.421 : Gala Placidia, nexo y víctima entre dos mundos



Dentro de lo confuso que resulta el panorama de la Hispania romana y aún el de Occidente en los últimos decenios de esta rama del Imperio, queda claro que el drama vivido por la princesa Gala Placidia es de excepcional acritud .Junto con violentas pasiones personales de sus próximos, coincidieron ante los ojos de Gala el estrepitoso proceso de descomposición del Imperio y la entrada de los pueblos germánicos en la Península Ibérica a partir del año 409.

Gala Placidia era hija del emperador romano Teodosio I y hermana de su sucesor, el emperador Honorio. Un díptico de marfil conservado en la catedral de Monza nos la muestra hermosa, alta y esbelta, con porte majestuoso. Barcelona tiene dedicada a su nombre una bella plaza y a nadie le parece mal que así sea. Cerca de aquellas figuras imperiales, sirviéndoles con acierto y honor estaba Constando, un activo y afortunado jefe militar que ganó un dineral con los botines y provechos acumulados y fue cónsul tres veces.

Apenas hará falta añadir que Constando estaba enamorado de Gala Placidia y también es superfluo anticipar que este amor no trajo más que desgracias para todo el mundo.

En aquel otoño de 409 entraron en el territorio hoy español diversas naciones germánicas, entre las cuales era la más numerosa la de los vándalos, a la que acompañaban los alanos y los suevos. Toda ocasión es buena para reivindicar el buen nombre de los vándalos que no tenían por qué ser más salvajes que los demás nómadas de la época. Su mala fama proviene exclusivamente de que cierto francés, Henri Grégoire, obispo de Blois (1750-1831), en un discurso parlamentario, se inventó de repente la palabra "vandalismo" para designar un grado extremo de barbarie, y así quedó para toda la posteridad, siempre aficionada a repetir y perpetuar las necedades y los infundíos.

Constancio acaso habría compartido este adjetivo de Grégoire porque odiaba y menospreciaba a las tribus que llamamos genéricamente "bárbaros del norte". Júzguese de la consternación con que asistiría impotente a la toma y saqueo de Roma por los visigodos, el 25 de agosto de 410, mandados por su rey Alarico. Este asalto tuvo más de desacato y depredación que de ruina física, pues la Ciudad Eterna conservó vida suficiente para seguir siendo saqueada varias veces en esta misma etapa. En el expolio los visigodos se llevaron el sagrado candelabro judío de los siete brazos y la mesa de Salomón que Tito había arrebatado del templo de Jerusalén y se contaban entre los mil tesoros del imperio, como acabamos de decir.

Destaquemos que se llevaron también consigo otra preciosa joya romana: la princesa Gala Placidia. Tendría ésta entonces alrededor de los veinte años y el rey Alarico, ante quien fue llevada de inmediato, debió de alegrarse vivamente por esta adquisición.

Otro personaje que se regocijó de la aprehensión fue el cuñado de Alarico, Ataúlfo, que habría de sucederle en la corona visigoda, entre 410 y 415. Ataúlfo estaba felizmente casado y era padre de varios hijos y es de suponer que Guimerà no exageró nada cuando en su Batalla de reinas reconstruyó los conflictos causados en la corte visigoda por la irrupción de una estrella tan brillante como la princesa romana.

Las cosas no pasaron a mayores porque tanto Alarico como Ataúlfo estuvieron muy ocupados con otras campañas. El primero siguió Italia abajo saqueando todo lo que pudo y se adentró en Sicilia y el norte de África. Poco después de regresar a la Península murió en Cosenza en 410.

Ataúlfo, que le sucedería, se había dedicado a guerrear por el norte y regresó a Roma para ponerse al servicio del emperador Honorio, hermano de Gala Placidia. Se ha escrito que en el curso de estas incidencias Ataúlfo se fue romanizando con entusiasmo y pasó de ser enemigo de todo lo latino a convertirse en su protector y restaurador. En esta protección estaba comprendida la gentil persona de Gala Placidia que seguía prisionera del rey visigodo y constituida en rehén con que presionar a los romanos a los que él reclamaba cereales, tierras y pertrechos.

En estas negociaciones tomó parte la misma princesa que ni por su talento ni por su educación podía estar quieta y callada. Los sentimientos de Ataúlfo por ella —no sabemos si correspondidos— eran cada vez más notorios y comentados y el general Constando, que asistía al emperador Honorio en su mini corte de Rávena, estaba desazonado por aquel llamémosle "statu quo".

Lo colérico y ansioso de los visigodos y lo moroso y taimado de los romanos, junto con las pasiones personales que vamos viendo, impidieron que durase mucho tiempo la paz entre ellos. Por un lado Ataúlfo no quiso esperar más las prestaciones pedidas a los romanos, que comprendían tierras en la provincia narbonense, y por otro Constando excitó al emperador Honorio a que empezase una campaña contra los visigodos para recobrar entre otros valores a Gala Placidia. Ataúlfo rompió las hostilidades e invadió el sur de la actual Francia en el año 413 y se instaló en Narbona con el aplauso de las gentes humildes del país, contentas de librarse de la opresión romana.

El 1 de enero de 414 se casó con Gala Placidia, tras haber repudiado a su esposa y haber obtenido el ansiado "sí" de la romana, la cual pareció resolverse a ganar el día de hoy y mañana Dios diría. Por de pronto, en la ceremonia espléndida del casamiento, le fueron ofrecidas como regalo de su esposo maravillosas riquezas procedentes del saqueo de Roma por los visigodos.

El espectáculo de esta felicidad encrespó todavía más la cólera de Honorio y Constancio que al frente de sus tropas emprendieron una ofensiva contra los visigodos. De este empujón resultó precisamente que Ataúlfo, su esposa y sus gentes, entraran en Hispania, por primera vez, y no de buen humor porque estaban ilusionados con asentarse en la Galia. Tal fue el germen de un extenso desagrado de los visigodos contra su rey, pues le reprocharon haberse casado con una romana en la cual identificaban la causa de todos sus males.

Ataúlfo se instaló en Barcelona, probablemente porque Gala Placidia estaba a punto de dar a luz y era la ciudad más adecuada para atenderla. Hacia septiembre de 414 le nació un niño que fue llamado Teodosio. El acontecimiento era significativo pues Gala era la heredera inevitable del emperador Honorio que estaba viudo por dos veces, y el recién nacido podía valer como símbolo de la reconciliación entre godos y romanos.

Esta ilusión duró poco porque Teodosio murió a las pocas semanas y fue enterrado en una caja de plata, al parecer en una iglesia cercana a Barcelona de la que no se tiene ni idea. Se frustró aquella convivencia entre las dos culturas y no dejó de ayudar a estropearla el incombustible Constancio, que había seguido cosechando éxitos militares en Hispania y África y capitaneaba el sector integrista romano, opuesto a toda contemporización con los intrusos.

De todos modos, no parece que este partido tuviera nada que ver con el asesinato de Ataúlfo que fue muerto en 415 por un doméstico llamado Doubio mientras examinaba sus caballos en la cuadra. El asesino era criado de Sigerico, cabeza del sector ultra visigodo que, según hemos dicho, repudiaba los acercamientos de Ataúlfo a los romanos, y especialmente a la seductora romana que tenía por esposa.
Ésta fue la primera perseguida por el nuevo rey. El mismo día del asesinato de su marido, Gala Placidia fue expulsada de Barcelona. Se le arrancaron las vestiduras, se la dejó en camisa y se la obligó a andar a pie hasta el campamento visigodo, seguida por unos jinetes que la iban azotando cada vez que se detenía exhausta. Se supone que este campamento se encontraba en las inmediaciones de Llinars o Cardedeu, a más de treinta kilómetros de la capital. Sigerico no se contentó con esta barbaridad y otras sino que degolló a los hijos del primer matrimonio de Ataúlfo. Menos mal que su reinado duró sólo una semana porque su misma gente lo mató sin tardanza.

Lo efímero del reinado no le priva de figurar en la tan comentada y tan inexacta lista de los reyes godos. A Sigerico le sucedió Walia, que tuvo la fortuna de reinar hasta tres años, desde 415 a 418. Se reconcilió con los romanos mediante un tratado por el cual liberaba a Gala Placidia, recibía seiscientas mil medidas de trigo y se comprometía a guerrear contra los vándalos y los alanos que ocupaban el sur de la Península.

Constancio hizo honor a su nombre insistiendo una vez más en pedir la mano de Gala Placidia y, aunque estaba canoso y fatigado, ella no tuvo inconveniente en concedérsela y abrirle el acceso a la familia imperial, con lo cual Constancio llegó a la cúspide de los honores y poderes. Tuvo un hijo de este tardío matrimonio y sería el sucesor de su tío Honorio, imperando con el nombre de Valentiniano III.

Su voluntariosa madre se reservó la regencia. Desde su corte de Rávena, pidió a los visigodos que pusieran paz en Hispania, cosa más fácil de decir que de hacer. En 421 Constando y Gala Placidia fueron proclamados augustos, no sin molestia de un amplio sector romano. La potestad le duró a él sólo siete meses pues murió de pleuresía en el mismo año. Mientras tanto, progresaba la concordia entre visigodos y romanos: en el año 428 los primeros recibieron tierras en la Aquitania, que les pareció más rica y sosegada que la tierra ibérica, en lo cual llevaban toda la razón.

Los visigodos pusieron su capital en Toulouse y siguieron prestando servicio a Roma durante un tiempo en varias ofensivas contra los otros pueblos germánicos de la Península. En ésta reinaba el mayor desorden, entre las ruinas del régimen romano, pues a la baraúnda de pueblos varios instalados en ella, se añadían extensas sublevaciones de campesinos hambrientos, coléricos y desbaratados.

Al morir Constando, Gala Placidia tuvo que huir de Rávena con su hijo, acosada por una amplia opinión que le reprochaba su "barbarofilia", además de quejarse de su arrogancia y de la corrupción despótica que había implantado.
La regente tuvo que refugiarse en Constantinopla. Falleció en 450 y está enterrada en el espléndido mausoleo de Rávena donde su sepulcro, rodeado de mosaicos excepcionales, es una de las joyas culminantes del arte bizantino.

El reino visigodo de la Tolosa francesa duró noventa años y luego se convirtió en la monarquía visigoda de Toledo. En la enseñanza de nuestra Historia no se dispensa a esta época la atención que merece, aunque sólo sea por haber sido el único periodo de la Historia en que ha imperado en toda la Península un solo estado compacto e indiviso.


Autor Pedro Voltes

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