembrados de sal.

Como escribió Tácito, el gran historiador romano, «es propio de la naturaleza humana odiar al que se ha ofendido».Roma ocupaba las ciudades, los trigales, los olivares y las minas cartaginesas en Andalucía y Levante.

Al término de la guerra se planteó el arduo dilema: devolvemos todo esto a los indígenas, como les prometimos, o nos lo quedamos. Naturalmente, se lo quedaron. Al fin y al cabo, aquella tierra soleada y rica era su botín de guerra.

El Senado no se quebró la cabeza a la hora de buscar un nombre apropiado para las nuevas provincias. Dividieron la Península en dos sectores confusamente delimitados y las denominaron «la de acá» y «la de allá» (Citerior y Ulterior).El Imperio romano estaba todavía en pañales. Faltaban tres siglos y mucho camino por recorrer para que se extendiera desde Alemania al Sahara y desde Portugal a Siria y agrupara bajo sus fronteras a más de cien pueblos.Por lo pronto, en España, la plata, los trigales verdes y el garum eran ya romanos, pero como no hay rosa sin espinas los incivilizados celtíberos y lusitanos del interior también codiciaban aquella riqueza.

Desde siglos atrás habían tomado la casi deportiva costumbre de entrar a saco de vez en cuando en los ricos valles del Ebro y del Guadalquivir. Naturalmente, los romanos no podían consentir que unos salvajes vinieran a robarles la hacienda. Por lo tanto, establecieron una serie de puestos militares avanzados para prevenir y detener aquellos ataques. Lo malo fue que los incorregibles celtíberos también hostigaban a estas avanzadas. Entonces, los romanos optaron por métodos más contundentes y lanzaron expediciones de castigo contra las tribus del interior. Fue otra conquista del salvaje Oeste.

El valor indómito de los indígenas se estrelló contra la disciplina y la táctica superiores de los invasores. Las legiones romanas eran ya aquel formidable instrumento militar cuya eficacia no ha sido igualada jamás por ningún otro ejército. El establecimiento de guarniciones y campamentos permanentes fue otra forma de conquista y colonización, que, a la postre, fue asimilando a la cultura romana el interior de la Península. Así surgieron ciudades tan prósperas como Mérida, Zaragoza, Astorga y Lugo.

En las sucesivas guerras de conquista, lusitanas y celtibéricas, primero,y cántabras, después, los gobernadores y generales romanos perpetraron a veces grandes canalladas, y el Senado romano dio muestras de notable desvergüenza en la vulneración de los tratados y capitulaciones que sus subordinados en apuros pactaban con los caudillos indígenas.

Por ejemplo, un gobernador, un tal Galba, prometió repartir tierras a ciertas tribus lusitanas si deponían las armas. Cuando las tuvo desarmadas y a su merced las pasó a cuchillo. El famoso caudillo Viriato, uno de los pocos que lograron escapar de esa matanza, se convirtió en jefe de la resistencia y hostigó con éxito a los ocupantes, hasta que fue asesinado por tres de sus hombres,vendidos a Roma.

En el curso de estas feroces campañas ocurrieron episodios tan sonados como el asedio e inmolación de Numancia.Numancia resultó un hueso tan duro de roer que Roma encomendó su conquista a su mejor general,Cornelio Escipión, quien tuvo que emplearse a fondo para someterla. Los romanos sitiaron la ciudad y la rodearon con una muralla, para evitar que recibiera auxilios externos. Numancia se rindió por hambre después de quince meses de asedio. La versión patriótica, basada en textos de Floro y Orosio, sostiene que los numantinos prefirieron prender fuego a su ciudad y suicidarse en masa antes que entregarse, pero se hará bien en conceder mayor crédito a Apiano, según el cual, la heroica ciudad, ya agotada, abrió las puertas al romano. Escipión la trató con ejemplar dureza, para que sirviera de escarmiento a otros pueblos levantiscos: vendió como esclavos a los supervivientes y repartió las tierras entre las tribus vecinas aliadas de Roma.Las ruinas de la famosa ciudad celtíbera bien merecen una visita.

Están sobre una colina cercana a la ciudad de Soria y se accede a ellas por cómoda carretera, que conduce a un pequeño museo, en el centro mismo de la excavación. Numancia tenía forma elíptica, con dos calles principales, que la cruzaban paralelamente en la dirección del eje mayor, y hasta doce secundarias en el sentido del menor. Las calles estaban ingeniosamente orientadas para evitar los helados vientos del norte. Las casas, construidas con adobe otapial, sobre zócalo de piedra, eran rectangulares. Un hogar en el suelo servía para guisar y caldeaba la vivienda. Algunas disponían de bodega subterránea para guardar los alimentos.

Algunos arqueólogos señalaron que unos círculos de piedras hallados extramuros de Numancia, en la ladera del cerro, eran los lugares donde se exponían a los buitres los cadáveres de los muertos en combate.Todo podría ser.Cayó Numancia,y cayeron igualmente otras tribus y poblados rebeldes.

En poco más de cincuenta años, Roma se adueñó de toda la Península. Sólo quedó libre una delgada franja norteña, habitada por cántabros, astures y vascones, que no se incorporaría al Imperio hasta el siglo siguiente.

Roma había extendido su dominio por todo el contorno mediterráneo. La oligarquía aristocrática que controlaba el Senado se había enriquecido con los botines de las guerras, pero el pequeño campesino y el artesano se arruinaron al no poder competir con la mano de obra esclava que aportaban las conquistas.

Las tensiones sociales se polarizaron en dos partidos políticos, los populares y los optimates: es decir, izquierdas y derechas, lo de siempre.

El enfrentamiento entre populares y optimates desembocó en guerras civiles y sangrientas alternancias de poder, que repercutieron también en las provincias. Cuando el dictador Sila conquistó el poder, muchos caudillos populares tuvieron que huir de Roma para salvar la vida, entre ellos Quinto Sertorio, que se refugió en España.Sertorio estaba dispuesto a resistir. Era un hombre hábil, que supo atraerse a los indígenas, cada vez más romanizados.

Incluso recurrió a la argucia de hacerles creer que los dioses estaban de su lado y lo aconsejaban por medio de una cierva amaestrada, con la que conversaba cada tarde en un claro del bosque. Los hispanos, acostumbrados como estaban a padecer codiciosos funcionarios romanos que aprovechaban el cargo para enriquecerse, quedaron encantados con aquel romano honrado y tolerante, que rebajaba los impuestos y respetaba las costumbres del país.

También nombró un gobierno en el exilio con su Senado y sus instituciones, y hasta fundó una especie de universidad en Osca (Huesca) para educar en la cultura romana a los hijos de los caudillos hispanos.Al mismo tiempo, le servían de rehenes y garantizaban la lealtad de sus padres, claro.No tuvo suerte Sertorio. La empresa que se había propuesto era demasiado ambiciosa para sus débiles fuerzas.

Durante un tiempo, se mantuvo firme, e incluso sus tropas celtíberas y lusitanas derrotaron a algunos ejércitos enviados por Roma; pero luego sus asuntos se torcieron, muchos de sus partidarios desertaron y uno de sus hombres de confianza lo asesinó durante un banquete. Su guardia personal, formada por hispanos, se suicidó en el acto, según la tremenda costumbre del país.

El vencedor de Sertorio fue Pompeyo. Era un hombre magnánimo e inteligente este Pompeyo. En lugar de crucificar a los caudillos indígenas derrotados, les devolvió la libertad y los trató con magnanimidad. Ellos, vivamente impresionados por tan inesperada generosidad, le quedaron agradecidos de por vida.

Cuando Pompeyo regresó a Roma, dejaba atrás una fidelísima clientela, que iba a necesitar más adelante.Quizá Pompeyo las veía venir. Porque el viejo y enconado contencioso entre optimates y populares distaba mucho de quedar zanjado con la derrota de Sertorio.

Al poco tiempo, se reprodujo, esta vez con un formidable campeón al frente del bando popular: Julio César.Nuevamente, la Península representó un papel esencial en el conflicto. Los indígenas quizá ya va siendo hora de que los denominemos hispanorromanos tornaron a dividirse en dos bandos, los unos por César, y otros, los más numerosos, por Pompeyo.La guerra se riñó por todo el Imperio, en Grecia, en África y en España.

César derrotó por doquier a los pompeyanos, pero no pudo disfrutar largo tiempo de su victoria: un grupo de senadores conjurados lo asesinó en Roma . Es la famosa escena en que el gran César, al ver que entre sus asesinos figura su presunto hijo Bruto, de cuya fidelidad nunca se le hubiera ocurrido dudar, le reprocha «Tú también, Bruto,hijo mío», y asqueado del mundo, renuncia a defenderse. Se cubrió romanamente la cabeza con la toga y se entregó dócilmente a los puñales.César murió, pero su magna obra perduró porque su heredero y sucesor, el emperador Augusto, realizaría sus ambiciosos planes.

Augusto no era hombre de guerra, sino, más bien, un oficinista bajito y enfermizo, propenso a los enfriamientos, pero en la invencible Roma, regida desde hacía casi un siglo por generales victoriosos, se esperaba que el heredero de César revalidase su nombramiento con alguna hazaña militar. Augusto, en el trance de cumplir con el trámite, escogió la zona de Hispania que faltaba por conquistar, la cornisa cantábrica,aquel húmedo y montuoso territorio de los astures y los cántabros. No era lerdo el perillán: a cambio de un simulacro de guerra, que sería más bien una operación de policía, se adueñaba de una comarca cuyas riquezas auríferas cubrirían sobradamente los gastos de la campaña. La guerra duró diez años y, contra todo pronóstico, fue tan sangrienta que se zanjó con el virtual genocidio de los nativos. «Clavados en la cruz, morían entonando himnos de victoria», escribe Estrabón de aquellos bravos e irreductibles cántabros(y astures, no quisiera herir el ego patriótico de ninguna autonomía dejando razas en el tintero; si alguna se me pasa, considérese incluida).Roma impuso la paz de los cementerios. Durante los siglos siguientes se dedicó a extraer oro tan concienzudamente que álteró por completo el paisaje en la región leonesa de las Médulas de Carucedo,donde el mineral se explotaba a cielo abierto, a veces por el expeditivo procedimiento de desviar ríos para que inundaran las galerías,arrastraran la tierra y dejaran al descubierto el mineral.

Roma enviaba a sus provincias hispánicas numerosos colonos y funcionarios. Por otra parte, muchos soldados romanos se casaban con hispanas, y los guerreros hispanos se alistaban por decenas de miles en el ejército romano: comida sana y abundante, soldada segura, un porvenir. La Península terminó por aceptar las costumbres y el modo de vida romano. Quizá sea más exacto denominarlo helenístico,porque los romanos, a su vez, habían imitado los modelos griegos, unos pueblos de cultura superior a los que también habían conquistado.

El estilo de vida romano—helenístico, que se extendía por todo el Imperio, se basaba en la ciudad (civitas) como elemento civilizador. La ciudad era un núcleo urbano independiente, regido por un ayuntamiento o senado, sujeto a leyes precisas, con territorio y recursos propios de aprovechamiento comunal, con una estructura económica compleja y una organización social que integraba a los ciudadanos en un marco jurídico avanzado, superando las limitaciones del marco tribal anterior.

Los romanos habían encontrado en España pocas ciudades dignas de tal nombre: sólo las de la costa mediterránea, casi todas de origen fenicio. Augusto concedió títulos de coloniae(colonias) y municipia (municipios) a muchas otras.

La colonia era ciudad de nueva creación, cuyos primeros pobladores eran a veces colonos llegados de roma, generalmente soldados veteranos a los que se recompensaba con lotes de tierras. Los municipios, por el contrario, eran poblaciones indígenas que recibían la consideración de ciudad.En los dos casos, el gobierno municipal dependía de una asamblea de ciudadanos con derecho a voto,entre los que se elegían los dos alcaldes(duumviri)y los concejales(aediles y quaestores).
Los cargos eran anuales, y sus aspirantes debían cortejar al electorado con banquetes y promesas.Un poco como ahora.

Las ciudades romanas de nueva planta presentaban un trazado racional. Eran cuadradas o rectangulares, con una serie de calles que se cortaban en ángulo recto, con sus plazas y espacios públicos. Las dos calles principales, más anchas, se cruzaban en el centro, sobre la plaza mayor porticada(forum maximum),en torno a la cual se alzaban los edificios públicos, templos, termas, mercado, etcétera. En las ciudades importantes había un teatro semicircular, al aire libre, y un anfiteatro, elíptico, cerrado, donde luchaban los gladiadores.

La casa romana, a la que todo ciudadano acomodado aspiraba, era un edificio cuadrangular, sin ventanas a la calle, con estancias abiertas a un patio central columnado del que recibían luz y ventilación. A menudo había otro patio trasero, más amplio, ajardinado. Es lo que hoy vemos en la casa andaluza con patio, de Córdoba o Sevilla, a veces erróneamente llamada casa árabe.

Los árabes se limitaron, como en tantas otras cosas, a reproducir los modelos romanos que encontraron en las tierras que conquistaban.La decoración de la casa romana resultaba un poco abigarrada para el gusto moderno. Las paredes solían decorarse con pinturas murales de vivos colores o con tapices, y los suelos se cubrían de mosaicos formados por diminutas piedrecitas de colores. En contraste, no había más muebles de los necesarios: camas, mesas, sillas.

Los hispanos acomodados aprendieron a comer a la griega, recostados en una tarima de tres plazas (triclinium),con el codo apoyado en un cojín.En la ciudad romana había tiendas, almacenes, posadas, bibliotecas y todos los servicios necesarios.No faltaban médicos, boticarios, carpinteros, abogados, alfareros, profesores, herreros, músicos y artistas,ni tabernas y prostíbulos, cada cual con el indicativo propio de lo que ofrecían. Y recaudadores de impuestos.
El equivalente al casino o al club social moderno eran las termas. Además de su higiénico cometido,estos baños públicos (a menudo, construidos y decorados con gran lujo, para prestigiar la ciudad) eran mentidero, casino, barbería, sala de masajes, centro cultural y polideportivo. El usuario de las termas pasaba por cuatro salas sucesivas: la primera era una especie de sauna en la que sudaba(sudarium); en la segunda,se daba un baño caliente(caldarium); a continuación, rebajaba su temperatura en la sala templada(tepidarium),antes de bañarse en agua a temperatura normal en el frigidarium.Las termas,y algunas casas especialmente lujosas, disponían de ingeniosos sistemas de calefacción, que hacían pasar el aire caliente procedente de las calderas por canalizaciones dispuestas bajo el suelo y a través de los muros.

Los excelentes ingenieros romanos no se arredraban ante las dificultades técnicas. Todavía nos admiramos ante obras como el puente de Alcántara (Cáceres), el acueducto de Segovia y el faro de La Coruña, llamado Torre de Hércules. Una de las grandes ventajas del carácter autonómico del municipio romano era que los políticos que querían contar con el favor de sus votantes tenían que embarcarse en ambiciosas obras públicas: fuentes, plazas, cloacas, ,letrinas, calzadas, sistemas de irrigación, puertos e incluso complejos sistemas de drenaje para desecar zonas pantanosas. También el poder central sabía financiar las obras necesarias cuando era menester.

Las ciudades estaban unidas por una considerable red de carreteras, tan excelentemente construidas que algunos tramos todavía se usan como caminos vecinales. Todo el Imperio, hasta sus últimos confines,estuvo recorrido por estos caminos, que favorecían el tráfico de viajeros y mercancías y permitían el rápido desplazamiento de tropas.

Una idea copiada por el plan de autopistas de Hitler, aunque su «imperio de los mil años» fue más efímero que el romano. El viajero que recorría una calzada romana encontraba una piedra miliar con su número cada 1470 metros. Si no iba provisto del itinerario (equivalente a nuestro mapa de carreteras), podía calcular la distancia hasta la siguiente venta (mansio).

La Vía Augusta, que remontaba el Guadalquivir para enlazar con Levante y proseguir la costa mediterránea hasta Roma, estaba adornada con monumentos tan espléndidos como el arco de Bará, en Tarragona. La llamada Vía de la Plata enlazaba Galicia con Cádiz, pasando por Salamanca y Mérida. De ella partía un ramal que discurría por León, Castilla y el valle del Ebro hasta Tarragona,y otro que pasaba por Toledo y enlazaba con la Vía Augusta a la altura de Valencia.
Finalmente, la Vía Hercúlea, bordeaba la costa de toda la Península, de Galicia a Levante, donde enlazaba con la Vía Augusta. Consecuencia del centralismo imperial: todos los caminos conducían a Roma.

Augusto, además de impulsar la red de carreteras, organizó nuevamente la Península y dividió en dos la provincia Ulterior: la Bética, con capital en Córdoba, y la Lusitana, con capital en Mérida. La antigua Citerior mantuvo su capital en Tarragona

Roma trataba a las ciudades como a los individuos. Casi todas eran estipendiarías(stipendiariae),es decir, sujetas a tributo en dinero, especie o servicios. Las celtíberas solían pagar en cabezas de ganado o en productos manufacturados locales; por ejemplo, las capas de lana, llamadas sagum,lejano antecedente de la prieta capa zamorana, muy apreciadas en Roma.
Junto a las ciudades contribuyentes existieron otras, pocas, federadas y libres, que disfrutaban de exención tributaria (Cádiz, Málaga, Tarragona). Era el premio por haber ayudado a Roma en momentos de apuro o por haberse mostrado particularmente sumisas.

También las personas estaban divididas en dos grandes categorías: esclavos(servi) y libres(ingenui).
Los libres se subdividían en tres grupos: los que no tenían ningún derecho (que eran casi todos los indígenas o incolae);los que tenían derecho de ciudadanía itálica (un premio otorgado a los aliados de Roma), y los que disfrutaban de plena ciudadanía romana, por lo general comerciantes, recaudadores, técnicos y soldados de origen romano.

La ciudadanía romana confería pleno derecho a votar o a ser elegido para desempeñar puestos oficiales, lo que comportaba sustanciosas ventajas fiscales y jurídicas.Al principio, la inmensa mayoría de la población hispana estaba constituida por indígenas libres y desprovistos de derechos de ciudadanía, pero luego, a partir de las reformas de Augusto, el número de ciudadanos(cives)creció, por concesiones a la aristocracia indígena y a los que prestaban servicios a Roma.

Como la ciudadanía romana era hereditaria, se fue extendiendo y, al poco tiempo, amparó a casi toda la población. En el año 70, el emperador Vespasiano concedió la ciudadanía latina a todos los españoles libres. La antigua barbarie dio paso a una forma más civilizada de vida y a la adopción de costumbres romanas; incluso los idiomas vernáculos se olvidaron, y los españoles aprendieron a hablar latín, aunque con un acento peculiar, que a los romanos les resultaba muy gracioso.

El futuro emperador Adriano, recién llegado de España, intentó hacer un discurso en el Senado, y en cuanto abrió la boca, sus colegas se desternillaronde risa. Vaya usted a saber cómo sonaba aquel latín que Cicerón describe como «pingue atque peregri-num», es decir, gangoso y extraño.De los actuales idiomas españoles, el castellano, el catalán y el gallego descienden de aquel latín que aprendieron nuestros antecesores. De lo que se hablaba antes de la llegada de los romanos sólo ha sobrevivido el vascuence.

Había mucho tráfico de esclavos en el Imperio romano. Los esclavos eran prisioneros de guerra o hijos de otros esclavos que algún día fueron prisioneros de guerra. Algunos pertenecían al Estado o a los ayuntamientos, pero la mayoría eran de propiedad privada. Especialmente apreciados (y caros) eran los esclavos griegos empleados por familias pudientes, como médicos, pedagogos, contables y administradores, a los que sus dueños trataban con amistosa deferencia. Los de propiedad estatal solían ser poco cualificados y vivían en peores condiciones, a menudo dedicados a trabajos agotadores o insalubres. Sólo en las minas de Cartagena llegó a haber cuarenta mil esclavos estatales. Los que labraban los latifundios andaluces se calculan en doscientos mil. Casi todos eran extranjeros porque los romanos procuraban deportar a los esclavos para que, al apartarlos de sus lugares de origen, se acomodaran mejor al cautiverio. Esto explica que en las lápidas sepulcrales de esclavos y libertos halladas en España abunden los nombres foráneos,mientras que las de los esclavos españoles aparecen en países lejanos.

La romanización acabó con las precarias economías de autoabastecimiento indígenas e impuso una agricultura basada en el cultivo racional de la llamada tríada mediterránea: el aceite, el trigo y el vino. Junto con los metales y la salazón de pescados, fue la gran aportación española a Roma. El aceite de Andalucía competía ventajosamente con el italiano y se exportaba junto con el trigo en esas ánforas en forma de estilizada peonza que vemos en los museos o decorando las paredes de las tabernas marineras.
La proyección inferior estaba destinada a clavarse en el lastre de arena que cubría el fondo de la bodega de los navíos mercantes. Una vez vaciadas en los almacenes del Tíber, estas vasijas se rompían, y los tiestos se arrojaban a un descampado cercano, en el que se fueron acumulando hasta formar un verdadero monte de cincuenta y cuatro metros de altura y un kilómetro de contorno, el Testaccio (de testae,«tiesto»), que hoy se integra en el caserío romano, no lejos de la Puerta de San Pablo.

Casi todas las ánforas del Testaccio llevan sellos identificativos que señalan su origen español,antes de que la competencia del aceite barato y de peor calidad del norte de África amenazara el mercado andaluz. Ya se ve que la decadencia del Imperio romano tuvo también su capítulo gastronómico.Y junto al aceite, el trigo. Prácticamente todo el trigo de Roma (y necesitaba mucho porque era el producto básico que repartía la seguridad social a una muchedumbre de desempleados) procedía de Egipto, de Sicilia y de la meseta y el sur de España.Donde el terreno lo permitía se instalaron grandes fincas explotadas desde villae,remoto antecedente del cortijo andaluz y también, ¡ay!, del denostado latifundio, tantas veces y tan injustamente achacado a los conquistadores cristianos que heredaron la tierra un milenio más tarde.

Falta el vino. Hubo vinos famosos en la España romana, principalmente en Cádiz y la actual Cataluña, pero nunca fueron artículos de exportación masiva porque la técnica que permite conservar y mejorar el vino estaba poco desarrollada y los caldos se agriaban con facilidad. Por eso, solían mezclarlo con especias.Hasta que se divulgó el tonel, el vino se envasaba en ánforas (como el aceite o el trigo), cuyo interior revestían con hollín de mirra o con pez para conservar mejor su precioso contenido.Parte de este revestimiento se desprendía y ensuciaba el vino, lo que obligaba a filtrarlo antes de beberlo.Si los romanos no llegaron a degustar los famosos caldos de Cádiz, el jerez y la manzanilla, sí disfrutaron de otro producto de la tierra que alcanzó gran fama ,las bailarinas gaditanas.

España había comenzado suministrando a Roma metales y mercenarios, porque otra cosa no tenía, pero cuando los beneficios de la cultura que sembró Roma entre nosotros rindieron sus sazonados frutos, pudo ofrecer escritores, como los cordobeses Lucano y Séneca, o Marcial (éste de Calatayud); científicos, como el gaditano Columela, y hasta emperadores, como Trajano y Adriano, que eran de Itálica, junto a Sevilla.No todo fueron cerebros. También aportamos figuras del espectáculo y la revista; por ejemplo, el famoso atleta lusitano Diocles, el mejor auriga de todos los tiempos, ídolo de las multitudes, que entonces se pirraban por las carreras de carros como ahora por el fútbol. Diocles comenzó su vida profesional a los dieciocho años y se retiró, querido y respetado por todos e inmensamente rico, a los cuarenta y dos, después de cosechar mil quinientas victorias.

En la Roma decadente e imperial eran famosas las artistas de variedades procedentes de la licenciosa Cádiz, como las adjetivan los severos censores. Todo banquete de señoritos libertinos que se preciara debía ir seguido de la actuación de algún grupo de puellae gaditanae,que cantaban y bailaban al son de las castañuelas andaluzas (baetica crusmata). «Su cuerpo, ondulado muellemente pondera el aragonés Marcial, describiendo a una de ellas se presta a tan dulce estremecimiento y a tan provocativas actitudes que sacudiría la virtud del casto Hipólito si la viese.» «Cuando bailan, contonean sus atractivas caderas —otra vez Marcial y hacen gestos de increíble lubricidad, pero si se ponen a cantar, sus canciones son tan desvergonzadas que no las osarán repetir ni las desnudas meretrices.» Cabe suponer que la actuación de las bailarinas gaditanas iría seguida, en muchos casos, de desenfrenada bacanal.Uno sospecha que las alegres chicas de Cádiz, a medio camino entre la prostitución y las varietés habaneras, debían ser, al término de la fiesta, chicas tristes, explotadas por empresarios macarras y prematuramente ajadas y entregadas a una aciaga vejez.

Los romanos eran muy tolerantes en materia de religión. Incluso podemos decir que eran bastante escépticos y hasta agnósticos. «¿Quod es veritas?», le pregunta Pilatos a Cristo. No tenían inconveniente en adoptar como propios los dioses de los pueblos sometidos. El cristianismo, en principio una creencia entre muchas, no tuvo dificultad para extenderse por el Imperio romano. Sus problemas vendrían más adelante porque, como toda religión monoteísta, tendía a la intolerancia y a la exclusión de los dioses ajenos, y esto ya lo aceptaban peor los paganos.

Una serie de leyendas, piadosas y entrañables, pero enteramente falsas, sostienen que el cristianismo se propagó en España por obra del apóstol Santiago, de san Pablo y de un grupo de misioneros conocido como los Siete Varones Apostólicos (Torcuato, Cecilio, Indalecio, Eufrasio, Texifonte, Hesiquio y Segundo), que establecieron sendos obispados por tierras de Granada y Jaén.

Hoy sabemos que el cristianismo llegó a la Península desde las provincias romanas de África. Primero iluminó espiritualmente la Bética y Levante, y luego, Extremadura y León. Al comenzar el siglo III, el apologista Tertuliano escribía, con entusiasmo quizá exagerado: «La fe de Cristo gana ya en todos los confines de España.» La verdad es que amplias zonas de la Península continuaban siendo paganas.

Las Vascongadas y Navarra, por ejemplo, no se cristianizaron hasta la Edad Media.La primera conferencia episcopal que se recuerda (Concilio de Ilíberis, Granada, en el año 300) estaba integrada por diecinueve obispos y veintiséis presbíteros. También fue un español, Osio, el obispo de Córdoba, el alma del Primer Concilio Ecuménico, celebrado en Nicea para dirimir si el arrianismo era herejía. Después de discutirlo, los santos padres decretaron que lo era, y de las más gordas

El cristianismo fue en aumento desde que el emperador Teodosio, un segoviano de Coca, lo declarara religión oficial del Imperio en el año 380. Desde entonces, se produjo un rápido maridaje entre Iglesia y oligarquía, que dura hasta nuestros días.

Roma vivió su apogeo y grandeza en los siglos I y II. Luego, en el III, inició su rápida decadencia.Muchos siglos después, los historiadores románticos pusieron en circulación una teoría: Roma se engrandeció gracias al carácter austero, sufrido, valeroso y emprendedor de sus primeros ciudadanos, pero sus descendientes, enriquecidos por las conquistas de feraces territorios y desentendidos del pro común durante la dictadura imperial, fueron degenerando y se tornaron viciosos, perezosos y cobardes. Una legión de nuevos ricos vivía de las rentas, y otra de nuevos pobres, de la seguridad social(annona),todos ellos a costa de las oprimidas provincias del Imperio, lo que acarreó, fatalmente, la decadencia y la ruina del Estado.

Quizá sea verdad, pero también habría que mencionar otras posibles causas de ruina, como el fin del paganismo y la expansión del cristianismo,y el cáncer del fanatismo religioso y la barbarie.

Voltaire lo sugiere:«El cristianismo abrió el cielo, pero arruinó el Imperio.»Las causas debieron ser múltiples, aunque fundamentalmente económicas. En primer lugar, Occidente se descapitalizó debido a la hegemonía del este. La agricultura decayó y se empobreció, escaseó la mano de obra, se deterioraron las obras públicas por falta de reparos, la inflación congénita disparó los precios y devaluó la moneda, lo que arruinó a la clase media, que era el principal sostén del sistema. Y las arcas públicas estaban más necesitadas que nunca de un dinero que no llegaba.El ejército, cada vez más implicado en la elección de los emperadores, descuidó las fronteras. Ya en el siglo III, los bárbaros francos y alamanes irrumpieron en las Galias e Hispania, donde saquearon el territorio que actualmente es Cataluña, el valle del Ebro y Levante. Fue sólo el comienzo. Durante los siglos IV y V, Roma vivió en casi constante estado de guerra contra los bárbaros, que presionaban las fronteras del Danubio y el Rin,y contra los partos de Oriente.

Mantener el ejército necesario para contenerlos requería un gran esfuerzo económico. En su época de expansión, Roma se mantenía gracias al botín de los pueblos sojuzgados, pero cuando dejó de conquistar nuevas tierras los ingresos se limitaron a los tributos. Por otra parte, la administración imperial se había vuelto demasiado compleja para los limitados medios de la época. No era posible administrarlo todo.

A partir del siglo III, la autoridad central se disgregó, sucedida por la anarquía militar. En medio siglo,se sucedieron treinta y nueve emperadores, muchos de los cuales fueron derrocados por golpes de Estado y asesinados. Roma quedó a merced de su ejército, tanto del acantonado a las afueras de la capital como del que guardaba las fronteras del Imperio. Muchos de los generales ni siquiera eran romanos, sino bárbaros contratados por Roma.

Primero se repartieron el poder en tetrarquías; luego, lo descentralizaron y lo divideron en capitales administrativas, que fueron el germen de futuras naciones. Finalmente, las provincias se desmembraron en un mosaico de Estados, sobre los que reinaron, casi autónomamente, caudillos vándalos, visigodos, francos u ostrogodos, sólo nominalmente sometidos a Roma.La propia ciudad de Roma decayó, se despobló, y sus bellos edificios se fueron arruinando, despojados de estatuas, bronces, mármoles y artesonados. El Foro, la plaza mayor del Imperio, expoliado de sus trofeos, fue invadido por la hierba y acabó en pasto de vacas (Campo Vaccino).

¿Y España? El emperador Diocleciano dividió las provincias imperiales en diócesis gobernadas por un vicarius (advierta el lector cómo la Iglesia ha reproducido en su organigrama el proyecto imperialista romano). La diócesis llamada Hispania se subdividió en seis provincias (Tarraconensis, Carthaginensis, Gallaecia, Lusitania, Baetica y Mauritania Tingitania, esta última en África).La sociedad entró en crisis. La autoridad se diluyó a todos los niveles. Se aflojaron los lazos comunitarios. La gente se desentendió de la vida municipal. Los cargos edilicios acabaron siendo una pesada carga (como las presidencias de ciertas comunidades de vecinos en nuestro tiempo). Las ciudades decayeron y se despoblaron. Los potentados que antes rivalizaban en sufragar obras públicas dieron la espalda a la urbe y se retiraron a vivir en sus latifundios(fundi).
El abismo social se ensanchó: por un lado, los desheredados; por el otro, los propietarios latifundistas y los obispos. Con la crisis económica, el comercio decayó, y el número de esclavos se redujo, lo que provocó la ruina de la industria. Los ricos (ahora denominados honestiores,otentiores o possessores) ya no fueron tan ricos,y los pobres(humiliores)se tornaron mucho más pobres de lo que solían.

El país se infestó de forajidos, casi todos colonos y pequeños propietarios arruinados, que se echaban al monte para buscarse la vida.

A la hora del balance por cierre de negocio, ¿qué es lo que el mundo debe a Roma? Algunos historiadores nos han presentado el mundo antiguo como una inmensa vaca, cuya leche fluía generosamente sobre las insaciables fauces de la explotadora Roma.

La historia de Roma es, en efecto, la de una expansión imperialista, que perseguía la explotación sistemática de las tierras, de los recursos y de los pueblos sometidos. No obstante, el balance final resulta muy favorable porque, a cambio de aquellos recursos, Roma civilizó el mundo antiguo. Roma somos nosotros: los europeos y cuantas naciones del mundo han tenido sus orígenes históricos o culturales en Europa (es decir, la mayoría de ellas). Lo que los europeos somos hoy es, para bien o para mal, el resultado de la interacción de dos vigorosas corrientes que se fundieron en el crisol de Roma: la cultura helénica y el pensamiento religioso judío, una peculiar aleación que quizá sea prudente seguir denominando civilización cristiana occidental.

Roma nos legó su forma de vida, sus instituciones, impuso a los pueblos sometidos hermandad dentro del marco jurídico y administrativo del cives romani y nos legó el patrimonio precioso de su lengua, los dos pilares básicos sobre los que aún se asienta este Occidente que lentamente camina hacia la integración supranacional, es decir, hacia el ideal de ser de nuevo, básicamente, Roma.




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4 comentarios:

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  2. Este blog ,ya tiene una larga andadura ,y por experiencias previas , he tomado la decision de filtrar todos los comentarios , para que se ajusten a una minima correccion , lo cual no quiere decir censura ,pues cada uno puede expresar su opinion libremente y si el contenido no es difamatorio,vejatorio ,o insultante , se publicara .Estas son las normas y no van a cambiar .Un saludo

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  3. Hablas bastante de cataluña en la entrada, y al mismo tiempo de la tarraconensis, acaso exisita ya cataluña en la epoca romana, no deberias decir mejor en la actual cataluña, por que valentia si existia y levante tambien, pero cataluña como tal no existia cuando tu haces referencia a ella. si estoy equivocado no me importaria que me lo corrigieras y si no lo estoy te agradeceria lo publicaras
    Jc Meister

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  4. Respuesta a Jc Meister , tienes toda la razon del mundo cataluña no existia en esta epoca , al publicar el articulo , cuando hablo de cataluña evidentemente me refiero al territorio que comprende la actual cataluña , pero para que no existan equivocos futuros , voy a rectificar el articulo , gracias por el apunte y un saludo.

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